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Durante el invierno de 1970 sucumbí de lleno al embrujo de las pinball. Tengo la sensación de que aquel medio año me lo pasé metido en un oscuro agujero. Como si hubiera excavado un hoyo a medida en medio de un prado, me hubiera enterrado dentro y hubiera cerrado los oídos a cualquier sonido. No había absolutamente nada que cautivara mi interés. Y cuando caía la noche, me despertaba, me ponía el abrigo y pasaba las horas en un rincón de una sala de juegos.

Por fin había encontrado la máquina «Space Ship» de tres flippers, el mismo modelo que había en el Jay’s Bar. Cuando introducía una moneda y pulsaba el botón de play, la máquina, con un estremecimiento, producía una serie de sonidos mientras levantaba diez dianas, apagaba la luz de bonus light, hacía retroceder el contador a los seis ceros y enviaba la primera bola al carril. Tras un número infinito de monedas arrojadas a la máquina, justo un mes después, un atardecer de principios de invierno en el que caía una lluvia fría e incesante, el marcador, como si fuera un globo aerostático que arrojara el último saco de arena, alcanzó las seis cifras.

Aparté mis dedos temblorosos de los flippers, como si los arrancara, me recosté en la pared y, mientras bebía una lata de cerveza fría como el hielo, me quedé un buen rato con los ojos clavados en los seis dígitos que configuraban en el marcador la cifra 105.220.

Así empezó mi breve luna de miel con la máquina pinball. Apenas aparecía por la universidad, me gastaba en la máquina la mitad de lo que ganaba con mi trabajo por horas. Dominaba la mayoría de las técnicas de juego —hugging, pass, trapp, stop shot—. A mis espaldas, siempre tenía a alguien mirando. Incluso había una estudiante de bachillerato con los labios pintados de rojo que apretaba sus suaves pechos contra mi brazo.

Cuando el marcador arrojó los 150.000 puntos ya había llegado el invierno de verdad. En aquella gélida y semidesierta sala de juegos me envolvía en una trenca, me subía la bufanda hasta las orejas y me fundía en un abrazo con mi máquina pinball. Mi rostro, que veía a veces de pasada reflejado en el espejo del lavabo, era delgado y huesudo, tenía la piel terriblemente reseca. Después de tres partidas, hacía siempre una pausa recostado en la pared y me bebía una cerveza tiritando. El último trago de cerveza me sabía siempre a plomo. Sembraba el suelo de colillas, mordisqueaba un perrito caliente que llevaba embutido en el bolsillo.

Era maravillosa. La «Space Ship» de tres flippers… Sólo yo la comprendía y sólo ella me comprendía a mí. Cada vez que pulsaba el botón de play, ella marcaba seis ceros con un agradable sonido y me dirigía una sonrisa. Yo tiraba del resorte con una precisión milimétrica, lanzaba la reluciente bola plateada al campo de juego a través del carril. Y, mientras la bola recorría el tablero, mi corazón alcanzaba una libertad sin límites, igual que si hubiese fumado hachís de primera calidad.

A mi mente afloraban y se desvanecían pensamientos deshilvanados. En el cristal que cubría el tablero se dibujaban y se desvanecían figuras humanas. La lámina de cristal reflejaba mi corazón, como un espejo doble que proyectara mis sueños, y parpadeaba al compás de los bumpers y de las bonus light.

«No es culpa tuya», me decía ella. Y sacudía la cabeza repetidas veces. «No tienes nada que reprocharte. ¿Acaso no has hecho todo lo posible?».

«No es verdad», decía yo. El flipper de la izquierda, tap transfer, diana número 9. «No es verdad. No he conseguido absolutamente nada. No he podido mover ni un solo dedo. Pero, si lo hubiese intentado, lo habría conseguido».

«Es muy poco lo que el ser humano puede hacer», decía ella.

«Tal vez», respondía yo. «Pero no ha terminado nada. Seguro que todo seguirá igual, eternamente». Return lane, trap, kick-out holes, rebound, hugging, diana número 6… Bonus light. 121.150.

«Se acabó. Todo, todo», decía ella.

En febrero del año siguiente, ella desapareció. La sala de juegos fue derribada y, al mes, en su lugar, había una tienda de donuts de las que están abiertas toda la noche. Una tienda de ésas en que las chicas llevan un uniforme con un estampado que parece sacado de una cortina y que te sirven donuts secos en platos decorados con el mismo dibujo. Estudiantes de bachillerato que habían aparcado sus motocicletas en fila frente a la fachada, conductores en servicio nocturno, hippies pasados de moda y mujeres empleadas en bares de copas se congregaban allí a tomar café con idéntica expresión de hastío. Yo pedí un café malo y un donut de canela, y le pregunté a la camarera si sabía algo de la sala de juegos.

Me dirigió una mirada de desagrado. La misma mirada que si estuviese contemplando un donut tirado en el suelo.

—¿Una sala de juegos?

—Sí, una que había aquí hasta hace poco.

—Ni idea. —Sacudió la cabeza con cara de sueño. Aquí nadie se acuerda de lo del mes anterior. Así es esta ciudad.

Recorrí las calles con ánimo sombrío. Nadie conocía el paradero de la «Space Ship» de tres flippers.

Y yo dejé las pinball. Llegado el momento, todo el mundo las deja. Sólo eso.