18
Sonó el teléfono.
Estaba medio dormido en el sillón de mimbre con la mirada perdida en el libro abierto. Había caído un aguacero de verano, había empapado con sus gruesos goterones las hojas de los árboles del jardín y se había ido. Tras la lluvia empezó a soplar un húmedo viento del sur que olía a mar y hacía temblar débilmente las cortinas y las hojas de las plantas ornamentales de las macetas que se alineaban en el porche.
—Hola —dijo una mujer. Hablaba como quien deposita con cuidado una copa de fino cristal sobre una mesa de equilibrio precario—. ¿Te acuerdas de mí?
Simulé que pensaba un poco.
—¿Cómo va la venta de discos?
—No muy bien… Es por la crisis, seguro. Nadie escucha discos.
—Ya.
Ella estaba dando golpecitos con las uñas en el auricular.
—Me ha costado mucho averiguar tu número de teléfono.
—¿Ah, sí?
—He preguntado en el Jay’s Bar. El barman se lo ha pedido a un amigo tuyo. A uno alto, un poco raro. Uno que estaba leyendo a Molière.
—No me digas.
Silencio.
—Todos te echaban de menos. Decían que debías de encontrarte mal. Como no has ido durante toda la semana…
—No sabía que fuera tan popular.
—… ¿Estás enfadado conmigo?
—¿Por qué?
—Porque te dije cosas terribles. Quería pedirte disculpas.
—Oye, por mí no te preocupes. Y si insistes en ello, ve al parque y dales de comer a las palomas.
Al otro lado del auricular se oyó cómo ella suspiraba y encendía un cigarrillo. Al fondo, sonaba Nashville Skyline, de Bob Dylan. Debía de estar llamándome desde la tienda.
—La cuestión no es cómo te sientes tú. Es que yo creía que lo mínimo que podía hacer era decírtelo —replicó ella de un tirón.
—Eres muy severa contigo misma.
—Sí, intento serlo siempre. —Enmudeció unos instantes—. ¿Podemos vernos esta noche?
—De acuerdo.
—¿Quedamos en el Jay’s Bar a las ocho? ¿Te va bien?
—Vale.
—… ¿Sabes? Es que me han pasado cosas muy desagradables.
—Lo entiendo.
—Gracias.
Y colgó.