25
Mathilde no mira su reloj, ni la hora en la esquina inferior del ordenador, ni la del teléfono. Si empieza a mirar la hora, el tiempo se estira, se extiende, se eterniza.
No debe contar nada. Ni el tiempo pasado, ni el que queda por pasar.
No hay que escuchar, el rumor procedente de los despachos, al otro lado del pasillo, los golpes de voz, los retazos de conversación en inglés, los timbrazos de los teléfonos.
El ruido de la gente que trabaja.
No hay que escuchar tampoco el torrente de la cisterna. Una vez cada veinte minutos de media.
Estar allí, ahora, en ese lugar, le parece menos difícil. Se ha acostumbrado.
Si piensa en ello, no ha hecho más que eso, desde el principio: acostumbrarse. Olvidar el tiempo pasado, olvidar que las cosas hubiesen podido ser diferentes, olvidar que sabía trabajar. Acostumbrarse y perderse.
Mathilde mira el CD que contiene la copia de sus informes personales. Duda en insertarlo en el lector, y renuncia. ¿De qué serviría transferir los ficheros a su nuevo ordenador?
Mañana quizás estará en otro lado, en alguna parte del sótano, cerca de la cocina del comedor o del cuarto de basuras. O quizás sea transferida a otro departamento, a otra filial, a alguna parte donde reciba llamadas, correos, donde se esperen de ella proyectos, opiniones, documentos, donde vuelva a encontrar el gusto de estar allí.
Pulsa un botón del teclado para volver a poner el ordenador en activo. Cada ordenador contiene su propia unidad de memoria, llamada C. La unidad C incluye Mis documentos, Mi música, Mis imágenes. Su unidad C está vacía, porque acaba de obtener un equipo nuevo. Todos los ordenadores están conectados con el servidor de la empresa. El servidor se llama M. Cada departamento dispone de una carpeta en la red. La carpeta del departamento Marketing e Internacional se llama MKG-INT. Cada miembro debe grabar allí el conjunto de los documentos concernientes a la actividad del departamento. Desde hace algún tiempo, Mathilde consulta de vez en cuando esa carpeta, con el fin de conocer los nuevos planes de acción de las marcas o el proceso de las operaciones de promoción. Se mantiene al corriente. Incluso cuando ya nadie le pide nada, incluso cuando ya no participa en nada, incluso cuando no sirve para nada.
Mathilde pulsa dos veces sobre el icono M. El servidor se abre, localiza la carpeta, pulsa de nuevo.
Inmediatamente se abre un mensaje de error: M/MKG-INT/Size no es accesible. Acceso denegado.
Mathilde lo intenta de nuevo, aparece el mismo mensaje.
El servicio de mantenimiento ha olvidado seguramente configurar las autorizaciones en su nuevo ordenador.
Marca el número. Reconoce la voz del técnico que ha venido esta misma mañana, el que le ha pedido la carta del Defensor del Alba de Plata.
Se presenta, explica su problema.
Escucha el ruido del teclado, la respiración del hombre en el auricular: está verificando.
—No tiene nada que ver con su nuevo equipo. No dispone usted de autorización de acceso para esa carpeta.
—¿Cómo?
—Recibimos una instrucción de servicio el viernes, ya no figura usted en la lista.
—Pero ¿qué lista?
—Se ha solicitado una redefinición de las autorizaciones de acceso de cada departamento. La petición de su servicio no le da acceso a esa carpeta.
—¿Quién ha firmado el documento?
—El responsable, supongo.
—¿Qué responsable?
—El señor Pelletier.
Llega un momento en el que es necesario que las cosas se detengan. En el que ya nada es posible de otra forma.
Va a llamarle. Dejará sonar el teléfono el tiempo que sea necesario, veinte minutos si hace falta.
Pero primero tiene que calmarse. Tiene que respirar. Tiene que esperar a que sus manos hayan dejado de temblar.
Primero, tiene que cerrar los ojos, abandonar el territorio de la cólera y el odio, alejar de ella el torrente de insultos que asalta su mente.
Al cabo de un centenar de llamadas, Jacques termina por descolgar.
—Soy Mathilde.
—¿Sí?
—Parece ser que me ha retirado usted las autorizaciones de acceso a la carpeta del departamento.
—Sí, en efecto. Patricia Lethu me ha informado de que ha pedido usted un cambio de destino. Por razones que conoce, no puedo por tanto otorgarle el mismo acceso que a los demás miembros del departamento. Ya sabe que la política de Marketing obedece a exigencias particulares de confidencialidad, incluidas las relaciones internas.
A veces, cuando ella se emociona, su voz se hace más aguda, sube unas octavas en algunas palabras, pero no esta vez. Su voz es grave y calmada. Está extrañamente tranquila.
—Jacques, me gustaría que habláramos. Concédame unos minutos. Es ridículo. No hubiera pedido un cambio de destino si las cosas no hubiesen tomado este cariz, sabe muy bien que ya no tengo…
—Hum… Sí, bueno, escuche, el resultado es ése. No vamos a perder tiempo con consideraciones cronológicas, pienso que los dos tenemos cosas mejores que hacer.
—No, Jacques, usted sabe muy bien que no tengo nada que hacer.
Hay un silencio, un silencio que dura unos segundos. Mathilde retiene la respiración. Mira al Defensor del Alba de Plata, que escruta la línea del horizonte, a lo lejos.
Su corazón no late más deprisa. Sus manos no tiemblan. Está tranquila y todo está perfectamente claro. Ha llegado al final de algo.
Y entonces, de pronto, Jacques se pone a gritar:
—¡No me hable en ese tono!
No entiende. Le ha hablado suavemente. Ni una palabra más alta que la otra. Pero entonces Jacques vuelve a la carga:
—¡No puede usted hablarme en ese tono!
Ha dejado de respirar. Mira a su alrededor, busca un punto de apoyo, fijo, tangible, busca algo que lleve un nombre, un nombre que nadie pueda rebatir, una estantería, un cajón, una carpeta, es incapaz de pronunciar un sonido.
Él está fuera de sí, continúa:
—¡Le prohíbo que me hable de esa forma, está usted insultándome, Mathilde, soy su superior jerárquico y usted me insulta!
De pronto empieza a comprender lo que está haciendo.
La puerta de su despacho estará abierta y grita para que todo el mundo lo oiga. Repite:
—Le prohíbo que me hable en ese tono, ¿pero qué le pasa?
A su alrededor, todos podrán ser testigos: Mathilde Debord le ha insultado por teléfono.
Se ha quedado sin habla. Eso no puede estar pasando.
Jacques continúa. Responde a su silencio con exclamaciones indignadas, se ofende, se irrita, exactamente como si reaccionase a sus ataques. Finalmente concluye:
—Se ha vuelto usted una grosera, Mathilde. Me niego a seguir esta conversación con usted.
Ha colgado.
Entonces vuelve la imagen. El rostro de Jacques entumecido, un hilillo de sangre saliendo de su boca.