9

Ella tardó todavía tres horas en despertarse. Y, entonces, necesitó otros cinco minutos para ordenar, más o menos, sus ideas. Entretanto, yo permanecí inmóvil, con los brazos cruzados, contemplando cómo las gruesas nubes que flotaban en el horizonte iban cambiando de forma y discurrían hacia el este.

Poco después, cuando me volví, ella estaba envuelta hasta el cuello en la colcha y alzaba hacia mí sus inexpresivos ojos mientras luchaba contra los vapores del whisky que aún tenía en el fondo del estómago.

—¿Y tú… quién eres?

—¿No te acuerdas?

Negó con un solo movimiento de cabeza. Encendí un cigarrillo y le ofrecí otro, pero ella lo rechazó.

—Explícamelo todo.

—¿Desde qué momento?

—Desde el principio.

No tenía la menor idea de en qué punto había comenzado todo ni de cómo debía contárselo para que me entendiera. Podía salir bien o ser un desastre. Tras reflexionar diez segundos, empecé a hablar.

—Ayer fue un día agradable pese al calor. Por la tarde estuve nadando en la piscina y, después de volver a casa y echarme un rato la siesta, comí algo. Serían las ocho pasadas. Cogí el coche, salí a dar una vuelta. Me detuve en el paseo marítimo y me quedé un rato contemplando el mar mientras escuchaba la radio. Siempre hago lo mismo.

»Media hora después, me entraron ganas de ver gente. Cuando llevo un buen rato contemplando el mar, me entran ganas de ver gente; cuando llevo un buen rato con gente, me entran ganas de contemplar el mar. Es curioso. Así que decidí ir al Jay’s Bar. También me apetecía tomarme una cerveza, y allí, normalmente, suelo encontrarme a un amigo. Pero no estaba. Así que decidí beber solo. En una hora me tomé tres cervezas.

Al llegar a este punto me interrumpí, dejé caer la ceniza del cigarrillo en el cenicero.

—Por cierto, ¿has leído La gata sobre el tejado de zinc?

No me respondió. Con los ojos clavados en el techo y la colcha estrechamente enrollada alrededor de su cuerpo, parecía una sirena arrojada a la playa. Sin darle importancia, proseguí.

—Es que cada vez que bebo solo me acuerdo de esta obra. Para ver si, al llegar a cierto punto, oigo un clic dentro de mi cabeza y empiezo a sentirme mejor. Pero, en la práctica, eso no funciona. Jamás he oído algo, ¿sabes? En fin que, entre una cosa y otra, me harté de esperar, así que llamé a casa de mi amigo. Quería proponerle que viniera a tomarse unas copas conmigo. Pero fue una mujer la que se puso al teléfono. Me produjo una sensación muy rara. Porque él no es de ese tipo. Es de los que contestaría él mismo a la llamada aunque hubiera llevado cincuenta mujeres a su casa y estuviera borracho perdido. ¿Comprendes?

»Fingí que me había equivocado de número, pedí disculpas y colgué. Al hacerlo, me entró un ligero malhumor. Aunque no sé por qué, la verdad. Y me tomé otra cerveza. Pero el malhumor no se me pasó. Entiendo que era una estupidez, claro. Pero así sucedió. Al acabarme la cerveza llamé a Jay, pagué la cuenta y decidí volver a casa, escuchar los resultados del béisbol en las noticias deportivas y acostarme. Jay me dijo que me lavara la cara. Está convencido de que si te lavas la cara, podrás conducir aunque te hayas bebido una caja entera de cervezas. No me quedó más remedio que ir a lavarme la cara al lavabo. A decir verdad, no tenía ninguna intención de lavármela. Sólo fingiría hacerlo. Es que el lavabo tiene el desagüe atascado y siempre está lleno de agua. No me apetecía nada entrar allí. Pero anoche, cosa rara, no había agua. A cambio, estabas tú tirada por el suelo.

Con un suspiro, ella cerró los ojos.

—¿Y entonces?

—Te incorporé, te saqué del lavabo y fui por todo el bar preguntando si te conocían. Pero nadie sabía quién eras. Después, Jay y yo te curamos la herida.

—¿La herida?

—Al caer al suelo te golpeaste la cabeza con el canto de algo. Pero no era gran cosa.

