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Sus carpetas y sus informes están amontonados, repartidos entre las estanterías y el armario. En una caja de cartón puesta en el suelo, Mathilde descubre el contenido de su cajón: vitamina C, paracetamol, grapadora, papel celo, rotuladores, Tipex, bolígrafos y material variado.
Nunca ha tenido fotos de sus hijos sobre la mesa de su despacho. Ni florero, ni plantas, ni recuerdos de vacaciones. Exceptuando su póster de Bonnard, no ha traído nada de su casa, no ha intentado personalizar su espacio, marcar su territorio.
Siempre ha pensado que la empresa era un lugar neutro, desprovisto de afecto, donde ese tipo de cosas no encajaban.
Ha sido transferida al despacho 500-9. Guardará sus cosas y se instalará. Intenta persuadirse de que no tiene ninguna importancia, que aquello no cambia nada. Está por encima de eso. ¿Iba a estar ella tan unida a su despacho como a su dormitorio? Ridículo. Aquí, al menos, está lejos de Jacques, lejos de todo, en la otra punta del edificio.
Al final del final, allí donde nadie se acerca, salvo para ir al servicio.
Mathilde se sienta en su nueva silla, la hace girar, verifica que las ruedas funcionan. La mesa y la mesita auxiliar están cubiertas por una fina película de polvo. El arcón de metal no hace juego con el resto. De hecho, observándolo con más detalle, el mobiliario del despacho 500-9 está formado por piezas sueltas, correspondientes a distintos periodos de la empresa: madera clara, metal, formica blanca. El despacho 500-9 carece de ventana. La única fuente de luz procede de la superficie acristalada que lo separa, a media altura, del almacén de material, el cual da al exterior.
Por el otro lado, el despacho 500-9 linda con el lavabo de caballeros de la planta, del que está separado por una pared de contrachapado.
En la empresa, el despacho 500-9 es llamado «el cuartucho» o «la letrina». Porque se percibe muy claramente el perfume a Frescor de Glaciares del spray desodorante para sanitarios y se oye la rotación del soporte de papel higiénico.
Cuenta la leyenda que un becario rebelde realizó durante varias semanas estadísticas precisas sobre el número de visitas al servicio y el consumo medio de papel higiénico de todos los directivos de la planta. Una tabla de Excel que supuestamente llegó, al final del periodo de estudio, a la mesa del director general.
Por esa razón el despacho 500-9 permanece vacío. La mayor parte del tiempo.
Mathilde colocó el Defensor del Alba de Plata ante ella. Falta poco para que le hable, o más bien para que murmure en voz baja, como si estuviera rezando: «Bien, ¿y tú qué haces?».
El Defensor del Alba de Plata ha debido de quedarse dormido en alguna parte, perderse en los pasillos, equivocarse de planta. Como todos los príncipes y los caballeros blancos, el Defensor del Alba de Plata demuestra un sentido de la orientación más que discutible.
Desde donde se encuentra, con la puerta abierta, Mathilde puede vigilar las idas y venidas. Contar, constatar, establecer eventuales correspondencias. Es una distracción como cualquier otra.
De hecho, Éric acaba de pasar. La mirada fija al frente, no se ha detenido.
Mathilde escucha los ruidos, los identifica uno por uno: cerrojo, ventilación, chorro de orina, papel, cisterna, lavabo.
Ni siquiera tiene ganas de llorar.
Ha debido de introducirse por despiste en otra realidad. Una realidad que no puede comprender, asimilar, una realidad en la que no puede captar la verdad.
No es posible. No de esta forma.
Sin que, nunca, se haya dicho nada. Nada que pueda permitirle pasar a otra cosa, rectificar.
Podría llamar por teléfono a Patricia Lethu, pedirle que se presente allí y que constate que ni siquiera dispone ya de ordenador.
Podría tirar sus informes por toda la habitación, lanzarlos con todas sus fuerzas contra las paredes.
