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Habrá muchas maneras de distinguir a un par de gemelas, claro está, pero yo desgraciadamente no conocía ninguna. La cara, la voz, el peinado…, aparte de ser iguales en todo, tenían incluso los mismos lunares e idénticas manchas de nacimiento. Estaba en un callejón sin salida. Eran copias perfectas. Ofrecían la misma respuesta a ciertos estímulos y en cuanto a la comida, la bebida, las canciones que cantaban, las horas de sueño y hasta los días de la menstruación, eran los mismos. Qué representa ser gemelo es un asunto que sobrepasa mi capacidad de imaginación. Pero si tuviera un hermano gemelo y ambos fuésemos idénticos en todo, seguro que me hallaría sumido en una confusión terrible. Es posible que me causara grandes problemas respecto a mi propia identidad.
Sin embargo, ellas llevaban una vida extremadamente apacible y, cuando se daban cuenta de que no las distinguía, se sorprendían muchísimo e, incluso, se enfadaban.
—Pero si somos muy distintas.
—Es como si fuésemos otra persona.
Yo me encogía de hombros sin decir palabra.
No sé cuánto tiempo ha transcurrido desde que las dos se me metieron en casa. Desde que he empezado a vivir con ellas, mi propia percepción del tiempo ha ido retrocediendo a ojos vistas. Me pregunto si no será exactamente así como percibe el tiempo un ser vivo que se reproduce por división celular.
Mi amigo y yo alquilamos un piso en la calle que sube la cuesta que va de Shibuya a Nanpeidai y abrimos una pequeña agencia de traducciones. El capital procedía del padre de mi amigo, aunque tampoco se trataba de una suma exorbitante. Aparte del dinero de la fianza del piso, sólo compramos tres mesas metálicas, unos diez diccionarios, el teléfono y media docena de botellas de bourbon. Con el dinero que sobró encargamos un letrero metálico, hicimos grabar el nombre que más nos gustó, lo colgamos en la fachada, publicamos algunos anuncios en los periódicos y, después, con los cuatro pies apoyados sobre la mesa, nos dispusimos a esperar a los clientes mientras nos tomábamos un whisky. Era la primavera de 1972.
Meses más tarde nos dimos cuenta de que habíamos encontrado un filón. Nuestra modesta oficina empezó a recibir una cantidad asombrosa de encargos. Con los ingresos, instalamos aire acondicionado, pusimos nevera y una barra.
—Somos unos triunfadores —me dijo mi amigo.
Aquello me llenó de satisfacción. Era la primera vez en mi vida que alguien me dedicaba unas palabras tan reconfortantes.
Mi amigo negoció con un conocido suyo que tenía una imprenta y consiguió un descuento a cambio de encargarle la impresión de todos los documentos traducidos que necesitasen editarse. Yo reuní un grupo de buenos estudiantes de las facultades de lenguas extranjeras y les confié los primeros borradores de las traducciones a las que yo no daba abasto. Contraté a una administrativa y le encargué algunas pequeñas tareas, la contabilidad y los contactos con los clientes. Era una chica recién salida de la Escuela Comercial de Negocios, atenta, de piernas largas, que, dejando de lado el hecho de tararear Penny Lane veinte veces al día, no tenía defecto alguno. «Ya. Es natural», decía mi amigo. Porque el sueldo que le pagábamos nosotros era un cincuenta por ciento más alto que la media, recibía paga extraordinaria cinco meses y contaba con diez días de vacaciones en verano y en invierno. Por esta razón, los tres vivíamos satisfechos y felices, cada uno con lo suyo.
El lugar de trabajo era un piso de dos habitaciones más una cocina-comedor, pero lo curioso era que la cocina-comedor se encontraba entre las otras dos piezas. Nos lo jugamos a suertes con unas cerillas, a mí me tocó la habitación del fondo y, a mi amigo, la que estaba más cerca del recibidor. La chica se instaló en la cocina-comedor de en medio y empezó a llevar los libros de contabilidad, a preparar whiskies con hielo y a montar trampas para cucarachas mientras tarareaba Penny Lane.
Con el dinero para los gastos adquirí un par de bandejas archivadoras y las coloqué a ambos lados de la mesa: en la de la izquierda apilé las traducciones por hacer; en la de la derecha, los trabajos terminados.