Ella asintió, sacó una mano de debajo de la colcha y, con la yema de los dedos, se palpó suavemente la herida de la frente.

—Entonces Jay y yo hablamos sobre lo que teníamos que hacer. Al final, decidimos que yo te llevara en mi coche a tu casa. Volcamos el contenido del bolso sobre la mesa y encontramos un monedero, un llavero y una postal dirigida a ti. Pagué tu cuenta con el dinero del monedero, te acompañé hasta aquí, a la dirección que había escrita en la postal, abrí con la llave y te acosté. Sólo eso. La cuenta está dentro del bolso.

Ella lanzó un profundo suspiro.

—¿Y por qué te quedaste?

—¿…?

—¿Por qué no te esfumaste después de traerme a casa?

—Un amigo mío murió de intoxicación etílica aguda. Se había hinchado a beber whisky y, tras despedirse tranquilamente de la gente, se fue andando y llegó a su casa sin problemas, ¿sabes? Se cepilló los dientes, se puso el pijama, se fue a dormir. Por la mañana, lo encontraron frío, tieso. ¡Ah! El funeral fue magnífico.

—Y, entonces, tú te quedaste velándome toda la noche, ¿no?

—La verdad es que pensaba volver a casa alrededor de las cuatro. Pero me quedé dormido. Esta mañana, al despertarme, quería irme. Pero al final no lo he hecho.

—¿Por qué?

—Porque he pensado que, como mínimo, tenía que explicarte qué había pasado.

Eres muy amable, ¿no?

Encogiéndome de hombros, me tragué el veneno que rezumaban sus palabras. Dirigí los ojos hacia las nubes.

—Yo… ¿dije algo? —preguntó.

—Algo, sí.

—¿Qué?

—Algunas cosas. Pero ya no me acuerdo. Nada importante.

Todavía con los ojos cerrados, dejó escapar un gemido desde el fondo de su garganta.

—¿Y la postal?

—Está en el bolso.

—¿La leíste?

—¡Pero qué dices!

—¿Por qué no?

—¿Qué necesidad tenía de leerla?

Le respondí con hastío. En el tono de su voz había algo que me irritaba. Aunque, aparte de eso, ella me hacía sentir cierta nostalgia. De algo que pertenecía a un pasado remoto. Como si creyera que, de habernos encontrado en circunstancias más normales, tal vez hubiésemos podido pasar juntos unas horas mejores. Una sensación así. Pero, en realidad, no recordaba en qué consistía encontrarse con una chica en circunstancias normales.

—¿Qué hora es? —me preguntó.

Sintiendo cierto alivio me levanté y, después de mirar el reloj eléctrico de encima de la mesa, le llené un vaso de agua y volví a la cama.

—Las nueve.

Tras asentir con lasitud, ella se incorporó sobre la cama y, apoyada en la pared, se bebió toda el agua de golpe, sin respirar.

—¿Bebí mucho?

—Bastante. Yo, en tu lugar, estaría muerto.

—Yo estoy a punto, no creas.

Cogió un cigarrillo de la cajetilla que estaba a la cabecera de la cama, lo encendió y, después de exhalar una bocanada de humo junto con un suspiro, arrojó de pronto la cerilla hacia el puerto a través de la ventana abierta.

—Pásame algo para vestirme.

—¿Qué?

Todavía con el cigarrillo entre los labios, volvió a cerrar los ojos.

—Cualquier cosa. Y, por favor, no me hagas preguntas.

Abrí la puerta del armario ropero que estaba frente a la cama y, tras titubear unos instantes, elegí un vestido azul sin mangas y se lo di. Ella, sin ponerse siquiera ropa interior, se lo pasó, tal cual, por la cabeza, se cerró ella misma de un tirón la cremallera de la espalda y suspiró de nuevo.

—Tengo que irme.

—¿Adónde?

—A trabajar.

Soltó estas palabras como si las escupiera y luego se levantó tambaleante de la cama. Yo, sentado aún en el borde del lecho, me quedé mirando, sin más, cómo se lavaba la cara y se cepillaba el pelo.

La habitación estaba ordenada, pero sólo hasta cierto punto, como si no valiese la pena el esfuerzo. Un aire de resignación ante lo inevitable flotaba por su interior y me oprimía.

