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—¡Los ricos, que se vayan todos a la mierda!

Acodado en la barra, el Rata me escupió estas palabras a voz en grito fulminándome con la mirada. O quizá sus gritos se dirigieran a una máquina de moler café que había a mis espaldas. Porque sentados a la barra, el uno junto al otro, no había necesidad alguna de vociferar de aquel modo. Fuera como fuese, después de dar aquel grito, el Rata siguió bebiendo cerveza con aire satisfecho, como de costumbre.

Nadie a nuestro alrededor prestó la menor atención a los alaridos del Rata. Porque el pequeño local estaba atestado de clientes y todos vociferaban de modo semejante. Una escena parecida a la de un barco de pasajeros a punto de irse a pique.

—¡Garrapatas! —exclamó el Rata ladeando la cabeza—. Son un hatajo de inútiles. A mí, en cuanto veo la jeta de un rico, me entran ganas de vomitar.

Con el fino borde del vaso de cerveza pegado a los labios, asentí en silencio. El Rata, sin añadir nada más, se quedó contemplando absorto sus dos manos, de dedos delgados, posadas sobre la barra mientras, como si estuviera exponiéndolas al fuego de una hoguera, iba dándoles la vuelta repetidas veces. Resignado, dirigí la vista al techo. Hasta que no hubiera acabado de examinar con atención, uno tras otro, sus diez dedos, no proseguiría. Era lo habitual en él.

Aquel verano, el Rata y yo, como poseídos por algo, bebimos tanta cerveza que podría haberse llenado con ella una piscina entera de veinticinco metros, y cubrimos todo el suelo del Jay’s Bar con una capa de cinco centímetros de cáscaras de cacahuete. Era la única manera de sobrevivir a un verano tan aburrido como aquél.

Detrás de la barra del Jay’s Bar colgaba una litografía deslucida por el humo del tabaco. Cuando me moría de aburrimiento, me quedaba contemplándola horas y horas, sin cansarme. El dibujo, que habría podido utilizarse para el test de Rorschach, me sugería la figura de dos monos de color verde, sentados uno frente al otro, lanzándose una pelota de tenis que hubiera perdido su consistencia.

Cuando se lo comenté a Jay, el barman, éste, tras observarla atentamente unos instantes, me dijo con indiferencia que tal vez tuviese razón.

—¿Qué debe de significar? —le pregunté.

—El mono de la izquierda eres tú y el de la derecha soy yo. Cuando yo te lanzo una botella de cerveza, tú me arrojas el dinero.

Convencido, me tomé un trago de cerveza.

—¡A mí me dan ganas de vomitar!

Tras concluir un rápido examen de sus dedos, el Rata repitió esas palabras.

No era la primera vez que el Rata despotricaba de los ricos: es más, los odiaba con todas sus fuerzas. De hecho, el mismo Rata pertenecía a una familia bastante adinerada, pero cada vez que se lo hacía notar, me decía: «No es culpa mía». A veces (generalmente, cuando yo había bebido más cerveza de la cuenta) le replicaba: «Sí, sí que es culpa tuya» y, luego, invariablemente, me sentía fatal. Porque el Rata no dejaba de tener sus razones.

—¿Y tú por qué crees que odio a los ricos?

Aquella noche, el Rata prosiguió su discurso. Era la primera vez que lo llevaba más lejos.

Negué con la cabeza en señal de ignorancia.

—Porque, hablando claro, los ricos no piensan. Ésos, si no tienen una linterna y una regla, no atinan a rascarse el culo.

«Hablando claro» era la expresión favorita del Rata.

—¿Ah, sí?

—No piensan nada que valga la pena. Sólo simulan que piensan… ¿Y eso por qué te crees que es?

—¡Uf! Pues…

—Pues porque no les hace ninguna falta. Para hacerte rico necesitas un poco de cabeza, claro. Pero, para seguir siéndolo, no necesitas nada de nada. Igual que un satélite artificial no necesita gasolina. Le basta con dar vueltas y vueltas alrededor del mismo sitio. Pero ¿sabes?, yo no soy así. Y tú también eres distinto. Para vivir, tenemos que pensar todo el rato. Desde el tiempo que hará mañana hasta el tamaño del tapón del baño. ¿O no?

—Sí —dije.

—Pues a eso me refiero.

Cuando el Rata concluyó cuanto quería decir, se sacó del bolsillo un pañuelo de papel y se sonó la nariz ruidosamente y con aire de fastidio. Yo era incapaz de discernir hasta qué punto estaba hablando en serio.

—Bueno, en definitiva, todos nos moriremos —aventuré yo.

—Pues sí. Todos nos moriremos un día u otro. Pero ¿sabes?, antes tienes que vivir unos cincuenta años, y vivir cincuenta años pensando en ello todo el rato es, hablando claro, mucho más cansador que vivir cinco mil años sin pensar en nada. ¿O no?

Tenía razón.