Tanto los tipos de textos que traducíamos como las personas que nos los encargaban eran muy variados. Desde artículos de American Science sobre la resistencia a la presión de los cojinetes de bolas, el Libro de los cócteles de América de 1972, explicaciones sobre cómo darles el mejor uso a las maquinillas de afeitar, a un ensayo de William Styron… Al lado izquierdo de mi mesa se amontonaba todo tipo de textos con una etiqueta que indicaba «para tal día de tal mes», y cuando llegaba el momento pertinente, pasaban al lado derecho. Y yo, cada vez que terminaba un trabajo, me tomaba un dedo de whisky.
No había necesidad de romperse la cabeza. Éste era el punto a destacar sobre el nivel de las traducciones que realizábamos. Tenías una moneda en la mano izquierda y, ¡pam!, la ponías sobre la mano derecha, retirabas la mano izquierda y la moneda se quedaba en la derecha. Eso era todo.
A las diez entraba en la oficina; a las cuatro salía. Los sábados íbamos los tres a una discoteca cercana y bailábamos al ritmo de grupos de la estela de Santana mientras nos tomábamos unos J&B.
Los ingresos no estaban mal. De los ingresos restábamos el alquiler de la oficina, los reducidos gastos, el sueldo de la chica, la paga de los estudiantes y, además, los impuestos. El resto lo dividíamos en diez partes iguales: una para los fondos de la empresa, cinco para él y cuatro para mí. Poner el dinero en metálico sobre la mesa e ir dividiéndolo en partes iguales era un método algo primitivo, pero muy divertido. A mí me recordaba la escena de la partida de póquer entre Steve McQueen y Edward G. Robinson en El rey del juego.
La proporción «él, cinco; yo, cuatro» me parecía muy justa. La administración sustancial del negocio recaía en él y, cuando yo bebía demasiado whisky, él siempre me aguantaba sin protestar. Además, mi amigo cargaba sobre sus espaldas con una mujer enfermiza, un niño de tres años y un Volkswagen que siempre estaba averiado, y por si eso no fuera suficiente, siempre estaba dispuesto a hallar nuevos motivos de preocupación.
—Pero es que yo estoy manteniendo a un par de gemelas —le dije un día, pero él no me creyó, por supuesto. Cogió cinco partes y yo cuatro, como de costumbre.
Así crucé la linde de la mitad de la veintena. Aquéllos fueron unos días tan apacibles como un rincón soleado por la tarde.
«No existe un texto escrito por una persona que no pueda entender otra». Éste era el glorioso eslogan publicitario que figuraba en nuestros folletos de impresión tricolor.
Una vez cada medio año llegaba una época de total inactividad y, entonces, los tres nos plantábamos delante de la estación de Shibuya y repartíamos folletos para matar el aburrimiento.
¿Durante cuánto tiempo continuaron las cosas así? Yo avanzaba a través de un silencio que se extendía hasta el infinito. Al acabar de trabajar volvía a mi apartamento y releía la Crítica de la razón pura mientras tomaba el delicioso café que me habían preparado las gemelas.
A veces, cosas que habían pasado el día antes es como si hubiesen sucedido el año pasado y cosas del año pasado es como si hubiesen sucedido el día antes. En momentos muy duros, incluso los sucesos del año próximo parecía que hubiesen ocurrido el día antes. Mientras traducía «Sobre Polanski», de Kenneth Tynan, publicado en el número de septiembre de 1971 de la revista Esquire, no paraban de venirme a la cabeza los cojinetes de bolas.
Durante muchos meses, durante muchos años, permanecí sentado, solo, en el fondo de una profunda piscina. El agua templada, la tenue luz y el silencio. El silencio…
Sólo había una manera de distinguir a las gemelas. Por la sudadera que llevaban. Eran unas sudaderas de color azul marino completamente desteñidas, pero en el pecho tenían unos números en blanco. Una, el 208; y la otra, el 209. El dos estaba sobre su pezón derecho, el ocho o el nueve, sobre su pezón izquierdo. El cero quedaba emparedado entre los otros dos.
El primer día les pregunté qué significaban aquellos números. Ellas me respondieron que no significaban nada.
—Parecen los números de serie de una máquina.
—¿A qué te refieres? —me preguntó una.