En aquel pequeño cuarto, atestado de muebles de mala calidad, apenas quedaba el espacio suficiente para que se tendiera una persona. Ella estaba ahí, de pie, peinándose.

—¿De qué trabajas?

—Y a ti qué te importa.

Tenía razón.

Enmudecí durante el tiempo que tarda un cigarrillo en consumirse por completo. Dándome la espalda, ella iba resiguiendo ante el espejo las negras líneas que le habían aparecido bajo los ojos con las yemas de los dedos.

—¿Qué hora es? —preguntó de nuevo.

—Poco más de las diez.

—Ya no tengo tiempo. Rápido, vístete tú también y vete a tu casa —dijo ella rociándose con un espray agua de colonia en las axilas—. Porque tendrás casa, supongo.

Le dije que sí, que tenía casa. Me pasé la camiseta por la cabeza y, sentado todavía en la cama, volví a mirar hacia fuera.

—¿Adónde vas?

—Cerca del puerto. ¿Por qué?

—Te llevo en coche. Así no llegarás tarde.

Asiendo el cepillo del pelo con una mano, me miró fijamente con ojos de echarse a llorar de un momento a otro. Yo me dije que, si lloraba, seguro que luego se sentiría mejor. Pero no lo hizo.

—Oye, quiero que te quede clara una cosa. Ya sé que bebí más de la cuenta y que estaba borracha. Así que, si sucedió algo desagradable, la culpa es mía.

Tras decirlo, se golpeó repetidas veces, de modo casi mecánico, la palma de la mano con el mango del cepillo del pelo. Esperé en silencio a que prosiguiera.

—¿No es así?

—Sí, así es.

—Pero un tipo que se acuesta con una chica inconsciente… Eso es lo último.

—¡Pero si no he hecho nada!

Ella enmudeció unos instantes para controlar su nerviosismo.

—¿Y cómo es que estaba desnuda?

—Te desnudaste tú sola.

—No me lo creo.

Arrojó con violencia el cepillo sobre la cama, embutió en el bolso el monedero, el lápiz de labios, un analgésico y otros pequeños objetos.

—¿Puedes demostrar que realmente no hiciste nada?

—Puedes averiguarlo por ti misma.

—¿Cómo?

Ella parecía muy enfadada.

—Te lo juro.

—No me lo creo.

—Pues no te queda más remedio que creerme.

Me había puesto de malhumor.

Ella no añadió nada más, me hizo salir y cerró la puerta con llave.

Sin despegar los labios, recorrimos el camino asfaltado que bordeaba el río hasta el descampado donde había dejado el coche.

Mientras yo limpiaba el polvo del parabrisas con un pañuelo de papel, ella rodeó el coche despacio, con recelo y, tras dar la vuelta, se quedó mirando fijamente, durante unos instantes, la gran cara de vaca de color blanco que había pintada en el capó. La vaca llevaba un gran aro en la nariz y sonreía, sosteniendo una rosa blanca entre los dientes. Su sonrisa era terriblemente vulgar.

—¿La has pintado tú?

—No. El propietario anterior.

—¿Y por qué pintaría una vaca?

—¡Uf! Pues… —dije yo.

Ella retrocedió dos pasos, contempló de nuevo el dibujo de la vaca, apretó los labios como si se arrepintiera de haber hablado demasiado y se subió al coche.

Dentro del coche hacía un calor espantoso y, hasta que llegamos al puerto, ella permaneció muda, secándose con una toallita el sudor que le caía a chorros y fumando sin cesar. Encendía un cigarrillo y, tras dar tres caladas, observaba con atención el carmín que manchaba el filtro, aplastaba el cigarrillo en el cenicero del coche y encendía otro.

—Oye, volviendo a lo de anoche, ¿de qué diablos hablaba?

Me lo preguntó de pronto, cuando llegó el momento de apearse del coche.

—Pues de varias cosas.

—¿De qué? Dime una al menos.

—Hablabas de Kennedy.

—¿De Kennedy?

—De John F. Kennedy.

Ella sacudió la cabeza y suspiró.

—No me acuerdo de nada.

Antes de bajar del coche incrustó, sin decir una palabra, un billete de mil yenes detrás del retrovisor.