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En el otoño de 1973, parecía haber algo maligno oculto en alguna parte. Y el Rata podía percibirlo con tanta claridad como si tuviese una china metida en su zapato.
Incluso después de que el corto verano de aquel año se extinguiera, absorbido por los inciertos vaivenes de la atmósfera de principios de septiembre, el corazón del Rata permaneció anclado en los menguados rescoldos del estío. Camisetas viejas, vaqueros con los bajos deshilachados, chancletas… Todavía con ese aspecto iba al Jay’s Bar, se sentaba a la barra y continuaba tomando cerveza, ya demasiado fría, con Jay, el barman. Después de cinco años, había vuelto a fumar y echaba un vistazo al reloj cada quince minutos.
Para el Rata, el flujo del tiempo parecía haberse interrumpido en algún punto. Él no sabía por qué había pasado. Ni siquiera podía localizar en qué momento se había producido. Asido a una cuerda sin vida erraba por las pálidas tinieblas del otoño. Cruzaba los prados, atravesaba las montañas, empujaba varias puertas. Sin embargo, la cuerda no lo conducía a ninguna parte. Como una mosca de invierno a la que han arrancado las alas, como la corriente de un río encarada al mar, el Rata se encontraba sumido en la impotencia, en la soledad. En algún lugar se habían levantado malos vientos y había barrido hasta la faz opuesta de la Tierra el aire íntimo que, hasta entonces, lo había envuelto por completo.
Una estación del año abre la puerta y se va; otra, aparece por una puerta distinta. Una persona abre precipitadamente la puerta y grita: «¡Eh! Espera un momento. Me he olvidado de decir algo». Pero ya no hay nadie. Cierra. En el interior del cuarto, la otra estación se ha aposentado ya en una silla, ha prendido un fósforo y ha encendido un cigarrillo. «Si te olvidaste de contarle algo», dice, «confíamelo a mí. Con un poco de suerte, tal vez yo pueda transmitírselo». «No, no», dice la persona. «No vale la pena. Se oye el ulular del viento por todas partes. No vale la pena. Sólo que una estación ha muerto y se ha ido».
Todos los años, durante la época de transición del otoño al invierno, aquel joven rico expulsado de la universidad y el solitario barman chino se sentaban juntos arrimándose el uno al otro como un anciano matrimonio.
El otoño era siempre una estación odiosa. Los pocos amigos que, en verano, habían vuelto a la ciudad de vacaciones ya se habían ido, sin aguardar la llegada de septiembre. Tras unas breves palabras de despedida habían vuelto a sus lugares, a muchos kilómetros de distancia. Y en la temporada en que la luz del verano cambiaba sutilmente de matiz, como si hubiese cruzado una invisible línea divisoria de aguas, se apagaba también el fulgor que, como un aura, envolvía al Rata. Y el rescoldo de cálidos sueños era absorbido en el fondo arenoso del otoño, como si fuera un estrecho riachuelo, sin dejar rastro alguno.
El otoño tampoco era para Jay una estación agradable. A partir de mediados de septiembre, el número de clientes disminuía a ojos vistas. Sucedía todos los años, pero el drástico bajón de aquel año era dramático. Ni Jay ni el Rata conocían la razón. Al llegar la hora de cerrar, quedaba aún medio cubo de las patatas que Jay pelaba para freír.
—Pronto habrá más trabajo —consolaba el Rata a Jay—. Y entonces volverás a quejarte de que estás demasiado ocupado.
—¡Uf! Vete a saber.
Jay le respondió con aire dubitativo. Apoltronado en un taburete que había introducido detrás de la barra, iba desprendiendo con un picahielos la grasa de la mantequilla adherida a la tostadora.
Lo que sucedería más adelante, eso no lo sabía nadie.
El Rata pasaba las hojas de un libro en silencio, Jay fumaba un cigarrillo sin filtro con sus toscos dedos mientras iba frotando las botellas de licor.
Hacía tres años que el flujo del tiempo del Rata había empezado a perder, poco a poco, su regularidad. Sucedió durante la primavera en que abandonó los estudios.
Por supuesto, las razones que lo llevaron a abandonar la universidad fueron diversas. Y éstas se enredaron unas con otras de tal manera que subió tanto la temperatura que saltaron los plomos. Algunas cosas permanecieron, otras salieron despedidas de una patada, otras murieron.
El Rata jamás contaba por qué había abandonado la universidad. Para explicarlo al detalle, tal vez hubiese tardado unas cinco horas. Además, si se lo hubiera contado a una persona, quizás habría habido otras que habrían querido oírlo. Y, tal vez, se habría visto entonces obligado a explicárselo al mundo entero. Sólo de pensarlo, el Rata sentía un profundo hastío desde lo más hondo de su corazón.
—No me gustaba cómo cortaban el césped del patio —decía cuando no tenía más remedio que dar alguna explicación. De hecho, hasta hubo una chica que acudió a echarle un vistazo al césped del patio de la universidad.
—Pues no estaba tan mal —dijo ella—. Es cierto que había unos cuantos papeles tirados por el suelo, pero…
—Es una cuestión de gustos —repuso el Rata.
—No nos aveníamos. Ni yo con la universidad ni la universidad conmigo —decía cuando estaba de mejor humor. Y, tras pronunciar estas palabras, enmudecía.
Hacía ya tres años de aquello.
Con el transcurrir del tiempo, todo había ido quedando atrás. A una velocidad casi increíble.
Sentimientos que en cierto momento jadearon con violencia en su interior fueron perdiendo rápidamente sus colores, adoptando la forma de viejos sueños sin sentido.
El año en que el Rata entró en la universidad, se fue de casa y se trasladó a un piso que su padre usaba a veces como despacho. Sus padres no se opusieron. Para empezar, ya habían adquirido el piso con la intención de cedérselo a su hijo y, además, pensaron que no estaría mal que durante algún tiempo experimentara las dificultades de vivir por su cuenta.
Sin embargo, se mirase como se mirase, dificultades no las había por ninguna parte. Igual que un melón jamás parecerá una verdura. El piso constaba de dos habitaciones más cocina-comedor, todo de amplias dimensiones, instalación de aire acondicionado y teléfono, un televisor en color de diecisiete pulgadas, bañera con ducha, un aparcamiento en el sótano con un Triumph incluido y, además, hasta tenía una elegante terraza, ideal para tomar el sol. Desde la ventana de la buhardilla que daba al sudeste se tenía una vista panorámica de la ciudad y del océano. Al abrir las ventanas de ambos lados, el viento traía el olor de los frondosos árboles y el trino de los pájaros silvestres.
Las apacibles horas de la tarde, el Rata las pasaba repantigado en un sillón de mimbre. Con los ojos cerrados, sin pensar en nada, podía sentir cómo el tiempo atravesaba su cuerpo como una suave corriente de agua. Podía dejar que transcurrieran así horas, días, semanas.
A veces, pequeñas oleadas de emociones rompían de repente en su corazón. En esos instantes, el Rata cerraba los ojos, sellaba firmemente su corazón y esperaba inmóvil a que la ola retrocediera. Eran los momentos de pálida oscuridad que preceden al crepúsculo. En cuanto pasaba la ola, regresaba la calma como si no hubiese sucedido absolutamente nada.