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El faro deshabitado se alzaba, solitario, en un extremo del largo y serpenteante malecón. Medía apenas tres metros, no era muy grande. Algunos barcos pesqueros habían utilizado aquel faro antes de que el mar empezara a contaminarse y los peces desaparecieran por completo de la playa. Allá no había nada que pudiera llamarse puerto. En lugar de eso, los pescadores habían montado en la playa, fuera del agua, unas sencillas estructuras de madera parecidas a raíles y arrastraban por ellas sus barcas fuera del agua tirando de maromas y con la ayuda de un torno. Cerca de la orilla había tres casas de pescadores y, en la parte interior del rompeolas, la morralla pescada durante la mañana se secaba embutida dentro de cajas de madera.

Hubo tres razones, fundamentalmente, que llevaron a los pescadores a abandonar la zona: la extinción de la pesca, el absurdo rechazo de los ciudadanos a la existencia de una aldea pesquera en la zona residencial urbana y el hecho de que levantar cabañas en la playa fuera considerado ocupación ilegal del suelo municipal. Corría el año 1962. No hay modo de saber adónde fueron. Las tres cabañas fueron demolidas sin más y las viejas barcas de pesca, sin uso que darles ni lugar donde tirarlas, quedaron en los bosquecillos de la playa y se convirtieron en zona de juegos para los niños.

Tras la desaparición de las barcas pesqueras, los únicos barcos que siguieron utilizando el faro fueron algún yate que vagaba por la costa o algún buque mercante que fondeaba fuera del puerto huyendo de la espesa niebla o de los tifones. También es posible que sirviera para algo más.

El faro era achaparrado, negro, de forma similar a una campana invertida. También se parecía a un hombre que estuviera reflexionando visto de espaldas. En las horas en que el azul del cielo se difuminaba dentro de la pálida luz crepuscular, en el asa de la campana se encendía una luz anaranjada que empezaba a girar lentamente. El faro siempre captaba el instante preciso del ocaso. Tanto en el magnífico arrebol de la tarde como en la oscura llovizna, el faro siempre captaba el instante en que la luz y las tinieblas se mezclan y las tinieblas se disponen a trascender a la luz.

Cuando era un muchacho, el Rata iba muchísimas veces a la playa al atardecer, sólo para presenciar ese instante. En las tardes en que las olas no eran altas, caminaba hasta el faro contando las desgastadas piedras del suelo del malecón. Incluso se podía ver bajo la superficie del agua del mar, sorprendentemente cristalina, los primeros bancos de peces del otoño. Después de trazar innumerables círculos junto al malecón como si estuviesen buscando algo, los peces desaparecían en dirección a alta mar.

Cuando finalmente alcanzaba el faro, el Rata tomaba asiento en el extremo del malecón y miraba despacio a su alrededor. Por el cielo teñido hasta donde alcanzaba la vista de color azul oscuro, discurrían hebras de delgadas nubes como pintadas con brocha. Aquel azul parecía no tener fin, y eso provocaba en el muchacho un involuntario temblor en las piernas. Un temblor que podía haber sido de pánico. El aroma del mar, el color del viento, todo era sorprendentemente nítido. Después, poco a poco, tomándose su tiempo, cuando se había familiarizado con el paisaje que lo rodeaba, él volvía despacio la mirada atrás. Y entonces contemplaba su propio mundo, tan alejado de las profundidades del mar. La blanca arena y el rompeolas, los bosquecillos de verdes pinos que se extendían, chatos, como si los hubiesen aplastado, y, a sus espaldas, la cadena de montañas negro azulada, vuelta hacia el cielo, dibujándose con nítidos trazos.

A mano izquierda se divisaba a lo lejos el enorme puerto con sus innumerables grúas, diques flotantes, contenedores, buques mercantes y altos rascacielos. A mano derecha, a lo largo de la línea costera arqueada hacia el interior, se sucedían la zona residencial, los muelles donde fondeaban los yates, viejos almacenes de fabricantes de bebidas alcohólicas y, lindando con todo ello, depósitos esféricos de la zona industrial y altas chimeneas que se alzaban en fila, cuya humareda blanca cubría vagamente el cielo. Para el Rata, a los diez años, eso era el fin del mundo.

Durante su infancia, desde la primavera hasta principios de otoño, el Rata visitaba el faro con asiduidad. Los días de fuerte oleaje, las salpicaduras del agua le mojaban los pies, el viento ululaba sobre su cabeza y las piedras cubiertas de musgo hacían que sus pequeños pies resbalaran. A pesar de ello, para él el camino que llevaba al faro era algo íntimo y familiar. Tomaba asiento en el extremo del malecón, aguzaba el oído al rumor de las olas, contemplaba las nubes del cielo y los bancos de pequeños jureles, y arrojaba las piedrecillas que llevaba embutidas en el bolsillo en dirección a alta mar.

Cuando la oscuridad se adueñaba del cielo, él regresaba a su propio mundo, desandando la misma senda. Y, a medio camino, una indefinible sensación de soledad inundaba siempre su corazón. Porque sentía que el mundo que le aguardaba era demasiado extenso, demasiado poderoso, y que no le dejaba espacio para refugiarse.

La casa de la mujer se encontraba cerca del malecón. Cada vez que iba allí, el Rata se acordaba de los vagos deseos de su infancia, del olor del atardecer. Detenía el coche en el camino de la costa, cruzaba los ralos bosques de pinos que se alineaban sobre el arenal para fijar el terreno. Bajo sus pies, la arena despedía un seco crujido.

El apartamento se levantaba en la zona donde antaño estaban las cabañas de los pescadores. Un sitio donde, si excavabas unos metros, salía agua de mar de color marrón rojizo. En el jardín delantero había plantados unos cañacoros, tan lánguidos que dirías que alguien los había pisoteado. El apartamento de la mujer estaba en el primer piso y los días de ventisca ráfagas de fina arena golpeaban los cristales de las ventanas. Era un apartamento pequeño y confortable, orientado hacia el sur, pero en el cual, por alguna misteriosa razón, flotaba un aire lúgubre.

—Es culpa del mar —decía ella—. Está demasiado cerca. El olor del agua salada, el viento, el rumor de las olas, el olor a pescado… Todo.

—A pescado no huele —decía el Rata.

—Sí que huele —replicaba ella. Tiraba de un cordón y cerraba la persiana de golpe—. Si vivieras aquí, te darías cuenta.

La arena golpeaba las ventanas.