20

Estaba sentada a la barra del Jay’s Bar con aire incómodo, removiendo con la pajita el fondo del vaso de ginger-ale cuyo hielo se había derretido casi por completo.

—Pensaba que ya no vendrías.

Me lo dijo con cierta sensación de alivio cuando me senté a su lado.

—Yo no voy dando plantones a la gente. Me he retrasado porque tenía algo que hacer.

—¿Qué?

—Zapatos. Limpiar zapatos.

—¿Esas zapatillas de deporte? —me preguntó con aire suspicaz señalando mis zapatillas.

—¡Qué va! Los zapatos de mi padre. Es un precepto familiar. Todo hijo limpiará los zapatos del padre.

—¿Por qué?

—¡Uf! Pues… Los zapatos deben de ser el símbolo de algo. En fin, sea como sea, mi padre viene cada día a casa a las ocho. Y yo siempre le limpio los zapatos y salgo luego volando a tomarme unas cervezas.

—Es una buena costumbre.

—¿Tú crees?

—Sí. Tendrías que estarle agradecido a tu padre.

—Siempre le agradezco que sólo tenga dos pies.

Ella soltó una risilla sofocada.

—Seguro que sois una familia fantástica.

—Sí. Y cuando pienso que, aparte de fantástica, es pobre, entonces se me saltan las lágrimas de la alegría.

Ella seguía removiendo el ginger-ale con el extremo de la pajita.

—Pero mi familia es mucho más pobre todavía.

—¿Cómo lo sabes?

—Por el olor. Al igual que los ricos huelen a los ricos, los pobres podemos distinguir a los pobres por el olor.

Me serví en el vaso la cerveza que acababa de traerme Jay.

—¿Dónde están tus padres?

—No quiero hablar de ello.

—¿Por qué?

—Las personas que son como deben ser no van contándoles a los demás las miserias de su familia, ¿no?

—¿Tú eres como debes ser?

Reflexionó durante unos quince segundos antes de contestar:

—Lo intento. Bastante en serio. Como todo el mundo, ¿no?

Opté por no responder a eso.

—Pero es mejor que me lo cuentes —dije.

—¿Por qué?

—En primer lugar, porque, de todos modos, algún día acabarás contándoselo a alguien y, en segundo lugar, porque yo no se lo contaré a nadie.

Sonriendo, encendió un cigarrillo y, mientras daba tres caladas, se quedó contemplando las vetas de los paneles de madera que recubrían la pared.

—Mi padre murió hace cinco años de un cáncer cerebral. Fue horrible. Se pasó dos años enteros sufriendo. Por culpa de la enfermedad, nos gastamos todo el dinero que teníamos. Todo, hasta el último céntimo. Además, la familia quedó tan hecha polvo que se desintegró. Suele pasar, ¿no?

Asentí.

—¿Y tu madre?

—Está viva en alguna parte. Por Año Nuevo me envía siempre una postal de felicitación.

—Parece que no te gusta demasiado.

—Pues no.

—¿Tienes hermanos?

—Sólo una hermana gemela.

—¿Dónde está?

—Lejos. A años luz. —Al decir aquello, rió nerviosamente y apartó su vaso de ginger-ale—. La verdad es que hablar mal de la familia no es buena idea. Te voy a deprimir.

—No te preocupes. Todos cargamos con algo.

—¿Tú también?

—Sí. Siempre me pongo a llorar aferrado al bote de espuma de afeitar.

Ella rió, divertida. Era la risa de quien no se había reído en años.

—Oye, ¿y cómo es que estás tomando ginger-ale? —le pregunté—. No me digas que no bebes.

—¡Hum!… Pues ésa era mi intención. Pero ya basta.

—¿Qué vas a tomar?

—Un vino blanco muy frío.

Llamé a Jay, le pedí otra cerveza y un vino blanco.

—Oye, ¿qué se siente al tener una hermana gemela?

—Pues es una sensación extraña. Tienes la misma cara, el mismo coeficiente intelectual, la misma talla de sujetador… Siempre me ha fastidiado, la verdad.

—¿Os confundían a menudo?

—Sí. Hasta los ocho años. Desde que, a esa edad, me quedé con nueve dedos, nadie volvió a equivocarse.

Al decir aquello puso con cuidado las dos manos juntas sobre la barra, como un concertista de piano que estuviera concentrándose. Le tomé la mano izquierda y la examiné con atención bajo la luz. Era una mano pequeña y fría, como una copa de cóctel, y, en ella, los cuatro dedos estaban dispuestos de un modo tan agradable y natural que parecía que fuera de nacimiento. De una naturalidad casi milagrosa. Al menos muchísimo más convincente que si hubiera tenido seis dedos.

—A los ocho años metí el dedo meñique dentro del motor de la aspiradora. Salió despedido por los aires.

—¿Y ahora dónde está?

—¿El qué?

—El dedo meñique.

—No me acuerdo —dijo, y se echó a reír—. Eres la primera persona que me lo pregunta.

—¿Te molesta no tener dedo meñique?

—Sí, cuando me pongo guantes.

—¿Y aparte de eso?

Ella sacudió la cabeza.

—Si te dijera que en absoluto, te estaría mintiendo. Pero no más de lo que a otras chicas puede importarles tener el cuello grueso o las piernas peludas.

Asentí.

—¿Y tú qué haces?

—Voy a la universidad. En Tokio.

—Vamos, que ahora estás de vuelta a casa, ¿no?

—Sí.

—¿Y qué estudias?

—Biología. Me gustan mucho los animales.

—A mí también.

Me bebí de un trago la cerveza que tenía en el vaso, piqué una patata frita.

—¿Sabes?… En Bhagalpur, en la India, había un famoso leopardo que, en tres años, devoró a trescientos cincuenta indios.

—¿Ah, sí?

—Y Jim Corbett, el coronel inglés al que acudieron para que acabara con la fiera, mató en ocho años, incluyendo a éste, ciento veinticinco leopardos y tigres. ¿Te siguen gustando los animales?

Ella aplastó la colilla en el cenicero y, tras tomar un sorbo de vino blanco, me miró fijamente a la cara con admiración.

—Tú, realmente, eres un poco raro, ¿sabes?