Podría salir de su nuevo despacho, ponerse a gritar en el pasillo, o bien cantar algo de Bowie a voz en grito, imitar algunos acordes con una guitarra, bailar en medio de la zona común, balancearse sobre sus tacones, tirarse al suelo, para demostrar que existe.
Podría llamar al director general sin pasar por su secretaria, decirle que le importa un comino la proactividad, la optimización del saber estar, las estrategias win-win, la transferencia de competencias, y todos esos conceptos vagos con los que les marea desde hace años, que más le valdría salir de su despacho de vez en cuando para ver lo que pasa y respirar el olor nauseabundo que invade los pasillos. Podría plantarse en el despacho de Jacques armada con un bate de béisbol y destruirlo todo metódicamente: su colección de porcelana china, sus amuletos traídos de Japón, su sillón «Dirección» de cuero, su pantalla plana y su CPU, sus litografías enmarcadas, las vitrinas; podría arrancar con sus propias manos los estores venecianos, y con un gesto amplio tirar toda su literatura de marketing al suelo y pisotearla con rabia.
Porque esa violencia está dentro de ella, inflándose de golpe: un grito contenido desde hace demasiado tiempo.
No es la primera vez.
La violencia sobrevino hace algunas semanas, cuando comprendió hasta dónde era capaz de llegar Jacques. Cuando comprendió que aquello no había hecho más que empezar.
Un viernes por la tarde, justo cuando acababa de llegar a casa, Mathilde recibió una llamada de la secretaria de Jacques. Jacques estaba retenido en la República Checa; se había comprometido a escribir un artículo para el periódico interno sobre la innovación de un producto en el seno de la filial, estaba desbordado, no tendría tiempo. Por eso había encargado a Barbara que se pusiera en contacto con Mathilde. El artículo debía entregarse el lunes por la mañana como muy tarde.
Por primera vez desde hacía meses, Jacques le pedía algo. Mediante un intermediario, eso sí. Pero le pedía ayuda. Para eso, él tenía que haber pronunciado su nombre, recordar que ella había redactado decenas de textos que él había firmado sin cambiar una coma, admitir que podía necesitarla o, al menos, que ella estaba dentro del perímetro de su departamento.
Podría haber llegado en mejor momento. Mathilde había previsto marcharse dos días a casa de unos amigos con los niños. Además, había pedido la mañana del lunes para hacerse la radiografía correspondiente después de haberse quitado la escayola de la muñeca.
Había aceptado. Ya se las arreglaría.
Se había marchado al campo con su portátil, había trabajado buena parte de la noche del sábado al domingo. El resto del tiempo había reído, jugado a las cartas, participado en la preparación de las comidas. Se había paseado con los demás por la orilla del río, había respirado a pleno pulmón el olor de la tierra. Y cuando alguien se había preocupado de preguntarle si las cosas en su trabajo se habían arreglado, había respondido que sí. La petición de Jacques le había bastado para pensar que la situación podía mejorar, volver al estado anterior, para creer que todo eso no era, en el fondo, más que un mal momento, una crisis que superarían y que terminaría olvidando, porque ella era así: no sentía amargura ni rencor.
El mismo domingo por la tarde, había enviado el artículo a Jacques a través de la mensajería instantánea de la empresa, con la que podía conectarse a distancia. Lo recibiría en cuanto llegase el lunes por la mañana o quizás esa misma tarde si había vuelto. Se durmió con un sentimiento de misión cumplida que no había experimentado desde hacía mucho tiempo.
Al día siguiente, Mathilde había acompañado a Théo y a Maxime al colegio, después había acudido a su cita en el hospital, donde tuvo que esperar una hora larga antes de ser atendida. Entrada la mañana, había vuelto a casa, había aprovechado ese momento de libertad para ordenar el armario de los niños y planchar algo de ropa. A la una de la tarde, se había comprado un bocadillo en la panadería de abajo y había ido al metro. Los vagones estaban casi vacíos, el trayecto le pareció fluido. Había pasado por la cafetería de la estación para tomar un café en la barra, Bernard había celebrado su buen aspecto. A las dos en punto de la tarde, había franqueado la puerta del edificio.
