19

La mujer viste unos vaqueros viejos y un jersey informe cuyas mangas esconden sus manos. Las ojeras bajo sus ojos tienden al violeta, no está peinada.

Están sentados en el salón, Thibault le ha hecho una serie de preguntas sobre el estado de su marido. Él está allí, al otro lado de la puerta, le oyen toser. Ella le ha avisado de que iba a venir alguien. La ha llamado puta y ahora se niega a responder.

Todo comenzó unos días antes. Él había tirado todo el contenido del frigorífico con el pretexto de que estaba envenenado, y no paró de comprobar que el gas estaba cerrado. Se niega a encender la luz, a sentarse, a tumbarse, ha pasado la noche de pie en la entrada. Esta mañana, tras haber explicado a su mujer que las fuerzas del mal se infiltraban en su casa por el cable del teléfono y los conductos de ventilación, se ha encerrado en el cuarto de baño. Ha estado hospitalizado en varias ocasiones por culpa de episodios depresivos graves. Hasta ahora, no había sufrido ninguna fase delirante. Le ha dicho que iba a acabar con su vida, por ella y por su hija, para protegerlas. Quiere que ella abandone el piso, que se vaya lejos, lo más lejos posible, para que no se contamine con su sangre. Él espera que ella se vaya.

La mujer mueve su silla.

Entonces Thibault descubre a la niña pequeña tras ella, no la ha visto entrar. Una silueta minúscula, acurrucada contra su madre, que le mira fijamente, con los ojos muy abiertos por el miedo.

En diez años en Urgencias Médicas, ha visto de todo. Ha visto de cerca la angustia, el desamparo, la locura. Conoce el sufrimiento, sus accesos de terror, al que se sumerge, al que se desvía y al que se pierde. Conoce esa violencia, está acostumbrado.

Pero eso no.

La niña le observa. No ha cumplido los seis.

—¿No tienes cole?

Dice que no con la cabeza, y se esconde de nuevo detrás de su madre.

—No he podido llevarla. No quería dejar a mi marido solo.

Thibault se levanta y se acerca a la chiquilla. Ella mira su mano izquierda, él sonríe. Los niños son los que más rápidamente se fijan en su minusvalía.

—Me gustaría que fueses a jugar un poco a tu habitación, porque tengo que hablar a solas con tu mamá.

Thibault ha explicado a la mujer que iba a intentar convencer a su marido para que ingresara en un hospital. En el caso de que no lo lograra, tendría que llamar a la comisaría y ella debería firmar la petición de internamiento forzoso. Porque su marido representaba un peligro para él mismo y quizás para su familia.

Se ha acercado a la puerta, se ha agachado para estar a la altura del hombre del que percibe la respiración. Ha hablado con él durante media hora. El hombre ha terminado abriendo, Thibault ha entrado en el cuarto de baño. El hombre estaba tranquilo. Se ha dejado auscultar. Thibault le ha tomado la tensión. Ha simulado que ésta era demasiado elevada, un subterfugio que usa a menudo para convencer al paciente de la necesidad de una hospitalización. El hombre ha aceptado la inyección. Han hablado unos diez minutos y ha cedido. Incluso en lo más profundo del delirio, incluso en los episodios maníacos más avanzados, existe una falla. Un intersticio minúsculo de lucidez por el que hay que introducirse.

Ha llegado la ambulancia. Thibault ha permanecido con el hombre hasta que ha montado en el vehículo. Una vez cerradas las puertas, instintivamente, ha levantado la cabeza. Detrás de la ventana, la niña estaba mirándole.

¿Qué guardará de esas imágenes, de ese tiempo en suspenso, de esos días en los que las cosas se han desviado?

¿En qué adulto se convierte uno tras haber sabido tan pronto que la vida puede derrumbarse? ¿Qué tipo de persona, con qué armas cuenta, hasta qué punto está desarmada?

Han vuelto las preguntas, como siempre. Las preguntas vuelven cuando todo ha terminado. Cuando ha hecho su trabajo y deja tras él gente destrozada a la que no volverá a ver.

Thibault montó en su coche, el perfume de Lila flotaba en el aire, su huella invisible le producía un nudo en la garganta.

Volvió a consultar el móvil, dos nuevas direcciones estaban esperándole. La primera no estaba muy lejos, giró la llave del contacto para arrancar. El vacío le atacó inmediatamente. Compacto.

En cuanto entra en el coche, aparece el vacío.

En el semáforo piensa en ella, cuando su pie pisa el acelerador piensa en ella, cuando cambia de marcha piensa en ella.

Son las doce y media y no tiene hambre. En lugar de estómago tiene un agujero. Un dolor brutal. Algo que le oprime, que quema, que no pide ningún alimento, ningún consuelo.

