9
En el momento en que la puerta se cierra tras ella, Mathilde hunde la mano en su bolso hasta sentir el contacto del metal. Siempre tiene miedo de olvidar algo, las llaves, el teléfono, el monedero, su abono de transporte.
Antes no. Antes no sentía miedo. Antes era ligera, no necesitaba verificar. Los objetos no se escapaban a su atención, participaban de un movimiento de conjunto, un movimiento natural, fluido. Antes, los objetos no resbalaban de los muebles, no se volcaban, no suponían un obstáculo.
No ha llamado. Desde que su médico general se jubiló, no tiene médico de familia. En el momento de marcar el número que acababa de encontrar en Internet, le pareció que aquello no tenía sentido. No está enferma. Está cansada. Como cientos de personas con las que se cruza cada día. Entonces, ¿que derecho tenía? ¿Que pretexto? Hacer venir a alguien que no conocía. No habría sabido qué decirle. Decir simplemente: «No puedo más». Y cerrar los ojos.
Baja andando. En la escalera se cruza con el señor Delebarre, su vecino de abajo, que sube a su casa dos veces a la semana porque los niños hacen demasiado ruido. Incluso cuando no están. El señor Delabarre adopta su expresión extenuada y la saluda en voz baja. Mathilde no se detiene, deja que sus dedos se deslicen por el pasamanos, sus pasos son pesados sobre la alfombra de terciopelo. Hoy no tiene ganas de detenerse unos segundos para hablar con él, para ser amable, para mantener un intercambio. No tiene ganas de recordar que el señor Delebarre es viudo y está solo y enfermo, que no tiene otra cosa que hacer que escuchar el ruido que viene de arriba, multiplicarlo, hasta inventárselo, no tiene ganas de imaginarse al señor Delebarre perdido en el silencio de su gran piso.
Se conoce. Sabe adónde lleva eso. Siempre tiene que inventarse excusas para los demás, explicaciones, motivos de indulgencia. Siempre acaba por pensar que la gente tiene buenas razones para ser como es. Pero hoy no. No. Hoy le gustaría poder pensar que el señor Delebarre es idiota. Porque estamos a 20 de mayo. Porque tiene que pasar algo. Porque esto no puede seguir así, el precio es demasiado alto. El precio por tener una tarjeta para fichar, un bono de comedor, un carné de salud, un abono de transporte de tres zonas, el precio por seguir en movimiento.
Mathilde bordea la manzana envuelta en el frescor de la mañana. A esa hora las calles parecen lavadas, renovadas; a lo lejos se escucha un camión de basura. Mathilde mira el reloj, acelera el paso, sus tacones golpean la acera.
Al entrar en el andén del metro, nota inmediatamente una afluencia inhabitual. La gente está de pie, amontonada, a pesar de que no traspasan la banda de goma que marca el límite de la zona a la que es peligroso acercarse. Los pocos asientos disponibles están ocupados, el aire está cargado de una febrilidad malsana. Mathilde levanta la vista hacia la pantalla electrónica: el tiempo de espera de los próximos trenes ha sido reemplazado por dos trazos luminosos. Una voz femenina invade el andén: A causa de una avería en la línea, el tráfico en dirección Mairie de Montreuil no se desarrolla con normalidad.
Cualquiera que utilice habitualmente el transporte público comprende a la perfección el singular lenguaje de la compañía, sus sutilezas, su vocabulario y su sintaxis. Mathilde conoce los diferentes casos posibles y su probable repercusión en la duración de su trayecto. Una avería en la línea, un problema de cambio de agujas o una regulación del tráfico: provocan un retraso moderado. Más inquietante, un viajero enfermo: significa que alguien, en alguna parte, en otra estación, se ha desmayado, ha tirado de la alarma o bien ha tenido que ser evacuado. Un viajero enfermo puede perturbar de forma considerable el tráfico. Mucho más inquietante, un accidente grave de un viajero, término admitido comúnmente para designar un suicidio: paraliza el tráfico durante varias horas. Hay que evacuar los trozos.
En París, cada dos por tres un hombre o una mujer se tira al metro. Mathilde lo leyó en un periódico. La compañía mantiene la discreción en cuanto a las cifras exactas, pero desde hace mucho tiempo dispone de grupos de apoyo psicológico para los conductores afectados. Algunos no se recuperan nunca. Son declarados no aptos, destinados a ventanilla o a trabajos de oficina. Como media, un conductor se enfrenta al menos una vez en la vida a una tentativa de suicidio. ¿Es que en las grandes ciudades la gente se suicida más que en otras partes? A menudo se hace esa pregunta, sin tomarse la molestia de buscar una respuesta.
