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Aparte de los que venían a ofrecerte que te suscribieras a un periódico, nadie llamaba a mi puerta. Por lo tanto, no sólo no abría, sino que ni siquiera me molestaba en contestar.
Sin embargo, aquel domingo por la mañana alguien golpeó la puerta treinta y cinco veces seguidas. Qué remedio. Con los ojos medio cerrados, salté de la cama y abrí la puerta apoyándome casi en ella. En el corredor había plantado un hombre de unos cuarenta años que llevaba un mono de trabajo de color gris y sostenía un casco en la mano como quien abraza un perrito.
—Soy de la compañía telefónica —dijo el hombre—. Vengo a cambiar el cuadro de distribución.
Asentí. Era un hombre de tez negruzca, de esos que, por más que se afeiten, siempre van mal afeitados. Tenía barba hasta debajo mismo de los ojos. Me inspiró cierta lástima, pero yo estaba muerto de sueño, por haber estado jugando al backgammon con las gemelas hasta las cuatro de la madrugada.
—¿No puede venir por la tarde?
—Tendría que ser ahora. Si no, me hará ir mal.
—¿Por qué?
Tras rebuscar confusamente dentro del bolsillo exterior del pantalón, a la altura del muslo, me mostró un cuaderno negro.
—Tengo programado el trabajo del día. Cuando acabe en este barrio, debo trasladarme enseguida a otro. Mire.
Desde el lado opuesto, eché un vistazo al cuaderno. En efecto, mi apartamento era el único que quedaba en aquel barrio.
—¿En qué consiste?
—Es algo sencillo. Saco el cuadro de distribución, corto la línea y la reconecto al nuevo. Sólo eso. Cosa de diez minutos.
Tras reflexionar un instante, sacudí la cabeza en ademán negativo, tal como era de esperar.
—El de ahora no tiene ningún problema.
—El de ahora es un modelo anticuado.
—No me importa que sea un modelo anticuado.
—¿Sabe, caballero? —dijo el hombre y se quedó pensando unos instantes—, ése no es el caso. Es que representa un problema para los demás.
—¿De qué tipo?
—Todos los cuadros de distribución están conectados a una enorme computadora de la oficina central. Y su casa es la única que emite señales distintas. Y esto causa muchos problemas. ¿Lo comprende?
—Comprendo. Es un asunto de unificación de hardware y software, ¿no?
—Ya que lo entiende, ¿me dejará entrar?
Me resigné a abrir la puerta para dejar pasar al hombre.
—Pero ¿cómo es que el cuadro de distribución está en mi piso? —le pregunté—. Tendría que estar en la portería o en algún otro lugar por el estilo, ¿no le parece?
—Normalmente, sí —respondió el hombre mientras inspeccionaba al detalle las paredes de la cocina en busca del cuadro de distribución—. Pero todo el mundo lo considera un estorbo, porque normalmente no se utiliza y abulta mucho.
Asentí. El hombre se subió en calcetines a una silla de la cocina y registró el techo. Pero no encontró nada.
—Esto parece la búsqueda del tesoro. La gente embute el cuadro de distribución en los lugares más insospechados. ¡Una verdadera pena! Y luego van y meten en sus casas un piano estúpidamente grande y, sobre él, colocan una muñeca dentro de una caja de cristal. No hay quien lo entienda.
Estuve de acuerdo. El hombre dejó de buscar por la cocina y, moviendo la cabeza, se dirigió a la habitación y abrió la puerta.
—Mire, por ejemplo, el cuadro de distribución de la casa adonde he ido antes era digno de lástima. ¿Sabe dónde lo habían metido? Ni siquiera yo, que ya estoy acostumbrado… —Tras pronunciar estas palabras, el hombre contuvo el aliento.
En un rincón del dormitorio había una cama enorme y las dos gemelas estaban, una al lado de la otra, dejando un sitio en medio para mí y asomando la cabeza bajo la manta. El técnico, estupefacto, fue incapaz de abrir la boca durante quince segundos. Las gemelas también callaban. Así que tuve que ser yo quien rompiera el silencio.
—Eee… Este caballero ha venido a hacer una reparación de la línea telefónica.
—Encantada —dijo la de la derecha.
—Muchas gracias —dijo la de la izquierda.
—Ha venido a cambiar el cuadro de distribución —aclaré yo.
—¿El cuadro de distribución?
—¿Y eso qué es?
—La máquina que controla los circuitos de la línea telefónica.
Las dos dijeron que ni idea. Así que dejé que el técnico prosiguiera con la explicación.
—Pues… En resumen, allí se juntan un montón de líneas telefónicas. Es, como si dijéramos, una mamá perro, ¿vale? Y debajo tiene muchos cachorrillos. Lo entienden, ¿verdad?
—¿…?
—No lo entiendo.
—Y… entonces, la mamá perro tiene que alimentar a todos los cachorrillos. Si mamá perro muere, los cachorrillos también morirán. Y cuando la mamá se está muriendo, nosotros vamos y la reemplazamos por otra.
—¡Qué bonito!
—¡Fantástico!
Incluso yo me quedé admirado.
—Por esta razón estoy hoy aquí. Siento mucho haber interrumpido su descanso.
—No tiene importancia.