Conoció a Lila una noche de otoño, en el Bar des Oies, en esa parte de la calle que remonta hacia el cielo. Antes se habían cruzado en varias ocasiones, cerca de su casa, delante de la piscina o en los alrededores de la panadería. Esta vez estaban tan cerca que les fue imposible errar el tiro. Apoyado en la barra, había mirado ese brazalete en su muñeca que no hacía juego con el conjunto, que lo contradecía. Y después sus piernas flacas, sus tacones demasiado altos y sus tobillos tan finos que le entraron ganas de agarrarlos entre los dedos. Salía de una guardia de doce horas, ella se acercó a él, o bien fue al revés, no sabría decirlo, no lo recuerda. Ella no se parecía a las mujeres que le gustaban, sin embargo habían bebido varias copas, y después sus lenguas se habían encontrado. Sobre la barra, Lila había cogido su mano izquierda, acariciado la cicatriz con la yema de los dedos. Entre ellos había sido una cuestión de química: los cuerpos extraños se mezclan a veces, concuerdan, se confunden. Entre ellos había sido una cuestión de cuerpos, sin duda alguna. Y como él no había renunciado del todo a sus experimentos de niño pequeño, quiso comprobar si la mezcla de las pieles podría transformarse, realizarse.

Si la química —por contagio, por difracción— podía expandirse, prenderse.

Pero pronto chocó con ella. Chocó era la palabra que le había venido a la cabeza. Pronto había chocado con su reserva, con su distancia, con sus ausencias. Pronto había comprendido que ella sólo podía amar en horizontal, o cuando la sostenía por las caderas encima de él. Más tarde, la veía dormir al otro lado de la cama, con un sueño profundo, lejano. Desde el principio, había chocado con ese aire de indiferencia que ella oponía a toda tentativa de efusión, con su rostro cerrado por las mañanas, con su humor huraño al terminar los fines de semana, con su inaptitud para las más elementales separaciones.

Incluso después de las noches más intensas, por la mañana le había mostrado ese rostro cerrado, de puntillas, sin signos de emoción. Nunca, en el momento de separarse, se había atrevido a estrecharla contra él. Es más, cuando se volvían a encontrar después de varios días o semanas sin verse, la fuerza que le impulsaba hacia ella parecía ofenderla, hería su inmovilidad. No había nada a lo que abrazarse.

Ella no abría los brazos.

Se había preguntado durante mucho tiempo si Lila era así por naturaleza, si ese rechazo a toda demostración de cariño fuera de la cama era su forma de ser, un a priori que debía aceptar y contra el que nada podría hacer. O bien si, por el contrario, ese tratamiento lo reservaba para él, sólo le afectaba a él, una forma silenciosa de recordarle el tipo de vínculo que mantenían, y que entre ellos no había nada más que un asunto físico, nada que pudiese parecerse ni de lejos a una relación. No estaban juntos. No formaban nada, ninguna geometría, ninguna figura. Se habían encontrado y se contentaban con reproducir ese encuentro tantas veces como se veían: mezclarse el uno con el otro y constatar la evidencia de la fusión.

Lila era su perdición. Su castigo. Por todas esas mujeres que no había sabido amar, las que sólo había visto algunas noches, a las que él había terminado por dejar; porque siempre había algo que se derrumbaba sin que supiese nombrarlo. Era ridículo, pero lo había pensado: le había llegado la hora de pagar la factura.

La relación amorosa se reducía quizás a ese desequilibrio: en cuanto se quiere algo, en cuanto se espera algo, ese algo se pierde.

La química no podía hacer nada contra la memoria y los amores de Lila, inacabados. Él no significaba nada frente al hombre que ella aguardaba, el que esperaba, un hombre liso, al que no se parecía.

Y las palabras, como los líquidos, se habían evaporado.

En la calle Daviel ha aparcado sobre un paso de cebra.

No tiene ganas de dar tres vueltas a la manzana para buscar sitio. Está cansado.

Los peatones le lanzan miradas asesinas. Poco importan su caduceo y el logo inscrito en su coche: están en su territorio. En la ciudad se es peatón, ciclista o automovilista. Se camina, se pedalea o se conduce. Se mira de arriba abajo, se juzga, se desprecia. En la ciudad, hay que elegir bando.

Un poco más arriba le espera la señora L. Su bebé tiene treinta y nueve de fiebre. Él la conoce. La ve cuatro veces al mes. Ella sopesa, mide, busca, verifica: fabrica inquietud. La base no puede negarse a enviar un médico. Cuestión de responsabilidad. Nueve de cada diez veces le toca a Thibault. Porque la señora L. le conoce y él no pierde la paciencia. De hecho es ella quien le solicita.

Tiene que coger el maletín, salir del coche, cerrar la puerta.

Esta vez es él el que ha perdido. Ama a una mujer que no le quiere. ¿Acaso no existe algo más violento que ese hecho, esa impotencia? ¿Acaso no existe pena peor, peor enfermedad?

No, sabe bien que no. Es ridículo. Es falso.

El fracaso amoroso no es ni más ni menos que un cálculo alojado en los riñones. Del tamaño de un grano de arena, de un guisante, de una canica o de una pelota de golf, una cristalización de sustancias químicas susceptibles de provocar un fuerte dolor, incluso insoportable. Un dolor que acaba siempre por desaparecer.

No se ha quitado el cinturón de seguridad. Tras el parabrisas, mira la ciudad. Esa danza incesante de colores de primavera. Una bolsa de plástico vacía que baila en el desagüe. Un hombre curvado a la entrada de la oficina de Correos que nadie parece ver. Hombres y mujeres que entran en un banco, que se cruzan en un paso de peatones.

Mira la ciudad, esa superposición de movimientos. Ese territorio infinito de intersecciones donde los encuentros no se producen.