Desde hace unos meses, cuando Mathilde vuelve de su trabajo, puede quedarse observando las vías, fijar su mirada, fijarse en las piedras que tapizan el suelo, la profundidad del agujero. A veces siente cómo su cuerpo se inclina hacia delante, de forma imperceptible, su cuerpo agotado buscando reposo.
Entonces piensa en Théo, en Maxime y en Simon, su imagen se impone sobre las demás, todas las demás, dinámica y luminosa, y Mathilde da un paso atrás, alejándose del borde.
Intenta hacerse un hueco entre el gentío. Hay que ganarse el sitio, el territorio. Hay que respetar el orden de llegada y la distancia aceptada entre las personas, que disminuye a medida que el andén se llena.
No hay metro anunciado.
No podrá llegar al tren de las 8.45, ni al de las 9.00, ni siquiera al de las 9.15. Va a llegar tarde. Y se encontrará con Jacques por casualidad cuando salga del ascensor, o bien a la entrada de su despacho; la habrá buscado por todos lados y no se habrá privado de hacerlo saber —aunque no le haya dirigido la palabra desde hace tres semanas—, mirará su reloj con mueca dubitativa y el ceño fruncido. Porque Jacques vigila de cerca sus horarios, sus ausencias, buscando un paso en falso. Porque él vive a cinco minutos en coche y le importan un comino el trayecto que ella debe realizar diariamente —al igual que la mayor parte de los asalariados de la sede— y el número de factores objetivos que pueden impedirle llegar puntual.
Por el momento, se trata de permanecer en el lado correcto del andén, no dejarse llevar hacia el fondo, mantener la posición. Cuando llegue el metro, repleto, irascible, habrá que luchar. En virtud de una ley tácita, una forma de jurisprudencia subterránea aplicada desde hace décadas, los primeros seguirán siendo los primeros. Cualquiera que intente ignorarlo es abucheado. A lo lejos se escucha un gruñido, una vibración, parece el ruido del tan esperado convoy. Pero el túnel permanece vacío, privado de luz. La pantalla electrónica sigue sin indicar nada. La voz femenina ha callado. Hace calor. Mathilde mira a los otros, hombres y mujeres, su vestimenta, sus zapatos, su peinado, la forma de sus nalgas, les observa de espaldas, de frente o de perfil, en algo hay que entretenerse. Cuando las miradas se cruzan, baja los ojos. Incluso en hora punta, subsiste en el transporte público algo que pertenece a la intimidad, reservado, un límite impuesto a la vista a falta de poder imponerse al cuerpo. Entonces Mathilde mira al andén de enfrente. Casi vacío.
En el otro lado no se ha detenido la circulación, los convoyes se suceden a un ritmo normal. No hay explicación posible. En sentido inverso, la gente sube al metro y llegará a la hora a su trabajo.
Por fin, Mathilde percibe un murmullo a la izquierda, cada vez más claro; los rostros se vuelven, tensos, impacientes: ¡ahí está! Hay que inspirar profundamente, estrechar el bolso contra la cadera, comprobar que está bien cerrado. El metro disminuye su velocidad, se detiene, ahí está. Derrama, regurgita, libera la masa, alguien grita «dejen salir», hay empujones, pisotones, es la guerra, sálvese quien pueda. De pronto se ha convertido en una cuestión de vida o muerte subir a ése, no tener que esperar al improbable siguiente, no arriesgarse a llegar más tarde aún al trabajo. «¡Dejen salir, joder!». El gentío abre paso de mala gana, no hay que perder de vista la entrada, hay que mantenerse cerca, no dejarse llevar por la masa, colocarse a los lados, permanecer cerca de la puerta. De pronto la horda se precipita, la adelanta, no lo va a conseguir. El vagón ya está repleto, no queda ni un centímetro cuadrado libre. Y sin embargo sabe que puede entrar. Hay que forzar. Hay que estirar el brazo, atrapar la barra central, ignorar los gritos y las protestas, agarrarse y tirar. Tirar con todas sus fuerzas para propulsar su cuerpo hacia el interior. Tienen que hacerle sitio. Frente a su determinación, la masa cede.
