28

El mundo se ha cerrado a su alrededor. El despacho sin ventana, la zona de actividad, todo el espacio. Mathilde no consigue pensar, ya no sabe lo que es conveniente hacer o no hacer, lo que conviene callar o gritar.

Su vida se ha encogido.

Todo se ha vuelto tan pequeño, tan confinado…

Todavía escucha la voz desquiciada de Jacques: «No me hable en ese tono». Ese monólogo de varios minutos que ha seguido, su voz fuerte, indignada, destinada a los demás.

Jacques ha pasado a la ofensiva. No va a quedarse ahí. Le conoce. En el transcurrir de las horas, algo se trama que ella ignora todavía. Es necesario adivinar su estrategia, anticipar los próximos ataques. No sólo resistir o defenderse, decía Paul Vernon.

Atacar.

Quizás han dado las cuatro. O todavía no. A su pesar, Mathilde cuenta el tiempo que le queda. Está alejada de sí misma, a distancia. Se ve con la espalda apoyada en el respaldo de su silla giratoria, las manos abiertas sobre la mesa, el rostro inclinado hacia delante, en la posición exacta que adoptaría si estuviera analizando datos o estudiando un documento.

Salvo que bajo sus ojos no hay más que la carta de un juego.

El arcón, los estantes, las manchas oscuras de la moqueta, la larga fisura sobre ella, la lámpara halógena, el perchero inclinado, el lugar del mueble auxiliar con ruedas, cada detalle de ese despacho se ha hecho familiar. En una mañana. Ha tenido tiempo de absorberlo todo, de integrarlo todo, el más pequeño rincón, la huella más diminuta.

Los objetos están inmóviles. Y silenciosos. Hasta ahora, no era consciente de ello, nunca se había dado cuenta de hasta qué punto los objetos son sólo objetos. Su propensión natural a gastarse, a degradarse, a estropearse, si nadie los acaricia, los protege, los cubre.

Como ellos, ha sido relegada al fondo de un pasillo, desterrada de los espacios nuevos, abiertos.

En medio de esa comunidad muerta, descabalada, ella es el último suspiro, la última respiración. Está en vías de extinción. De hecho, no tiene otra cosa que hacer. Apagarse. Fundirse con el decorado, adoptar las formas envejecidas, pegarse a ellas, hundirse como un fósil.

Sus pies se balancean bajo la silla. Nada se le escapa. Se fija en todo. Se encuentra en un estado de consciencia aguda, singular. Cada uno de sus gestos, de sus movimientos, la mano en su pelo, la respiración que eleva su pecho, el salto del músculo de su muslo, el menor latido de sus párpados, nada se mueve sin que ella lo sepa.

Ni alrededor ni en su interior.

El tiempo se ha vuelto espeso. El tiempo se ha amalgamado, aglutinado, el tiempo se ha bloqueado a la entrada de un embudo.

Va a salir del despacho. Va a cruzar la planta con paso rápido, su cuaderno bajo el brazo, va a surgir aquí y allí, irrumpir, sin avisar, sin llamar a la puerta, va a preguntar: «Bueno, ¿qué tal?». O bien: «¿Por dónde íbamos?». Va a sentarse frente a Éric o Nathalie, va a echarse a reír, va a preguntarles por sus hijos, va a organizar una reunión improvisada, una reunión de crisis, va a declarar el fin de las hostilidades, el advenimiento de la creatividad individual, la abolición de los márgenes embrutecidos. O bien va a errar por los pasillos descalza, caminará al azar, acariciará las paredes con sus manos vacías, tomará el ascensor, pulsará cualquier botón, canturreará canciones tristes y nostálgicas, no preguntará nada, observará a los demás mientras trabajan, se tumbará sobre la moqueta apoyada sobre un codo, encenderá un cigarrillo, echará la ceniza en las macetas, no responderá a las preguntas, se reirá de las miradas, sonreirá.

Mathilde se levanta, no cierra la puerta tras ella, se dirige hacia el ascensor. Va a bajar a tomar el aire. A respirar. Pulsa el botón, se acerca al espejo para observar su rostro.

Ha envejecido. Cansada. Le han caído diez años en unos meses, ya no se reconoce.

Ya no tiene nada de la mujer conquistadora que era.

Ante la puerta del edificio, reconoce a los fumadores. Siempre los mismos. Bajan varias veces al día, solos o en grupo, se colocan en torno al cenicero, charlan, pasan el tiempo. Por primera vez desde hace mucho tiempo, tiene ganas de fumar. Tiene ganas de sentir cómo el humo le arrasa la garganta, los pulmones, invade su cuerpo, la anestesia. Podría acercarse a ellos, pero mantiene la distancia. No muy lejos. Entre los reflejos de la luz, no distingue más que sus siluetas, trajes oscuros, camisas claras, zapatos brillantes. Escucha jirones de conversación, hablan de las normas ISO y de procesos de certificación.

Esa gente, así disfrazada, va todos los días al despacho. Camina en la misma dirección, persigue un objetivo común, habla la misma lengua, cohabita en la misma torre, sube en los mismos ascensores, come en la misma mesa, está sujeta al mismo convenio colectivo, tiene un trabajo, un estatus y un coeficiente, paga su seguridad social, acumula días de vacaciones y días de libre disposición para el año siguiente, percibe un plus de transporte y declara su base imponible al final del año.

Trabajan.

Aquí, repartidos en diez plantas, son trescientos.

Fuera son millones.

Esas personas, así disfrazadas, han dejado de reconocerla, fuman sus cigarrillos sin verla siquiera. De hecho, tiran la colilla al suelo y entran en el edificio.