—Vamos, pues a que hay mucha gente que lleva los mismos números que vosotras. El doscientos ocho y el doscientos nueve.
—¡No me digas! —exclamó la 209.
—Desde que nacimos, estamos sólo las dos —dijo la 208—. Además, estas sudaderas nos las dieron.
—¿Dónde? —pregunté yo.
—En la inauguración de un supermercado. Las repartían gratis a los primeros que llegaban.
—Yo fui la clienta número doscientos nueve —dijo la 209.
—Yo fui la clienta número doscientos ocho —dijo la 208.
—Entre las dos compramos tres cajas de pañuelos de papel.
—¡OK! Hagamos lo siguiente —propuse—. A ti te llamaré doscientos ocho. Y a ti, doscientos nueve. Así os podré distinguir a la una de la otra. —Señalé los dos números.
—No. Que no —dijo una.
—¿Por qué?
Las dos se quitaron las sudaderas en silencio, se las intercambiaron y volvieron a deslizárselas por la cabeza.
—Soy la doscientos ocho —dijo la 209.
—Y la doscientos nueve soy yo —dijo la 208.
Lancé un suspiro.
Sin embargo, cuando debía identificarlas por necesidad, no tenía más remedio que recurrir al número. Porque ése era el único modo posible de hacerlo.
Aparte de la sudadera, no tenían casi nada que ponerse. Era como si, dando un paseo, hubiesen entrado en alguna casa y allí se hubiesen quedado. De hecho, la realidad no era muy distinta. A principios de semana les daba algún dinerillo para que adquiriesen lo que necesitaban, pero ellas, aparte de lo necesario para comer, sólo compraban galletas de crema de café.
—Es un problema estar sin ropa, ¿verdad? —les pregunté.
—¡No, qué va! —respondió la 208.
—A nosotras no nos interesa la ropa —dijo la 209.
Una vez a la semana, las pobres chicas lavaban sus sudaderas en la bañera. Al alzar la vista de la Crítica de la razón pura que yo estaba leyendo en la cama, las veía desnudas sobre las baldosas del baño, la una junto a la otra, lavando sus sudaderas. En aquellos instantes tenía la sensación de que había ido muy lejos. No sé por qué. Desde que el verano anterior había perdido la funda de un diente bajo el trampolín de la piscina, de vez en cuando me embarga esta sensación.
Al volver del trabajo solía encontrarme las sudaderas con los números 208 y 209 tendidas en la ventana que daba al sur. Y entonces, a veces, hasta se me saltaban las lágrimas.
¿Por qué os habéis instalado en mi casa? ¿Hasta cuándo tenéis intención de permanecer aquí? Y, ante todo, ¿quiénes sois?, ¿qué edad tenéis?, ¿dónde habéis nacido?… Jamás les pregunté nada de eso. Ellas tampoco me contaron nada.
Los tres nos pasábamos las mañanas tomando café, paseando al atardecer por el campo de golf buscando pelotas perdidas y bromeando por la noche en la cama. El plato fuerte era la hora diaria que me dedicaba a explicarles las noticias del periódico. Me sorprendía lo ignorantes que eran. Ni siquiera distinguían Birmania de Australia. Me llevó tres días convencerlas de que Vietnam estaba dividido en dos y de que las dos partes estaban en guerra, y otros cuatro explicarles por qué Nixon había bombardeado Hanói.
—¿Tú a cuál de los dos apoyas? —preguntó la 208.
—¿A cuál de los dos?
—Sí. ¿Al Sur o al Norte? —dijo la 209.
—Uf, pues no sé.
—¿Por qué?
—Porque yo no vivo en Vietnam.
Mi explicación no convenció a ninguna de las dos. Tampoco a mí.
—Se pelean porque piensan diferente, ¿no es así? —prosiguió la 208.
—También se puede ver de esta manera.
—Vamos, que tienen ideas enfrentadas, ¿no es verdad?
—Sí. Pero en este mundo habrá un millón doscientas mil ideas contrapuestas. No, posiblemente haya muchísimas más.
—¿Significa esto que no se puede ser amigo de casi nadie? —dijo la 209.
—Es posible —repuse—. No se puede ser amigo de casi nadie.
Éste era el tipo de vida que llevaba en los años setenta. Dostoievski lo había profetizado, yo lo había adoptado.