13
Un día, algo cautiva nuestro interés. Cualquier cosa. Algo insignificante. Un capullo de rosa, un sombrero perdido, un jersey que nos gustaba de niños, un viejo disco de Gene Pitney… Una sucesión de pequeñas cosas que no van a ninguna parte. Durante dos o tres días, aquello ronda por nuestra mente y, luego, vuelve a su lugar de origen… La oscuridad. En nuestro corazón hay innumerables pozos abiertos que sobrevuelan los pájaros.
Lo que me cautivó a mí aquel domingo de otoño al atardecer fue, ni más ni menos, una máquina pinball. Las gemelas y yo estábamos contemplando la puesta de sol sobre el césped del hoyo número ocho del campo de golf. El número ocho era un hoyo largo, de par cinco, sin obstáculos ni declives del terreno. Sólo una calle, similar al corredor de una escuela de primaria, extendiéndose en línea recta. En el hoyo número siete, un estudiante del barrio hace prácticas de flauta, y con aquella patética escala musical de dos octavas como telón de fondo, el sol se disponía a ocultarse tras la loma. Por qué fue precisamente entonces cuando una mesa de pinball despertó mi interés, lo ignoro. Más aún: con el paso del tiempo, la imagen de la máquina pinball fue ocupando un espacio cada vez mayor en mi corazón. Al cerrar los ojos oía cómo la bola rebotaba, junto a mi oído, en los bumpers y cómo el marcador iba arrojando los puntos.
En 1970, justo la época en que el Rata y yo bebíamos una cerveza tras otra en el Jay’s Bar, yo no fui jamás un jugador empedernido de pinball. La mesa del Jay’s Bar contaba con tres flippers, un modelo poco frecuente en aquella época llamado «Space Ship». El tablero estaba dividido en una parte superior y otra inferior; en la superior había un flipper; en la inferior, dos. Era un modelo de una época pacífica y feliz, previa a la inflación electrónica que el estado sólido introdujo en el mundo del pinball. Hay una fotografía del Rata junto a la máquina de cuando éste había perdido el juicio por las pinballs; una fotografía para celebrar su mejor resultado: 92.500 puntos. Apoyado en la mesa, el Rata sonríe alegremente, y la máquina pinball sonríe a su vez mostrando la cifra: 92.500. Es la única fotografía entrañable que saqué con mi cámara Kodak de bolsillo. El Rata parece un rey del aire de la segunda guerra mundial. Y la máquina pinball parece un antiguo caza. Uno de aquellos cazas en que los mecánicos hacían girar la hélice con la mano, y en que, al despegar, los pilotos cerraban de golpe la caja de la carlinga. La cifra 92.500 forjaba un vínculo entre el Rata y la pinball, y creaba una atmósfera de vaga intimidad.
Una vez a la semana, aparecía por el Jay’s Bar un empleado de la compañía de máquinas pinball que hacía a la vez de recaudador y de mecánico. Era un hombre de unos treinta años, de una delgadez anormal, que apenas hablaba con nadie. Entraba en el bar y, sin mirar siquiera a Jay, abría con una llave la tapa que se encontraba debajo de la mesa de pinball y, con un entrechocar de monedas, vaciaba su contenido en una gran bolsa de lona. Luego cogía una de las monedas y la arrojaba dentro de la máquina para revisar su funcionamiento. Tras comprobar el estado del muelle del resorte unas dos o tres veces, lanzaba la bola con cara de absoluta indiferencia. Hacía rebotar la bola contra los bumpers para revisar el estado de los imanes, la hacía recorrer todos los carriles y abatir todas las dianas. Drop targets, kickout holes, lotto target… Al final, cuando se encendía la luz de bonus light, en su rostro aparecía una expresión que venía a decir: «Bueno, ya está», dejaba que cayera la bola en el carril de bola perdida y terminaba la jugada. Acto seguido, se volvía hacia Jay, asentía como diciéndole: «Todo está en orden», y se iba. No tardaba más que el tiempo de consumir medio cigarrillo.
Yo me olvidaba hasta de sacudir la ceniza, el Rata, hasta de beber cerveza: ambos nos quedábamos mirando boquiabiertos aquella técnica soberbia.
—Parece un sueño —decía el Rata—. Con una habilidad como ésa se pueden conseguir fácilmente ciento cincuenta mil puntos. ¡Qué va! Quizá doscientos mil.
—Claro. Es un profesional —lo consolaba yo. Pero era en vano. El orgullo del rey de los pilotos ya no se recuperaría jamás.
—Comparado con esto, lo mío es como agarrar el dedo meñique de una mujer —decía el Rata y enmudecía. Y quedaba inmerso en un eterno sueño de marcadores que sobrepasaban las seis cifras.
—Para él, sólo es un trabajo. —Yo no cejaba en mi empeño de convencerlo—. Al principio, quizá fuera divertido. Pero imagínate haciendo lo mismo de la mañana a la noche. Cualquiera acabaría harto.
—No —decía el Rata sacudiendo la cabeza—. Yo no me hartaría.