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Voy a hablar sobre la tercera chica con la que me acosté.

Resulta terriblemente difícil hablar sobre alguien que ha muerto, pero es más difícil aún hablar sobre mujeres que murieron jóvenes. Porque al haber muerto jóvenes, ellas seguirán siendo jóvenes eternamente.

En cambio, los que sobrevivimos vamos envejeciendo cada año, cada mes, cada día que pasa. A veces tengo la sensación de que envejezco por horas. Y lo horrible de esto es que es verdad.

* * *

Ella no era una belleza. Aunque la expresión «no era una belleza» no le hace justicia. Creo que sería más apropiado decir: «Ella no era tan hermosa como hubiera podido ser».

Sólo tengo una fotografía suya. En el dorso figura una fecha. Agosto de 1963. El mismo año en que le dispararon al presidente Kennedy un tiro en la cabeza. Ella está sentada en un malecón de la costa de algún complejo turístico y sonríe con aire cohibido. Lleva el pelo corto, a lo Jean Seberg (a mí este peinado siempre me ha recordado Auschwitz), y un vestido a cuadritos rojos de manga larga. Se la ve algo torpe y hermosa. Una belleza de aquellas que penetran hasta el rincón más sensible del corazón de la persona que la está mirando.

Los labios entreabiertos, la nariz ligeramente vuelta hacia arriba como un delicado cuerno, el flequillo, que debía de haberse cortado ella misma, caído con descuido sobre la ancha frente y, debajo, la suave prominencia de las mejillas cubiertas de minúsculas marcas de acné.

Tenía catorce años y aquél había sido el instante más hermoso de su vida de apenas veintiún años. Y lo único que me queda ahora es pensar que todo aquello desapareció de repente. Ignoro la razón, con qué finalidad pudo ocurrir algo así. Nadie lo sabe.

* * *

Ella me dijo en serio (no bromeaba) que había ingresado en la universidad para recibir una revelación divina. Era poco antes de las cuatro de la madrugada y estábamos desnudos en la cama. Le pregunté en qué consistía una revelación divina.

—No se trata de comprenderlo —dijo, pero unos instantes después añadió—: es algo que baja del cielo, como las plumas de las alas de los ángeles.

Intenté imaginarme cómo descendían las plumas de las alas de los ángeles en el patio de la universidad, pero vistas de lejos parecían pañuelos de papel.

* * *

Nadie sabe por qué murió. Dudo, incluso, de que ella misma lo supiera.