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Tuve un sueño desagradable.

Yo era un gran pájaro negro, sobrevolaba la selva en dirección al oeste. Me había hecho una herida profunda y, en el ala, tenía adherido el rastro negruzco de la sangre. El cielo del oeste empezaba a cubrirse de funestos nubarrones negros, flotaba un tenue olor a lluvia.

Hacía mucho tiempo que no soñaba. Tanto que tardé un poco en comprender que aquello era un sueño.

Me levanté de la cama, me duché para quitarme el desagradable olor a sudor que impregnaba todo mi cuerpo y me preparé unas tostadas y un zumo de manzana para desayunar. Por culpa del tabaco y de la cerveza tenía un regusto parecido al que tendría de haberme embutido en la garganta algodón viejo. Tras depositar los cacharros del desayuno en el fregadero, escogí un traje de algodón de color verde oliva, la camisa mejor planchada que encontré, una corbata negra de punto y, con todo ello en los brazos, me senté en la sala de estar, frente al aire acondicionado.

El presentador del programa informativo afirmó satisfecho: «Hoy será el día más caluroso de todo el verano». Apagué el televisor, entré en la habitación de mi hermano mayor, que estaba al lado, cogí algunos libros de un enorme montón, me tumbé en el sofá de la sala de estar y me puse a hojearlos.

Dos años atrás, mi hermano mayor se había marchado a América sin decir siquiera por qué y había dejado atrás su habitación llena de libros y a su novia. De vez en cuando, yo comía con ella. Decía que los dos hermanos nos parecíamos mucho.

—¿En qué? —le pregunté yo un día, sorprendido.

—En todo —contestó ella.

Quizá tuviera razón. Y es posible que se debiera a los zapatos que, por turno, habíamos limpiado los dos durante dos decenas de años.

El reloj marcaba las doce y, pensando con hastío en el calor que haría fuera, me anudé la corbata y me puse la americana.

Faltaba todavía mucho tiempo y no tenía nada que hacer. Estuve recorriendo la ciudad despacio, con el coche. La ciudad se extendía del mar a la montaña, lamentablemente larga y estrecha. Ríos, pistas de tenis, campos de golf, mansiones que se sucedían una tras otra, muros y más muros, algunos restaurantes bonitos y boutiques, viejas bibliotecas, campos de frondosa onagra, parques con jaulas de monos: la ciudad de siempre.

Tras circular un rato por las serpenteantes calles características de Yamanote, bajé hasta el mar por la carretera que discurría junto al río, me apeé del coche cerca de la desembocadura y me refresqué los pies en el agua. En las pistas de tenis, dos muchachas muy bronceadas, con sombreros blancos y gafas de sol, se iban pasando la pelota. Después del mediodía, los rayos del sol se habían vuelto mucho más intensos y, cada vez que las muchachas blandían la raqueta, su sudor salpicaba la pista.

Tras contemplar la escena durante cinco minutos volví al coche, me derrumbé sobre el asiento, cerré los ojos y me quedé unos instantes oyendo distraídamente el golpeteo de la pelota mezclado con el rumor de las olas. El débil viento del sur que traía consigo el olor a mar y a asfalto requemado por el sol me trajo a su vez recuerdos de los veranos del pasado. La tibieza de la piel de una chica, el viejo rock n’roll, las camisas recién lavadas con botones en el cuello, el olor de los cigarrillos fumados en los vestuarios de la piscina, vagos presentimientos, una lista interminable de dulces sueños de verano. Y los sueños del verano de algún año (¿cuándo fue?), que no volvieron jamás.

Cuando, a las dos en punto, detuve el coche frente al Jay’s Bar, me encontré al Rata sentado en la valla de seguridad leyendo Cristo de nuevo crucificado, de Kazantzakis.

—¿Dónde está la chica? —le pregunté.

El Rata cerró el libro en silencio y, tras subir al coche, se puso las gafas de sol.

—No viene.

—¿No viene?

—Que no viene.

Con un suspiro, me aflojé el nudo de la corbata y, tras arrojar la americana al asiento trasero, encendí un cigarrillo.

—Bueno, ¿vamos a alguna parte?

—Al zoo.

—¡Qué bien! —dije yo.