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Ha bajado al metro por una crisis de tetania en la estación de Charonne. Los bomberos han reenviado la llamada a la base, están desbordados por un incendio importante en su zona. Rose ha lanzado un aviso general, Thibault estaba a unas manzanas de allí, se ha detenido.

En estado de hiperventilación, una mujer de unos treinta años está sentada en el andén. En lo que ha tardado en llegar, ha empezado a calmarse. El gentío se amontona en torno a ella, las miradas curiosas, de puntillas. El gentío no se pierde nada del espectáculo. Entre dos han conseguido llevarla a la salita trasera de la taquilla, donde Thibault ha podido administrarle un sedante. La mujer ha recuperado la respiración normal, sus manos se han relajado. Él había aparcado en doble fila, no podía quedarse. Un agente le ha prometido que la llevaría a un taxi en cuanto se recuperase.

En el semáforo, mira a su alrededor. Esa gente que camina deprisa, que sale por racimos de las bocas del metro, que cruza corriendo, esa gente que hace cola ante los cajeros automáticos, fuma al pie de un edificio o delante de una cafetería. Esa gente que no puede contar, sometida al flujo, a la velocidad, observada sin saberlo, percibida de lejos, en las esquinas, una infinidad de identidades frágiles que él sólo puede percibir en su globalidad. Detrás de su parabrisas, Thibault observa a las mujeres, la ropa ligera que empiezan a vestir, vestidos livianos, faldas cortas, medias finas. A veces las piernas desnudas. Su forma de coger el bolso, el asa en la mano o la bandolera sobre el hombro, la forma de caminar sin ver a nadie, o bien de esperar el autobús, la mirada perdida.

De pronto, piensa en aquella chica que llegó al liceo el último curso. Había gravado su nombre sobre un pupitre. Venía de Caen. O quizás de Alençon. Ahora piensa en aquella chica. Sus finos cabellos. Sus botas de montar y su aspecto de chico. Resulta extraño. Pensar en aquella chica, ahora. Había estado enamorado de ella. De su reflejo en la mirada de los demás. No se hablaban. Pertenecían a distintos grupos. Pensar en esa chica, más de veinte años después. Decirse: fue hace veinte años… y contar hasta veinticinco. Fue hace veinticinco años. Antes, cuando su mano izquierda tenía todavía cinco dedos.

Fue hace veinticinco años. Esas palabras resuenan como un error tipográfico, una broma de mal gusto. ¿Acaso puede decirse a sí mismo sin caerse de espaldas: «Fue hace veinticinco años»?

Ha dejado a Lila. Lo ha hecho. Hay en esa afirmación algo que transmite una sensación de logro, de conquista.

Sin embargo, la herida de amor contiene todos los silencios, los abandonos, las culpas; y todo eso, al cabo de los años, se suma para formar un dolor genérico. Y confuso.

Sin embargo, la herida de amor no promete nada: ni después ni en otra parte.

Su vida está dividida. De lejos, parece poseer una unidad, una dirección, puede contarse, describir las jornadas, el pasar de las horas y las semanas, seguir sus desplazamientos. Conocemos su dirección, las costumbres con las que combate, los días en los que va al supermercado, las noches en las que no puede hacer otra cosa que escuchar música. Pero de cerca su vida se enturbia, se divide en fragmentos, faltan piezas.

De cerca no es más que un Playmobil empotrado en el coche, las manos agarradas al volante, un personajillo de plástico que ha perdido su sueño.