Jacques la estaba esperando. Apenas Mathilde había salido del ascensor, se había puesto a gritar:
—¿Y el artículo? ¿Y el artículo?
Mathilde había recibido el impacto directamente en el estómago.
—Se lo envié ayer. ¿No lo ha recibido?
—No, no he recibido nada. ¡Nada! He esperado toda la mañana, la he buscado por todas partes ¡y he tenido que anular una comida para escribir ese puto artículo que le pedí el viernes por la tarde! Supongo que tenía mejores cosas que hacer que dedicar algunas horas de su fin de semana a la empresa.
—Lo envié ayer por la noche.
—Sí, ya.
—Se lo envié, Jacques. Si no fuese así, usted sabe que se lo diría.
—Pues ya va siendo hora de que se entere de cómo funciona su mensajería instantánea.
Algunos rostros habían aparecido en el quicio de las puertas, ojeadas furtivas hacia el pasillo. Aturdida, Mathilde había permanecido silenciosa. Sin aliento, apoyada en la pared, había tenido que revisar paso por paso lo que había hecho a su vuelta el domingo por la tarde, antes de llegar a visualizar la escena: había puesto la mesa, había metido la pizza en el horno, había pedido a Simon que bajase la música y después había encendido el portátil, sí, se recordaba poniéndolo en marcha, sentada trente a la mesita del salón. Más tarde, necesariamente, había enviado el artículo, no podía ser de otra forma.
Y entonces empezó a dudar. Ya no estaba tan segura. Quizás se hubiese interrumpido y no hubiese mandado el correo. Quizás había cometido un error de manipulación, se había equivocado de destinatario, había olvidado el archivo adjunto… Ya no estaba segura de nada. Quizás había olvidado enviar el artículo. Simplemente.
El pasillo estaba vacío. Jacques se había marchado.
Mathilde se había precipitado a su despacho, había encendido su ordenador, escrito la contraseña, esperado la aparición de todos los iconos y a que el antivirus efectuase los controles; todo aquello parecía durar una hora, sentía una vena palpitar en su cuello. Al final había podido abrir la carpeta de mensajes enviados. El correo estaba allí, en la primera línea, con fecha del día anterior, a las 19.45. No había olvidado el archivo adjunto.
Desde su despacho había llamado a Jacques para que viniese a comprobarlo él mismo, a lo que le había respondido, lo suficientemente alto para que todo el mundo le oyese:
—No he recibido nada y no me importa lo más mínimo su buena conciencia.
Jacques ponía en duda su palabra.
Jacques le hablaba como a un perro.
Jacques mentía.
Había recibido el artículo. Lo sabía. Probablemente incluso se habría inspirado en él para escribir el suyo.
Mathilde le había reenviado el correo.
¿Para probarle qué?
Resultaba vano, ridículo, una acción penosa para continuar en pie.
Por primera vez, había visualizado a Jacques muerto. Los ojos abiertos. Por primera vez se había visto disparar a quemarropa, había imaginado el disparo, potente, irremediable. Por primera vez, había visto el agujero en medio de su frente. Limpio. Y la piel quemada alrededor.
Más tarde había vuelto aquella imagen, y luego otras:
Jacques tendido en el suelo a la entrada del edificio, el remolino de gente en torno a su cuerpo, el hilillo de espuma blanca en la comisura de su boca.
Jacques bajo la luz azul del aparcamiento, arrastrándose con los codos, las piernas rotas, trituradas, aplastadas, implorando su perdón.
Jacques apuñalado con su abrecartas de plata, chorreando sangre en su sillón «Dirección».
En aquel momento, esas imágenes la habían calmado.
Después, Mathilde sintió miedo de que algo se le escapara, que la arrastrara, algo que no podría impedir.
Las imágenes eran tan claras, tan precisas… Casi reales.
Había sentido miedo de su propia violencia.