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La torre centelleante se elevaba en la luz de la primavera. Una línea de nubes se reflejaba sobre las fachadas de cristal, el sol parecía filtrarse por debajo, refractado.

De lejos, Mathilde ha reconocido a Pierre Dutour, Sylvie Jammet y Pascal Furion, que estaban fumando un cigarrillo en los bajos del edificio. Cuando llegó a su altura, se callaron.

Comenzó ahí, en el silencio.

Ese silencio de segundos, ese silencio incómodo. Se miraron, Sylvie Jammet se puso a buscar en el bolso, terminaron respondiendo: «Buenos días, Mathilde», hicieron como que continuaban su conversación, pero algo había quedado en suspenso, entre ellos, entre ella y ellos. Mathilde entró en el edificio, sacó su tarjeta, la colocó ante la registradora cuyo reloj marcaba las 10.45, escuchó el pitido y verificó la pantalla: Mathilde Debord: entrada registrada. Se dirigió hacia la máquina de bebidas, introdujo la moneda en la ranura, pulsó su selección, vio caer el vaso y el líquido llenándolo. Cogió el café, pasó ante el servicio informático, Jean-Marc y Dominique la saludaron con la mano, ella respondió de la misma forma, no se interrumpieron. La puerta de cristal del servicio logístico estaba abierta, Laetitia estaba sentada a su mesa, el auricular del teléfono pegado al oído, le pareció que evitaba su mirada.

Algo no iba bien, algo se escapaba al ritual.

Algo se había extendido, propagado.

Mathilde pulsó el botón del ascensor, siguió la progresión de la cabina en la pantalla luminosa. En el momento en que se abrieron las puertas, Laetitia salió precipitadamente de su despacho, y se introdujo con ella. Se besaron. Entre el primer y el segundo piso, Laetitia paró el ascensor. Su voz temblaba:

—Mathilde, te ha reemplazado.

—¿Qué dices?

—El viernes, cuando no estabas, la chica de Comunicación, la becaria, se ha quedado en tu despacho.

Mathilde se quedó sin habla. Aquello no tenía sentido.

—Han trasladado tus cosas, la han instalado allí, en tu sitio, definitivamente. Nadine me ha dicho que le habían hecho un contrato indefinido.

—Pero ¿con qué puesto?

—No lo sé, no he podido enterarme de más.

Laetitia desbloqueó la cabina. Mathilde escuchaba su respiración en silencio. No había nada más que añadir.

En el cuarto, Mathilde salió del ascensor. En el momento en que las puertas se cerraban, se volvió y le dio las gracias.

Mathilde avanzó por el pasillo, pasó por delante de la zona común, allí estaban todos: Nathalie, Jean, Éric y los demás, los vio a través de los cristales, absortos, atareados, en un estado de gran concentración, ninguno de ellos levantó la cabeza. Lila se había convertido en una sombra, intangible, transparente. Ya no existía. La puerta de su despacho estaba abierta, se dio cuenta enseguida de que su póster de Bonnard había desaparecido. En su lugar se distinguía un rectángulo claro.

La chica estaba allí, en efecto, sentada en su silla, delante de su ordenador. Su chaqueta estaba colgada en el perchero. Había tomado posesión del territorio. Había desplegado sus informes. Mathilde se obligó a sonreír. La chica respondió con voz débil a su saludo, sin mirarla. Se precipitó al teléfono para marcar el número interno de Jacques.

—Señor Pelletier, Mathilde Debord está aquí.

Llegó tras ella, llevaba su traje negro, el de los grandes días, miró la hora en el reloj mural, le preguntó si había tenido algún problema. Todo el mundo estaba buscándola desde hacía dos horas. Sin esperar respuesta, se preocupó por saber si estaba mejor, si había descansado, «porque parece usted realmente fatigada, Mathilde, de un tiempo a esta parte». Jacques lanzó una mirada a la chica, buscando su reacción, ¿no acababa de dar en pocas palabras la reluciente demostración de su bondad y su indulgencia? Así que no hay que creerse todo lo que se dice por ahí, lo que circula por los pasillos. Mathilde empezó a explicar que se había cogido el día para acompañar a su hijo en una excursión del colegio; en el momento en que pronunciaba esas palabras se sintió humillada, ¿por qué tenía que justificarse, cómo había llegado hasta ese punto, a tener que explicar el motivo de cogerse sus días libres?

Era la primera vez que él le dirigía directamente la palabra desde hacía semanas. Con los zapatos de tacón, ella era unos centímetros más alta.

Hacía mucho tiempo, al volver de una cita, Jacques le había pedido que llevara zapatos planos, al menos los días en los que debían desplazarse juntos fuera de la oficina. A Mathilde le había parecido encantadora esa muestra de debilidad, se había reído, y le había prometido que así lo haría.

—Como puede constatar, hemos decidido algunos cambios en su ausencia. He distribuido una nota el viernes pasado precisando los objetivos de la nueva organización, que pasan inevitablemente por una nueva distribución del espacio, con el fin de facilitar la información en el seno de nuestro equipo. Así pues, tenemos el placer de acoger a Corinne Santos, que se ha incorporado esta mañana. Corinne tiene la misma formación que usted, ha trabajado unos meses en el departamento internacional de L’Oréal y acaba de terminar unas prácticas en el servicio de Comunicación, donde ha hecho maravillas; va a ayudarnos en la puesta en marcha del plan de producto 2010. Ella…

La voz de Jacques se perdió durante unos minutos, oculta por un zumbido. Mathilde se mantenía derecha, estaba frente a él pero ya no le oía; durante unos segundos le pareció que iba a disolverse, a desaparecer, durante unos segundos sólo oyó eso, ese ruido terrible procedente de ninguna parte, ensordecedor. La mirada de Jacques iba de esa chica a la ventana, de la ventana a la puerta abierta, de la puerta abierta a esa chica, Jacques hablaba sin mirarla.

—Encontrará una copia de esa nota en su bandeja. En su ausencia me he permitido ordenar el traslado de sus cosas al 500-9, el despacho que estaba vacío.

Mathilde buscó aire para llenar sus pulmones, el aire que le hubiese permitido gritar o enfadarse.

Le faltaba aire.

—Con el fin de evitar desenchufar y volver a enchufar todo el material, Corinne utilizará de ahora en adelante su ordenador. Nathalie ha realizado una copia de sus informes personales en un CD-Rom, puede pedírselo a ella. El servicio informático debería poner a su disposición un nuevo ordenador en el plazo más breve posible. ¿Alguna pregunta?

El ruido cesó. Había ese silencio entre ellos, y esa sensación de vértigo. No había palabras.

Corinne Santos la miró. Los ojos de Corinne Santos decían: «Siento pena por usted, no tengo nada que ver. Si no fuera yo, sería otra».

Los ojos de Corinne Santos eran inmensos y azules, y pedían perdón.