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Era increíble lo poco que leía el Rata. La única letra impresa que lo vi leer fueron diarios deportivos y folletos publicitarios. Clavaba los ojos en el libro que yo leía para matar el tiempo con el mismo pasmo con el que una mosca observaría un matamoscas.

—¿Y tú por qué lees libros?

—¿Y tú por qué bebes cerveza?

Le respondí sin mirarle siquiera mientras alternaba un bocado de jurel encurtido con otro de ensalada. El Rata se quedó reflexionando y, cinco minutos después, repuso:

—Lo bueno de la cerveza es que acabas meándola toda. Es como una jugada doble de la primera base. Que todo queda en nada. —Tras decir estas palabras, se me quedó mirando mientras yo comía—. ¿Por qué sólo lees libros?

Después de tragar el último trozo de jurel acompañado de un trago de cerveza, retiré el plato, cogí La educación sentimental, que tenía a medio leer y que había apartado a un lado durante la comida, y lo hojeé.

—Porque Flaubert ya ha muerto.

—¿No lees libros de autores vivos?

—Los autores vivos no tienen ningún valor.

—¿Por qué?

—Me da la impresión de que a los muertos se les pueden perdonar muchas cosas.

Le respondí mientras miraba la reposición de Route 66 en un televisor portátil que había sobre la barra. El Rata se quedó reflexionado una vez más.

—Oye, ¿y qué pasa con los vivos? ¿A los vivos no se les pueden perdonar muchas cosas?

—Pues no lo sé. Nunca he pensado seriamente en eso. Pero, si me apuras, te diré que quizá no. Quizá no se las perdonaría.

Jay se acercó y dejó dos botellas de cervezas llenas frente a nosotros.

—Y si no se las perdonaras, ¿qué harías?

—Pues me agarraría a la almohada, o lo que fuese, y me dormiría.

El Rata sacudió la cabeza con aire de apuro.

—¡Qué cosas tan raras dices! No te acabo de entender —dijo.

Le llené el vaso de cerveza, pero él siguió unos instantes replegado sobre sí mismo, reflexionando.

—La última vez que leí un libro fue el verano pasado —dijo el Rata—. He olvidado el título y quién lo escribió. Tampoco me acuerdo de por qué lo leí. En todo caso, lo había escrito una mujer. La protagonista era una diseñadora de moda famosa, de unos treinta años, y el caso es que pensaba que tenía una enfermedad incurable.

—¿Qué enfermedad?

—No me acuerdo. Cáncer, supongo. ¿Qué enfermedad incurable hay aparte de ésa? Bueno, pues el caso es que se va a un lugar de veraneo en la playa y se está masturbando desde el principio hasta el final. En el baño, en el bosque, en la cama, dentro del mar… En todas partes.

—¿Dentro del mar?

—Sí… ¿Te lo puedes creer? ¿Hasta eso tienen que contar en una novela? Habrá otras cosas mejores sobre las que escribir, ¿no te parece?

—¡Uf! Pues…

—A mí que no me vengan con ese tipo de novelas. Me dan ganas de vomitar.

Asentí.

—Yo escribiría una novela completamente distinta.

—¿Por ejemplo? —pregunté.

El Rata estuvo pensando mientras deslizaba la punta de los dedos por el borde de su vaso.

—A ver, ¿qué te parece esto? El barco en el que voy naufraga en medio del Pacífico. Y yo, agarrado a un salvavidas, voy flotando a la deriva, completamente solo, mirando las estrellas en el mar de la noche. Es una noche serena y hermosa. En ésas, veo a una mujer joven, agarrada también a un salvavidas, que se acerca a mí nadando.

—¿Una tía buena?

—Claro.

Tomé un trago de cerveza y sacudí la cabeza.

—¡Vaya bobada!

—¡Escúchame! Luego, mientras estamos flotando juntos en el mar, charlamos. Del pasado y del futuro, de nuestras aficiones, del número de mujeres con las que me he acostado, de los programas de la tele, de lo que habíamos soñado la noche antes: en fin, de ese tipo de cosas. Y nos tomamos unas cervezas.

—¡Eh! Espera un momento. ¿Y de dónde sacas tú las cervezas?

El Rata discurrió unos instantes.

—Pues estaban flotando por allí. Venían del comedor del barco. Junto con unas latas de sardinas. ¿Satisfecho?

—Sí.

—Entre una cosa y otra, amanece. «¿Y qué piensas hacer ahora?», me pregunta la mujer. «Yo voy a ir nadando hacia donde parezca que puede haber alguna isla», me dice. «Pero tal vez no haya ninguna», le digo yo. «Si nos quedamos aquí, tomándonos unas cervezas, seguro que viene un avión a rescatarnos». Pero la mujer se va nadando sola.

Llegado a este punto, el Rata suspiró y tomó un trago de cerveza.

—La mujer nada y nada sin parar durante dos días y dos noches y, al final, logra llegar a una isla. Y a mí el avión me rescata con una resaca terrible. Y, luego, ¿sabes?, unos años después, los dos nos reencontramos por casualidad en un pequeño bar de Yamanote.

—Y entonces os tomáis unas cervezas, supongo.

—¿No te parece triste?

—Pues… —dije.