—¡Quiero verlo!
Aliviado, el hombre se enjugó el sudor con una toalla y barrió el interior de la habitación con la vista.
—Bueno, tengo que buscar el cuadro de distribución.
—No hay ninguna necesidad de buscarlo —dijo la de la derecha.
—Está en el fondo del armario empotrado. Tiene que sacar unas tablas —prosiguió la de la izquierda.
Me quedé atónito.
—Pero ¿cómo es que vosotras lo sabéis? No lo sabía ni yo.
—¡Pero si es el cuadro de distribución!
—¡Algo superconocido!
—¡Me rindo! —exclamó el operario.
Unos diez minutos después, el trabajo había terminado. Mientras tanto, las dos gemelas, con las mejillas pegadas una a la otra, no pararon de cuchichear y de soltar risitas sofocadas. Por su culpa, el hombre había fallado un montón de veces en la conexión de los cables. Cuando acabó, las gemelas se enfundaron las sudaderas y los vaqueros dentro de la cama, fueron a la cocina y prepararon café para todos.
Le ofrecí al técnico un trozo de tarta danesa que quedaba. La aceptó muy complacido y se la tomó junto con el café.
—Lo siento. Es que no había tomado nada desde la mañana.
—¿No está casado? —preguntó la 208.
—Sí, sí lo estoy. Pero los domingos por la mañana mi mujer no se levanta a prepararme nada.
—¡Qué pena! —dijo la 209.
—Y yo, los domingos, no es que trabaje por gusto.
—¿Le apetece un huevo duro? —le pregunté, compadecido yo también.
—No, muchas gracias. Ya han sido demasiado generosos conmigo.
—No pasa nada —dije yo—. Total, vamos a preparar para todos.
—En ese caso, lo acepto encantado. Pasado por agua, por favor.
Mientras descascarillaba el huevo, el hombre siguió hablando.
—¿Saben? Llevo veintiún años yendo de casa en casa y ésta es la primera vez que veo algo parecido.
—¿Qué?
—En resumen… A alguien que estaba acostado con un par de gemelas. Para usted debe de ser muy duro, ¿verdad, caballero?
—¡Qué va! —exclamé sorbiendo la segunda taza de café.
—¿De verdad?
—De verdad.
—Es que él es increíble —dijo la 208.
—Una bestia —dijo la 209.
—¡Me rindo! —exclamó el hombre.
Creo que se quedó totalmente apabullado. La prueba es que se le olvidó el cuadro de distribución viejo. O quizá lo dejara como muestra de agradecimiento por el desayuno. En todo caso, las gemelas se pasaron el día jugando con él. Una hacía de mamá perro, la otra de cachorrillo, y se iban diciendo no sé qué cosas ininteligibles la una a la otra.
No pude sumarme a ellas porque tuve que pasarme la tarde haciendo una traducción que me había llevado a casa. Como los estudiantes que me ayudaban con los borradores estaban de exámenes trimestrales, el trabajo se me había acumulado un horror. Trabajé a buen ritmo, pero, pasadas las tres, empecé a flaquear, igual que si se me hubiesen agotado las pilas, y, a las cuatro, estaba muerto de cansancio. No podía avanzar una sola línea más.
Resignado, hinqué los codos en el cristal que recubría mi escritorio y me fumé un cigarrillo con los ojos clavados en el techo. El humo vagaba lentamente en la apacible luz de la tarde como si fuera un ectoplasma. Bajo el cristal, había insertado un pequeño calendario que me habían dado en el banco. Septiembre de 1973… Parecía un sueño. 1973. Ni siquiera se me había pasado por la cabeza que existiera de verdad aquel año. Al pensarlo, no sé por qué, me embargó una increíble sensación de pasmo.
—¿Qué te pasa? —me preguntó la 208.
—Debe de ser el cansancio. ¿Tomamos un café?
Las dos asintieron, fueron a la cocina y, mientras una molía el grano, la otra ponía el agua a hervir y calentaba las tazas. Nos sentamos en el suelo, en fila, junto a la ventana, nos tomamos el café caliente.
—¿No te encuentras bien? —dijo la 209.
—Eso parece —dije yo.
—Está débil —dijo la 208.
—¿Qué?
—El cuadro de distribución.
—La mamá perro.
Lancé un suspiro desde el fondo de mi vientre.
—¿Lo creéis de verdad?
Las dos asintieron.
—Se está muriendo.
—Sí.
—¿Qué creéis que deberíamos hacer?
Las dos negaron con la cabeza.
—No lo sé.
Fumé en silencio.
—¿Vamos a pasear por el campo de golf? Hoy es domingo y quizás haya muchas bolas perdidas.
Después de jugar alrededor de una hora al backgammon, saltamos por encima de la verja metálica del recinto y caminamos por el campo de golf, ya desierto debido al crepúsculo. Silbé dos veces It’s so Peaceful in the Country, de Mildred Bailey. «¡Qué melodía tan bonita!», exclamaron ambas. Pero no logramos encontrar una sola bola. Era uno de esos días. Seguro que en Tokio se habían dado cita los mejores golfistas. O quizás en el campo de golf habían empezado a criar sabuesos buscabolas. Descorazonados, volvimos al apartamento.