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Está sentada. Extiende las piernas delante de ella.
Se acabó.
Tiene que levantarse, guardar sus cosas en el bolso, ponerse la chaqueta y dejar este despacho. Conseguir salir del edificio y caminar hasta la estación. Tiene que entregar la carta en mano a Patricia Lethu o bien detenerse en la oficina de Correos para enviarla certificada.
De momento no se mueve. No puede moverse. Su cuerpo se ha ausentado unos segundos, está desconectado.
Cuando Patricia Lethu ha entrado en el despacho, Mathilde le ha entregado la carta, sin decir una palabra. La directora de Recursos Humanos ha abierto el sobre, tiene aspecto de estar conmocionada. Mathilde le ha pedido que firme bajo la frase entregada en mano.
Ante el silencio de Patricia Lethu, Mathilde ha pensado que la compasión no tiene lugar hasta el momento en el que nos reconocemos en el otro, el momento en el que tomamos consciencia de que todo lo que concernía al otro podría pasarnos a nosotros, exactamente, con la misma violencia, la misma brutalidad.
En esta consciencia de no estar al abrigo, de poder caer tan bajo —y sólo así—, podría llegar la compasión. La compasión no es nada más que el miedo por uno mismo.
Al cabo de unos minutos, Patricia Lethu ha firmado allí donde Mathilde había puesto el dedo.
—Si mañana o más tarde quiere usted cambiar su decisión, consideraré que nunca he tenido esta carta entre las manos.
—Pero usted la ha tenido, y acaba de firmar que la ha recibido.
—Está usted agotada, Mathilde. Debe descansar. Encontraremos una solución. Hablaré con él. Espere al menos a que haya hablado con él.
—Necesito que tenga en cuenta esta carta, que la considere usted como definitiva e irrevocable.
—Si quiere… Volveremos a hablar. Está usted muy pálida, me gustaría que cogiese un taxi para volver a casa. Y que llame a SOS Médicos o a Urgencias Médicas. Tómese unos días de baja, una semana, está usted agotada.
—Voy a coger el tren.
—Coja un taxi y pida la factura. No está usted en condiciones de coger el transporte público.
—Cogeré el tren.
—De acuerdo. Pero prométame llamar a un médico en cuanto llegue a casa. Mathilde, debe usted parar. Prométamelo. No va a aguantarlo.
—Llamaré a un médico.
Permanecieron las dos frente a frente en silencio. Mathilde no tenía fuerzas para levantarse, tenía que esperar a que su cuerpo se ajustase, a encontrar apoyo. Los despachos estaban medio vacíos, el ruido alrededor se había atenuado.
Al cabo de unos minutos Mathilde preguntó:
—¿Somos responsables de lo que nos pasa? ¿Lo que nos pasa es siempre algo que nos merecemos?
—¿Qué quiere usted decir?
—¿Cree usted que somos víctimas de algo así porque somos débiles, porque nos lo buscamos, porque, aunque parezca incomprensible, lo hemos elegido? ¿Cree que algunas personas, sin saberlo, se convierten ellas mismas en víctimas?
Patricia Lethu reflexionó un momento antes de responder.
—No lo creo, no. Creo que es su capacidad para resistir lo que la convierte en víctima. Hace treinta años que trabajo en la empresa, Mathilde, no es la primera vez que me enfrento a una situación de este tipo. No es usted responsable de lo que le pasa.
—Me voy a casa.
Patricia Lethu se levanta, sus brazaletes chocan entre sí produciendo un ruido de campanilla.
En el momento en que sale por la puerta, repite:
—Llame a un médico.