Sobre el nacimiento del pinball

Es muy probable que el nombre Raymond Moloney no le suene a nadie.

Tal persona existió en el pasado y murió. Eso seguro. Su vida apenas es conocida. Menos conocida aún que la de la araña de agua que habita el fondo de profundos pozos.

Sin embargo, es un hecho real que la primera máquina pinball de la historia llegó a este sucio mundo desde las doradas nubes de la tecnología de la mano de este personaje en 1934. Y que, en este mismo año, al otro lado del enorme charco del océano Atlántico, Adolf Hitler se disponía a agarrar el primer peldaño de la escala de cuerda de Weimar.

En fin, no es que la vida de Raymond Moloney esté teñida con la misma aura mítica de los hermanos Wright o de Graham Bell. Ni tiene anécdotas conmovedoras de sus años de adolescencia, ni teatrales eurekas. Sólo se menciona su nombre en la primera página de un texto especializado escrito para unos lectores escasos y caprichosos. «En 1934, Raymond Moloney inventó la primera máquina pinball». Ni siquiera aparece su fotografía. Y, por supuesto, no tiene ni retrato ni estatua de bronce.

Quizá pienses lo siguiente. Que si el señor Moloney no hubiera existido, la historia de las máquinas pinball habría sido muy distinta. Más aún, que tal vez ni siquiera hubiesen existido. Y si nuestra valoración del señor Moloney es injusta, ¿no será esto, entonces, un acto de ingratitud? Sin embargo, si tienes la ocasión de contemplar un Bally Hoo, el primer modelo de pinball creado por el señor Moloney, estoy seguro de que tus dudas se desvanecerán. Porque no posee ni uno solo de los elementos susceptibles de excitar nuestra imaginación.

La trayectoria de la máquina pinball y la de Hitler muestran puntos en común. Coinciden en que la aparición de ambos en este mundo, como una efervescencia de la época, fue recibida con cautela, y en que aquello que les confirió un aura mítica fue más la rapidez de sus progresos que sus propias cualidades. Una evolución que, por supuesto, se sustentaba sobre tres ruedas: la tecnología, la inversión de capital y, además, los apetitos básicos de la gente.

La gente fue innovando a una velocidad de vértigo la sencilla máquina pinball, que sin duda tenía semejanzas con el muñeco de barro primigenio. Alguien gritó: «¡Hágase la luz!», otro gritó: «¡Hágase la electricidad!», otro gritó: «¡Háganse los flippers!». Y la luz iluminó el tablero, la electricidad desvió la bola magnéticamente, los dos brazos de los flippers la golpearon.

La suma de los puntos convirtió la destreza en el juego en cifras, la luz centelleante que aparecía con la palabra TILT penalizaba si alguien sacudía la máquina con excesivo entusiasmo. A continuación nació el concepto metafísico llamado secuencia y, a partir de aquí, surgieron diversas escuelas llamadas bonus light, extra ball y replay. Y, en aquel momento, las máquinas pinball empezaron a dotarse de cierto poder oculto.

Ésta es una novela sobre la máquina pinball.

En el prefacio de Bonus Light, un trabajo de investigación sobre la máquina pinball, se lee lo siguiente:

«De una máquina pinball no obtendrás casi nada. Sólo tu orgullo traducido en cifras. Sí vas a perder, en cambio, muchas cosas. Una cantidad de monedas de cobre suficiente para erigir estatuas para todos los presidentes de la historia (siempre que realmente te apetezca levantarle una estatua a Richard M. Nixon) y un tiempo precioso imposible de recuperar.

»Mientras tú te aplicas a este desgaste solitario ante la máquina pinball, otros están leyendo a Proust. Y otros, quizá, se estén entregando a salvajes tocamientos mientras ven Valor de ley en un autocine. Y tal vez algunos acaben siendo escritores testigos de su época o formando un matrimonio feliz.

»Sin embargo, la máquina pinball no te lleva a ninguna parte. Sólo a lograr que se encienda la luz de replay (jugada extra). Replay, replay, replay… Parece que el juego de pinball, en sí, se proponga alcanzar la eternidad.

»Y, sobre la eternidad, nosotros lo desconocemos casi todo. Aunque podamos hacer conjeturas sobre su sombra.

»El objetivo del pinball no es la autoexpresión sino la autotransformación. No es la expansión del ego, sino su contención. No es el análisis, sino la generalización.

»Si lo que tú buscas es la expresión de ti mismo, la expansión de tu ego o alguna forma de análisis, recibirás, sin clemencia, una sanción mediante la palabra TILT centelleando.

»Que tengas una buena jugada».