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Durante mucho tiempo Mathilde ha buscado el punto de partida, el principio, donde empezó todo, el primer indicio, el primer fallo. Retomaba el orden inverso, etapa por etapa, volvía atrás, intentaba entender. Cómo había pasado, cómo había comenzado. Cada vez, llegaba al mismo punto, a la misma fecha: esa presentación del estudio, un lunes por la mañana, a finales del mes de septiembre.
Al principio del todo, está esa reunión, tan absurdo como pueda parecer. Antes de eso, no hay nada. Antes de eso, todo era normal, seguía su curso. Antes de eso, ella era adjunta al director de Marketing de la principal filial de nutrición y salud de un grupo de productos alimentarios internacional. Desde hace más de ocho años. Comía con sus compañeros, iba al gimnasio dos veces por semana, no tomaba somníferos, no lloraba en el metro ni en el supermercado, no tardaba tres minutos en responder a las preguntas de sus hijos. Iba a su trabajo como todo el mundo, sin vomitar la mitad de los días al bajar del tren.
¿Basta con eso, con una reunión, para que todo se tambalee?
Ese día, Jacques y ella recibían a un célebre instituto, que venía a presentarles los resultados de un estudio sobre usos y actitudes en materia de consumo de productos dietéticos que ellos habían encargado dos meses antes. La metodología había sido objeto de numerosos debates internos, en particular el apartado de perspectivas, del que dependía la decisión sobre importantes inversiones. Habían optado finalmente por dos aproximaciones complementarias, cualitativa y cuantitativa, que habían confiado al mismo contratista. En lugar de designar un responsable del equipo para encargarse del informe, Mathilde había preferido hacerse cargo ella misma. Era la primera vez que trabajaban con ese instituto, cuyos métodos de investigación eran relativamente nuevos. Había asistido a las reuniones de grupo, se había desplazado para escuchar las entrevistas personalmente, había analizado ella misma la puesta en marcha del cuestionario on line, había pedido, antes de realizar la síntesis, la realización de análisis cruzados. Estaba satisfecha con la forma en la que se habían desarrollado las cosas, había mantenido informado a Jacques, como hacía siempre que trabajaban con un nuevo socio. Se había fijado una primera fecha de entrega, después una segunda, y en el último momento Jacques había retrasado las dos alegando que estaba desbordado. Él quería estar presente. El monto del presupuesto justificaba, en sí mismo, su presencia.
El día de la presentación, Mathilde había llegado con antelación para abrir la sala, verificar que el proyector funcionaba y que la bandeja de los cafés estaba preparada. El director del instituto venía en persona a presentar los resultados. Por su lado, Mathilde había invitado al conjunto del equipo, los cuatro jefes de producto, los dos responsables de estudios y el estadístico.
Se habían sentado en torno a la mesa, Mathilde había intercambiado algunas palabras con el director del instituto, Jacques se retrasaba, Jacques se retrasaba siempre. Había entrado por fin en la sala, sin disculparse, con aspecto cansado y un afeitado superficial. Mathilde llevaba un traje sastre oscuro y esa blusa de seda que tanto le gusta, recuerda aquello con extraña precisión, recuerda también la forma en que el hombre estaba vestido, el color de su camisa, el anillo que llevaba en el meñique, el bolígrafo que sobresalía del bolsillo de su chaqueta, como si los detalles más insignificantes hubiesen quedado grabados en su memoria, sin saberlo, antes de que ella cobrase conciencia de la importancia de ese momento, de lo que iba a ocurrir, que nada podría reparar. Tras las presentaciones de rigor, el director del instituto había comenzado su exposición. Dominaba perfectamente el tema, no se había limitado a repasar media hora antes un informe realizado por otros, como sucedía a menudo. Había comentado la proyección sin ninguna nota, con un lenguaje de claridad excepcional. El hombre era brillante y carismático. Algo inaudito. Emanaba de él una especie de convicción que forzaba a prestarle atención, lo había notado enseguida, por la calidad de la escucha que le había concedido el equipo y la ausencia de comentarios al margen que generalmente parasitaban este tipo de reuniones.
