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Mathilde se ha bebido el café, ha dejado el dinero sobre la mesa. Una vez fuera, ha levantado la vista hacia el cielo, ha permanecido así un momento, observando cómo pasaban las nubes, su velocidad silenciosa.

Durante unos segundos ha pensado en dirigirse hacia la estación. No volver al despacho. Volver a su casa, cerrar las cortinas, echarse en la cama.

Ha dudado. Le ha parecido que su cuerpo ya no tenía fuerzas.

Y sin embargo ha cogido el mismo camino que esa mañana, ha ido al edificio, ha traspasado la puerta giratoria. Ha tomado un nuevo café de máquina pensando que estaba bebiendo demasiados, ha subido en el ascensor, ha pasado por delante de las grandes cristaleras, ha oído la voz de Jacques, no ha mirado. Ha atravesado el pasillo hasta su nuevo despacho. Se ha quitado la chaqueta, se ha sentado, ha movido el ratón para reanimar el ordenador.

En su ausencia, le han dejado sobre la mesa el CD-Rom que contiene sus informes personales.

No es más que un buen soldadito. Gastado, rendido, ridículo.

No ha querido abandonar. Ceder terreno. Ha querido permanecer allí, conservar los ojos abiertos. Por una absurda manifestación de su orgullo o de su valor, ha querido luchar. Sola.

Ahora sabe que se ha equivocado.

En un cuaderno de notas aún virgen, establece una lista de cosas que podría hacer para ocupar el tiempo. Reservar los billetes de tren de las vacaciones, explorar la página web de World of Warcraft para profundizar en el conocimiento de las reglas del juego, realizar un pedido a La Redoute, enviar un correo al presidente de la comunidad por esa historia del cuarto de bicicletas del que nadie tiene la llave.

Debe aguantar hasta las 18.00.

Incluso si no tiene nada que hacer. Incluso si eso no tiene ningún sentido.

Mathilde saca el Defensor del Alba de Plata del bolsillo, lo coloca a su lado, al alcance de su mano.

Cuando el ordenador se pone en estado de hibernación, la pantalla se transforma en un acuario. Peces de todos los colores que a veces se entrechocan, salen proyectados hacia un lado, y después hacia el otro, incansablemente. Se cruzan, se rozan, de sus bocas salen finas burbujas. No tienen aspecto de sufrir.

Quizás todo consista en eso: en esa inconsciencia.

De ese modo la vida en un frasco es posible, mientras todo resbale, mientras nada se golpee ni pierda la calma.

Y después, un día, el agua se enturbia. Al principio es imperceptible. Apenas un velo. Algunas partículas de cieno depositadas en el fondo, inapreciables a simple vista, algo se descompone en silencio. No se sabe bien por qué. Y después el oxígeno empieza a faltar.

Hasta el día en el que un pez enloquecido se pone a devorar a los demás.