La señal sonora anuncia el cierre de puertas. A pesar de que su brazo derecho está fuera, casi lo ha conseguido. La puerta se cierra a golpes, ignorando gemidos y lamentaciones.
Mathilde gana cuatro centímetros con su pie izquierdo, empuja por última vez, está dentro.
En el andén, una voz femenina anuncia que el tráfico en la línea 9 vuelve a la normalidad.
Todo es cuestión de perspectiva.
En las estaciones siguientes, Mathilde se hunde en el vagón, gana algunos centímetros suplementarios, se agarra para no tener que bajar.
No hay que ceder ni un milímetro.
El aire está saturado, los cuerpos se han fusionado en una única masa, compacta y agotada. Los comentarios son reemplazados por el silencio, cada cual aguanta con paciencia, el mentón se levanta hacia las ventanillas abiertas, las manos buscan apoyo.
Mientras, Mathilde piensa que el 20 de mayo también empieza así, con esta lucha absurda y miserable: con nueve estaciones que aguantar, nueve estaciones asfixiadas, arrancadas a la febrilidad de una mañana en hora punta, nueve estaciones buscando aire en medio de gente que no gasta de media más que una pastilla y media de jabón al año.
De pronto, una mujer empieza a emitir sonidos extraños, agudos y cada vez más largos. No son gritos ni protestas, sino más bien un quejido. Está agarrada a la barra central, comprimida entre unos pechos opulentos y una mochila. El ruido que sale de la boca de esa mujer es insoportable. La gente se vuelve, la observa, intercambia miradas de perplejidad. La mujer busca con la mirada a alguien que pueda ayudarla. Mathilde consigue extraer una mano para apoyarla sobre su brazo. Sus miradas se cruzan. Ella sonríe.
La mujer deja de gemir, respira rápidamente, su rostro está deformado por el miedo.
—¿No se encuentra usted bien?
En el momento de hacer la pregunta, Mathilde toma consciencia de lo absurda que es. La mujer no responde, hace esfuerzos sobrehumanos para no gritar, respira cada vez más rápido, empieza a gemir, y entonces grita. Estallan los comentarios, primero a media voz, después más alto: vaya idea la de coger el metro después de una avería cuando se sufre de claustrofobia, díganle que se baje, ah, no, no tire de la señal de alarma, por favor, lo que nos faltaba.
La mujer es un elemento perturbador, una avería humana susceptible de interrumpir el tráfico.
Mathilde ha dejado su mano apoyada sobre el brazo de la mujer, que la mira intentando sonreír.
«Bajaré con usted en la próxima estación. Sólo quedan unos segundos, ¿ve?: el metro está frenando».
El metro se ha detenido, las puertas se abren, Mathilde precede a la mujer para abrirle paso: «Por favor, muévanse, déjenla pasar». Tira a la mujer de la manga.
Mira en qué estación se encuentra. En el andén, bajo la inscripción Charonne, la obliga a sentarse. La mujer parece tranquilizarse, Mathilde le propone ir a buscar un poco de agua o algo de comer a la máquina. La mujer empieza a agitarse, va a llegar tarde, no puede, no puede volver a coger el metro, acaba de encontrar trabajo en una agencia de trabajo temporal, sí, es claustrofóbica, pero normalmente no hay problema, lo soporta, pensaba que podría conseguirlo.
Y entonces la mujer empieza a respirar deprisa, cada vez más rápido, a sacudidas, busca aire, parece que sus miembros comienzan a sufrir sacudidas, sus manos están agarradas la una a la otra en un gesto que no controla.
Mathilde ha pedido ayuda, alguien ha subido hasta la taquilla. Un hombre de la compañía en uniforme caqui ha bajado. Ha llamado a urgencias. La mujer no puede levantarse, todo su cuerpo está crispado, se eleva por momentos, sigue respirando agitadamente.
Esperan.
El andén está repleto, los agentes de la compañía han creado un perímetro de seguridad, ahora son tres o cuatro. La gente se arremolina alrededor, estirando el cuello.
Mathilde tiene ganas de chillar. Se ve en la misma situación que esa mujer, las imágenes se superponen, durante un corto instante son una sola y única persona, asfixiada por las luces de neón, acurrucada cerca de una máquina de golosinas.
Y entonces Mathilde mira a su alrededor. Piensa que todas esas personas, sin excepción, un día u otro estarán sentadas allí, o en otro lado, y no podrán moverse. Un día de hundimiento.