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Jacques está delante de ella. En el pasillo.

Lleva su maletín en la mano derecha, se encuentra delante del ascensor, el botón de llamada parpadea. A su alrededor las puertas de los despachos están abiertas, por la cristalera del espacio común Mathilde percibe a los demás, que aparentan estar ocupados, pero vigilan, lo sabe bien, esperan el rayo, el trueno, la explosión.

No tenía previsto encontrarle allí, dispuesto a marcharse, había imaginado verle en su despacho, al abrigo de las miradas. No puede derramarse allí, delante de todos, derramarse como un charco.

—Jacques, tengo que hablarle.

—No tengo tiempo.

Tras unos segundos, añade:

—No puede hacer eso. Tenemos que hablar.

Él no responde.

Se acerca a él, siente cómo laten sus venas en las sienes, por un instante cree que va a vomitar, allí, a sus pies.

—No haga eso.

Un timbre anuncia la llegada del ascensor. Él entra en la cabina, pulsa el 0, se vuelve hacia ella. La mira fijamente a los ojos. Nunca ha visto una expresión de tal dureza en su rostro.

Las puertas se cierran. Ya no está allí.