36

Caminamos unos treinta minutos hasta llegar a su apartamento.

La noche era agradable y, tras el llanto, ella estaba de sorprendente buen humor. En el camino de vuelta entramos en varias tiendas y compramos algunas chucherías de dudosa utilidad: un dentífrico con sabor a fresa, una vistosa toalla de playa, varios tipos de puzles daneses, un bolígrafo de seis colores… Y con todo eso entre los brazos subimos la cuesta, deteniéndonos de vez en cuando y volviéndonos hacia el puerto.

—Oye, ¿el coche lo dejas allí?

—Ya lo recogeré más tarde.

—¿No podrías ir a buscarlo mañana por la mañana?

—Ningún problema.

Luego, recorrimos despacio el camino que nos quedaba.

—Esta noche no quiero estar sola —me dijo mientras nos dirigíamos hacia la calle pavimentada.

Asentí.

—Entonces no podrás limpiarle los zapatos a tu padre.

—Por un día, puede limpiárselos él mismo.

—¿Se los limpiará? ¿Él?

—Sí, es muy cumplidor.

Era una noche tranquila.

Ella se dio lentamente la vuelta en la cama y me pegó la punta de la nariz en el hombro derecho.

—Tengo frío.

—¿Frío? Pero si estamos a treinta grados.

—No sé. Tengo frío.

Alcancé la colcha que habíamos arrojado a los pies de la cama, se la subí hasta los hombros y la abracé. Temblaba de pies a cabeza.

—¿No estarás enferma?

Ella sacudió ligeramente la cabeza.

—Es que tengo miedo.

—¿De qué?

—De todo. ¿Tú no tienes miedo?

—Miedo, no.

Enmudeció. Como si sopesara con la palma de la mano el sentido de mi respuesta.

—¿Tienes ganas de hacer el amor conmigo?

—Sí.

—Lo siento. Hoy no puedo.

Manteniéndola todavía abrazada, moví la cabeza en signo afirmativo.

—Es que acaban de operarme.

—¿Un aborto?

—Sí.

Aflojó la presión de los brazos con los que me ceñía la espalda y, con la yema del dedo, empezó a dibujarme pequeños círculos en la parte posterior del hombro.

—Es extraño. No recuerdo nada.

—¿No?

—De él. Lo he olvidado por completo. Ni siquiera me acuerdo de su cara.

Le acaricié el pelo con la palma de la mano.

—Me dio la impresión de que podía enamorarme de él. Sólo por unos instantes… ¿Te has enamorado alguna vez?

—Sí.

—¿Te acuerdas de su cara?

Intenté recordar los rostros de las tres chicas, pero, cosa curiosa, no logré recordar con nitidez a ninguna de ellas.

—No —dije.

—Es extraño. ¿Por qué será?

—Quizá porque así es más cómodo.

Todavía con una mejilla pegada a mi pecho, asintió con varios movimientos de cabeza.

—Oye, si tienes muchas ganas, hay otras cosas que…

—No, no te preocupes.

—¿De verdad?

—Sí.

Ella volvió a abrazarme con fuerza la espalda. Noté sus senos en la boca del estómago. Tenía unas ganas irresistibles de tomarme una cerveza.

—Hace muchos años que las cosas empezaron a ir mal.

—¿Cuántos años?

—Doce o trece… Desde el momento en que mi padre se puso enfermo. No tengo un solo recuerdo anterior. Desde entonces sólo me han pasado cosas desagradables. Es como si a mi alrededor soplaran vientos desfavorables.

—Pero la dirección del viento cambia.

—¿De verdad lo crees?

—Algún día…

Enmudeció. Aquel silencio árido como el desierto succionó mis palabras en un santiamén y en mi boca sólo quedó un regusto desagradable.

—Eso es lo que he intentado creer un montón de veces. Pero ¿sabes?, nunca me ha funcionado. He intentado que me gustara alguien, he procurado ser paciente. Pero…

Nos quedamos abrazados sin añadir nada más. Ella apoyó la cabeza sobre mi pecho y, con los labios suavemente pegados a mi pezón, se quedó inmóvil durante un buen rato, como si durmiera.

Permaneció en silencio mucho tiempo, durante mucho mucho tiempo. Medio adormilado, yo contemplaba el techo oscuro.

—¡Mamá! —susurró débilmente en sueños. Estaba dormida.