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Si empiezo a hablar, es posible que me alargue un poco. Tengo veintiún años.
Todavía soy joven, pero no tanto como antes. Si eso me preocupase, la única opción que me quedaría sería saltar al vacío desde la azotea del Empire State Building un domingo por la mañana.
Una vez, escuché este chiste en una vieja película sobre la Gran Depresión del 29: «¿Sabes? Cuando paso por debajo del Empire State Building, siempre abro el paraguas. Como no para de caer gente desde lo alto…».
Tengo veintiún años y, de momento, ni se me ha pasado por la cabeza morirme. Hasta ahora me he acostado con tres chicas.
La primera fue una compañera de clase del instituto. Teníamos diecisiete años y estábamos convencidos de que nos queríamos. Un anochecer, al abrigo de unos arbustos, ella se quitó los zapatos sin cordones, se quitó los calcetines blancos de algodón, se quitó el vestido verde pálido de percal, se quitó una extraña ropa interior, de una talla que claramente no era la suya, y, tras titubear un instante, se quitó el reloj de pulsera. Luego nos abrazamos sobre la edición matutina del Asahi Shimbun.
Pocos meses después de terminar el bachillerato nos separamos de repente. No recuerdo la razón. Era una de esas razones que pronto se olvidan. No la he vuelto a ver más. Las noches en que no puedo dormir, a veces, pienso en ella. Sólo eso.
La segunda fue una hippy que conocí en la estación del metro de Shinjuku. Tenía dieciséis años, estaba sin blanca y sin un techo bajo el que dormir. Por no tener, apenas tenía pecho, pero sí unos bonitos ojos de mirada inteligente. Aquella noche, el barrio de Shinjuku estaba sacudido por una de las manifestaciones más violentas de la época, así que trenes, autobuses y demás, todo estaba completamente paralizado.
—Si nos quedamos por aquí, nos detendrán —le dije. Ella estaba acurrucada en uno de los accesos al metro leyendo un periódico deportivo que había cogido de un cubo de basura.
—Al menos, la poli nos dará algo de comer.
—Pero nos hará pasar un mal rato.
—Yo ya estoy acostumbrada.
Encendí un cigarrillo, le ofrecí otro. Los ojos me picaban mucho por los gases lacrimógenos.
—¿No has comido?
—Desde esta mañana.
—Oye, voy a darte algo de comer. Pero tenemos que salir de aquí.
—¿Por qué quieres darme de comer?
—Pues…
Ni siquiera yo lo sabía, pero la arrastré afuera y fuimos andando hasta Mejiro por calles que habían quedado desiertas.
Esa chica terriblemente taciturna se quedó en mi apartamento una semana. Todos los días se despertaba pasadas las doce, comía y fumaba, leía distraídamente un libro, veía la televisión y, de vez en cuando, se acostaba conmigo con desgana. Su única propiedad era una bolsa blanca de lona donde no llevaba más que una cazadora gruesa, dos camisetas, unos vaqueros, tres bragas sucias y una caja de tampones.
—¿De dónde eres? —le pregunté un día.
—De un lugar que tú no conoces.
Tras darme esa respuesta, no añadió nada más.
Un día, cuando volví del supermercado con una bolsa llena de comida entre los brazos, ella había desaparecido. Su bolsa blanca también había desaparecido. Aparte de eso, también faltaban varias cosas más. Unas cuantas monedas que había esparcidas por encima de la mesa, una cajetilla de tabaco y, además, una camiseta mía recién lavada. Sobre la mesa, a modo de nota, había un pedazo de papel con una sola palabra: CERDO. Debía de referirse a mí.
La tercera fue una estudiante de filología francesa que conocí en la biblioteca de la universidad, pero se ahorcó en un bosquecillo miserable, junto a unas pistas de tenis, un año más tarde durante las vacaciones de primavera. No descubrieron su cuerpo hasta que empezó el nuevo curso, tras permanecer allí colgado, balanceándose a merced del viento, dos semanas enteras. Aún ahora, en cuanto cae el crepúsculo, nadie se acerca al bosquecillo.