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El cementerio ocupaba toda la amplia meseta cercana a la cumbre. Caminos recubiertos de gravilla discurrían a lo largo y a lo ancho entre las tumbas, y las azaleas podadas se desparramaban, aquí y allá, como ovejas mordisqueando la hierba. Altas y curvadas luces de mercurio, parecidas a helechos inclinados sobre el inmenso terreno, se alineaban, una tras otra, iluminando hasta el último rincón del cementerio con una luz tan blanca que no parecía natural.
El Rata había detenido el coche entre unos árboles que había en el extremo sudeste del cementerio y, con un brazo alrededor de los hombros de la mujer, contemplaba la vista nocturna de la ciudad que se extendía bajo sus ojos. Se diría que la ciudad era una amalgama de luz fangosa vertida por encima. O que unas polillas gigantescas acababan de diseminar polvo de oro.
Ella estaba recostada en el Rata, con los ojos cerrados, como si durmiera. El Rata sentía, desde los hombros hasta el costado, el peso opresivo del cuerpo de la mujer. Era un peso extraño. El peso de quien puede amar a un hombre, parir, envejecer y morir. El Rata cogió la cajetilla de tabaco con una mano, encendió un cigarrillo. De vez en cuando, el viento procedente del mar subía por la ladera que se extendía bajo sus pies y hacía temblar las agujas de los pinos. Quizá la mujer estuviese realmente dormida. El Rata puso una mano en su mejilla, tocó sus finos labios con un dedo. Y sintió su aliento, cálido y húmedo.
El cementerio, más que un camposanto, parecía una ciudad abandonada. Más de la mitad del terreno estaba vacía. Porque aquellos que tenían que ocuparlo aún vivían. Éstos, de vez en cuando, se acercaban los domingos por la tarde, acompañados de sus familias, a echar un vistazo a su última morada. Contemplaban las tumbas desde la meseta y se decían que sí, que realmente había muy buenas vistas, que no faltaban las flores de temporada, que el aire era puro y el césped estaba bien cuidado, vaya, que incluso había aspersores, y que tampoco rondaban por allí perros vagabundos que pudieran llevarse las ofrendas. Además, pensaban, era un lugar alegre y sano, y eso era lo principal. Y, satisfechos con lo que habían visto, comían sentados en un banco y volvían a sumergirse en sus ajetreadas ocupaciones diarias.
Por la mañana y por la tarde, el vigilante barría el camino de grava con un largo palo provisto de una tabla plana en un extremo. También ahuyentaba a los niños que se acercaban a robar las carpas del estanque del centro del cementerio. Además, tres veces al día, a las nueve, a las doce y a las seis, accionaba una caja de música con la melodía Old Black Joe. Qué sentido tenía poner música, eso el Rata no lo sabía. Pero la escena de Old Black Joe sonando a las seis de la tarde, a la caída de la noche, en el cementerio desierto, era un espectáculo digno de verse.
A las seis y media, el vigilante volvía a este mundo en autobús y el cementerio se sumía en un silencio total. Entonces, se acercaban algunas parejas en coche y se fundían en un abrazo. Al llegar el verano, podían verse muchos coches alineados entre los árboles.
Para el Rata adolescente, el cementerio había sido un lugar cargado de significado. Cuando iba al instituto y aún no podía conducir un coche, el Rata había ido y venido innumerables veces por la ladera que bordeaba el río llevando a alguna chica montada en su moto de 250 c.c. Luego se abrazaba a ellas contemplando, siempre, las mismas luces de la ciudad. Diversos olores flotaban ante su nariz para disiparse luego. Diversos sueños, diversas tristezas, diversas promesas. Y, al final, todo se desvanecía.
Volviendo la vista atrás, la muerte había echado sus raíces en cada rincón del enorme terreno. A veces, el Rata tomaba a las chicas de la mano y vagaba sin rumbo por los caminos cubiertos de grava de aquel pretencioso cementerio. La muerte, que llevaba a sus espaldas cada uno de los nombres, cada una de las fechas, y cada una de aquellas vidas del pasado, se sucedía hasta el infinito, a intervalos regulares, como una hilera de arbustos del jardín botánico. Para las negras pilastras sepulcrales no existía ni el murmullo del viento que hacía temblar las hojas, ni el olor, ni ningún tentáculo tendido hacia las tinieblas. Parecían árboles sin tiempo. No poseían ni pensamientos ni palabras que pudieran guiarlos. Confiaban todo esto en quienes continuaban viviendo. La pareja volvía al bosquecillo y se fundía en un estrecho abrazo. El viento que llegaba del mar, el olor de las hojas de los árboles, los grillos de la espesura: aquella tristeza del mundo que continuaba viviendo era lo único que ocupaba por completo los alrededores.
—¿He dormido mucho rato? —preguntó la mujer.
—No —dijo el Rata—. Sólo ha sido un instante.