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La lluvia que caía sin interrupción desde hacía días cesó de repente el viernes al atardecer. La ciudad que tenía a sus pies al mirar por la ventana se veía totalmente hinchada tras haber absorbido el agua de la lluvia hasta hartarse. La luz del ocaso confería un extraño matiz a las nubes que justo empezaban a abrirse y su reflejo teñía el interior de la habitación del mismo color.
El Rata se deslizó un anorak por la cabeza sobre la camiseta y salió a la ciudad. Las calles asfaltadas, llenas de plácidos charcos, se extendían, negruzcas, hasta el infinito. La ciudad olía al crepúsculo que sigue a la lluvia. Los pinos que flanqueaban el río estaban empapados y las puntas verdes de las agujas dejaban caer gotas minúsculas. El agua de lluvia teñida de color marrón había afluido al río y, ahora, se deslizaba hacia el mar por el cauce de hormigón.
El crepúsculo llegaba a su fin y un empapado manto de oscuridad empezó a cubrir los alrededores. La humedad iba convirtiéndose rápidamente en niebla.
Sacando el codo por la ventanilla, el Rata recorría despacio la ciudad. La blanca niebla se iba extendiendo por la cuesta de Yamanote, en dirección al oeste. Al final, bajó hasta la costa a lo largo del cauce del río. Detuvo el coche junto al rompeolas, reclinó el asiento y se fumó un cigarrillo. La playa, los bloques de cemento del dique, los árboles de protección contra la arena, todo estaba mojado y teñido de negro. A través de las persianas de la casa de la mujer se filtraba una cálida luz amarillenta. Miró el reloj de pulsera. Las siete y cuarto. La hora en que la gente acaba de cenar y se dispone a fundirse en la cálida intimidad de sus hogares.
El Rata cruzó las manos detrás de la cabeza, cerró los ojos e intentó recordar cómo era la casa de la mujer. No había estado más que un par de veces y sus recuerdos eran inciertos. Al abrir la puerta, había una cocina-comedor de unos seis tatami… Un mantel de color naranja, macetas con plantas decorativas, cuatro sillas, zumo de naranja y un periódico encima de la mesa, una tetera de acero inoxidable… Todo en un orden escrupuloso, sin una mancha… Al fondo, dos habitaciones convertidas en una tras quitar el tabique que las separaba. El escritorio, largo y estrecho, cubierto con una lámina de cristal y, encima…, tres jarras de cerveza de artesanía. Dentro de ellas se apiñaban diversos lápices, reglas, plumas de dibujo. En una bandeja, gomas de borrar, pisapapeles, líquido corrector, viejas facturas, cinta adhesiva, clips de distintos colores… También un sacapuntas, sellos.
Junto a la mesa, un tablero de dibujo muy usado, una lámpara de brazo largo. La pantalla era… verde. En la pared del fondo había una cama. Una pequeña cama de madera blanca de estilo nórdico. Cuando se subían encima dos personas, rechinaba como la barca de un parque.
Con el paso de las horas, la niebla iba haciéndose más densa. Una oscuridad lechosa fluía despacio por la playa. De vez en cuando se aproximaba por delante la luz amarillenta del faro antiniebla y barría despacio el costado del coche del Rata. Las minúsculas gotas que penetraban por la ventanilla mojaban todo lo que había en el interior del coche. Los asientos, el parabrisas, el anorak, el tabaco que llevaba en el bolsillo, absolutamente todo. Las sirenas para la niebla de los buques de carga anclados en alta mar empezaron a lanzar agudos lamentos parecidos a los de un ternero que se hubiera separado del rebaño. Las sirenas atravesaban las tinieblas con notas altas o bajas de la escala musical y se perdían en dirección a la montaña.
Y, en la pared de la izquierda…, siguió pensando el Rata. Una estantería, un pequeño equipo de música y discos. También el armario ropero. Dos reproducciones de Ben Shahn. En la estantería no había buenos libros. La mayoría eran obras especializadas en arquitectura. Junto con libros de viajes, guías turísticas, diarios de viajes, mapas, algunos best sellers. Una biografía de Mozart, partituras musicales, diccionarios… En la solapa de un diccionario de francés figuraban unas palabras de dedicatoria a un galardonado. Casi todos los discos eran de Bach, Haydn y Mozart. Además de otros recuerdos de su adolescencia. Pat Boone, Bobby Darin, The Platters.
Aquí, el Rata llegó a un punto muerto. Faltaba algo. Y, encima, era algo importante. Por su culpa, el conjunto de la casa flotaba por el aire sin visos de realidad. ¿Qué era? OK. Espera un momento… Seguro que me acordaré. La luz y… la moqueta. ¿Qué luz había? ¿De qué color era la moqueta?… No logró recordarlo de ninguna de las maneras.
El Rata sintió el impulso de abrir la portezuela del coche, cruzar el bosquecillo de prevención contra la arena, llamar a la puerta de la casa y comprobar cómo eran la luz y el color de la moqueta. ¡Qué estupidez! Volvió a recostarse en el asiento y dirigió, ahora, la mirada hacia el mar. Sobre la negra superficie del océano, aparte de la blanca niebla, no se veía absolutamente nada. Sólo, al fondo, la luz anaranjada del faro repetía su seguro parpadeo como el latido de un corazón.
La casa de la mujer, desprovista de techo y de suelo, flotó vagamente por la oscuridad durante unos instantes. Y, poco a poco, partiendo de los pequeños detalles, la imagen fue palideciendo hasta que acabó borrándose por completo.
El Rata volvió la cabeza hacia el techo y cerró los ojos despacio. Después, como si cortara la corriente, apagó todas las luces del interior de su cabeza y enterró su corazón en una nueva oscuridad.