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Sonó el teléfono.

—Ya he regresado —dijo ella.

—Me gustaría verte.

—¿Puedes salir ahora?

—Claro.

—A las cinco, delante del portal del YWCA.

—¿Y qué estás haciendo en el YWCA?

—Clases de conversación en francés.

—¿Clases de conversación en francés?

Oui.

Después de colgar, me duché y me bebí una cerveza. Justo cuando me la estaba acabando, cayó un chaparrón que parecía una cascada.

Cuando llegué al YWCA, ya había dejado de llover por completo y las chicas que salían abrían y cerraban sus paraguas lanzando miradas recelosas al cielo. Detuve el coche enfrente, apagué el motor, encendí un cigarrillo. Las columnas de la entrada, ennegrecidas por la lluvia, parecían dos lápidas funerarias alzándose en medio de un erial. Al lado del sucio y lúgubre edificio del YWCA se levantaba una construcción, nueva pero barata, de alquiler de locales comerciales, en cuya azotea había un enorme panel publicitario de frigoríficos. Una mujer de unos treinta años, con delantal, a todas luces anémica, se inclinaba hacia delante con expresión, pese a todo, alegre y abría la puerta del frigorífico de modo que yo pudiera asomarme a su interior.

En el congelador había hielo, un envase de helado de vainilla de un litro y un paquete de gambas congeladas; en el segundo estante, huevos, mantequilla, queso camembert, jamón; en el tercer estante, pescado y muslos de pollo; abajo de todo, en un contenedor de plástico, tomates, pepinos, espárragos, lechuga y pomelos; en la puerta había tres botellas grandes de Coca-Cola, tres de cerveza, un cartón de leche.

Mientras esperaba apoyado en el volante, estuve repasando por orden todo el contenido del refrigerador, y, bien mirado, un envase de litro de helado era excesivo, y la falta de aliño para la ensalada, imperdonable.

Apenas pasaban de las cinco cuando ella salió por el portal. Llevaba un polo Lacoste de color rosa, minifalda blanca de algodón, el pelo recogido atrás y gafas. En una semana parecía haber envejecido tres años. Es posible que se debiera al peinado y a las gafas.

—¡Vaya chaparrón! —exclamó ella tras sentarse en el asiento del copiloto, tirando con un gesto nervioso del bajo de la falda.

—¿Te has mojado?

—Un poco.

Alcancé una toalla de playa que estaba en el asiento trasero desde la última vez que había ido a la piscina y se la pasé. Ella se secó las gotas del rostro, se frotó repetidas veces el pelo con la toalla y, luego, me la devolvió.

—Cuando ha empezado a llover, estaba tomándome un café cerca de aquí. Parecía un diluvio.

—Pero, gracias a la lluvia, ha refrescado.

—Pues sí.

Tras asentir, sacó un brazo por la ventanilla y comprobó la temperatura exterior. Entre ambos, flotaba cierto desencuentro, una atmósfera distinta de la vez anterior.

—¿Te lo has pasado bien en el viaje? —le pregunté.

—No he ido de viaje. Te mentí.

—¿Y por qué me mentiste?

—Luego te lo cuento.