44
Algunas siluetas, porque son más alargadas o más frágiles, atraen la mirada. La mujer era rubia, llevaba un gran abrigo negro. Se ha fijado en ella enseguida. Estaba demasiado cerca del borde, inestable, con una especie de tambaleo que la gente de alrededor no parecía percibir, pero él sí. Avanzaba hacia él, ha estado a punto de decirle que se apartase, que estaba demasiado cerca de las vías.
La mujer ha tropezado con su maletín, luego se ha alejado sin pedir perdón. Él ha dicho «mierda» o «joder», u otra cosa quizás, igual de mezquina. Palabras que no le pertenecían. El cansancio había bastado para hacer de él ese ser a flor de piel cuya violencia, contenida demasiado tiempo, podía surgir en cualquier momento.
Cuando ha llegado el metro, Thibault se ha sentado frente a ella para continuar observándola. No habría sabido explicar por qué esa mujer ocupa hasta ese punto su atención. Ni por qué siente ganas de hablar con ella.
La mujer rehuye su mirada. Le parece que estaba palideciendo, se ha incorporado para agarrarse a la barra. Una decena de viajeros ha subido en la siguiente estación, ha tenido que plegar su asiento. Ha continuado mirándola y después se ha dicho que no podía observar de esa forma a una mujer.
Ha sacado el móvil de su bolsillo, y ha verificado otra vez que no tenía mensajes.
Durante unos minutos, ha bajado la mirada. Ha pensado en su apartamento, en el calor del alcohol que pronto invadiría sus miembros, en el baño que se dará un poco más tarde. Ha pensado que no puede dar marcha atrás. Había dejado a Lila. Lo había hecho.
Y después ha buscado de nuevo a esa mujer, por encima de los cuerpos aglutinados, sus ojos febriles, su pelo rubio. Esta vez, sus miradas se han encontrado. Unos segundos después le parece que el rostro de esa mujer se modifica y, de forma imperceptible, incluso aunque se ha movido, absolutamente nada, se modifica en un gesto de extrañeza o abandono, no sabría decirlo.
Le parece que esa mujer y él comparten el mismo agotamiento, una ausencia de sí mismos que proyecta el cuerpo hacia el suelo. Le ha parecido que esa mujer y él comparten muchas cosas. Es absurdo y pueril, ha bajado la mirada.
Cuando las puertas se abren de nuevo, la mayoría de los viajeros baja. Entre la masa compacta, ha buscado su silueta.
El metro se ha puesto en marcha, la mujer ha desaparecido.
Durante unos segundos, ha cerrado los ojos.
El convoy ha disminuido de nuevo su velocidad, Thibault se ha levantado. En el suelo, algo brillaba. Ha recogido una carta de un juego con un nombre extraño, la ha sostenido unos segundos en su mano.
Las puertas se han abierto, ha bajado del metro. Ha tirado la carta en la primera papelera que ha visto, y después se ha dirigido hacia la escalera para tomar el pasillo de correspondencia.
Llevado por el flujo denso y desordenado, ha pensado que la ciudad impondrá siempre su cadencia, su prisa y sus horas punta, que continuará ignorando esos millones de trayectorias solitarias, en cuya intersección no hay nada, nada más que el vacío, o a veces una chispa que se apaga inmediatamente.