Mathilde había mirado las manos de ese hombre, lo recuerda, los gestos amplios que acompañaban su discurso. Se había preguntado de dónde venía ese ligero acento, apenas perceptible, esa nota singular que no conseguía identificar. Había comprendido inmediatamente que aquel hombre molestaba a Jacques, sin duda porque era más joven, más alto, pero tan buen orador como él. Había notado enseguida que Jacques se ponía tenso.
En medio de la exposición, Jacques había empezado a mostrar algunos signos de impaciencia, ostentosos suspiros y «sí, sí» pronunciados en voz alta, destinados supuestamente a subrayar la lentitud o la redundancia del argumento. Después se había puesto a mirar el reloj de tal forma que nadie pudo ignorar su impaciencia. El equipo había permanecido impasible, todos conocían sus cambios de humor. Más tarde, cuando el director presentaba los resultados del estudio cuantitativo, Jacques se había extrañado de que su significatividad no figurara en los gráficos proyectados. Con cortesía algo afectada, el director le había respondido que sólo habían sido presentados los resultados cuya significatividad era superior al 95%. Al final de la presentación, como responsable del estudio, había tomado la palabra para agradecer el trabajo realizado. Jacques debía decir unas palabras. Ella se había vuelto hacia él, habían cruzado sus miradas y había comprendido inmediatamente que Jacques no agradecería nada. En otro tiempo, él le había enseñado la importancia de establecer relaciones de confianza y respeto mutuo con los proveedores externos.
Mathilde había planteado las primeras preguntas, señalando ciertos detalles, antes de abrir el debate.
Jacques había tomado la palabra en último lugar, los labios apretados, con la extrema seguridad que ella conocía tan bien y, una por una, había desmontado las recomendaciones del estudio. No ponía en duda la fiabilidad de los resultados, sino las conclusiones que el instituto había extraído de ellos. Era hábil. Jacques conocía perfectamente el mercado, la identidad de las marcas, la historia de la empresa. Sin embargo, estaba equivocado.
Mathilde tenía por costumbre estar de acuerdo con él. Primero porque compartían cierto número de convicciones, después porque le había parecido que, desde los primeros meses de trabajo en común, estar de acuerdo con Jacques era una posición más cómoda y a la vez más eficaz. No servía de nada enfrentarse a él. De hecho, Mathilde conseguía siempre explicar sus razones y sus propias elecciones, y a veces hacerle cambiar de opinión. Pero esta vez la actitud de Jacques le había parecido tan injusta que no pudo evitar retomar la palabra. Bajo el paraguas de la hipótesis, sin contradecirle directamente, había explicado en qué le parecía que las orientaciones propuestas, en vista de la evolución del mercado y de otros estudios efectuados en el seno del grupo, merecían ser estudiadas.
Jacques la había mirado un largo rato. En sus ojos, ella no había leído otra cosa que extrañeza.
No había vuelto sobre el tema.
Por eso había concluido que él se había rendido a sus argumentos. Había acompañado al director del instituto hasta el ascensor.
No había pasado nada.
Nada importante.
Había necesitado varias semanas para volver a esa escena, para rememorarla en su totalidad, darse cuenta de hasta qué punto cada detalle permanecía presente en su memoria, las manos del hombre, ese mechón de pelo que barría su frente cuando se inclinaba, el rostro de Jacques, lo que había dicho, lo que había quedado en el silencio, los últimos minutos de la reunión, la forma en la que el hombre le había sonreído, su expresión de reconocimiento, la forma en que él había recogido sus cosas, sin prisas. Jacques había abandonado la sala sin despedirse de él.
Más tarde, Mathilde había preguntado a Éric qué pensaba de la forma en que se habían desarrollado los acontecimientos: ¿había sido hiriente, descortés, se había pasado de la raya? En voz baja, Éric le había respondido que ese día ella había actuado como ninguno de ellos había osado hacer, y que estaba bien.
Mathilde había vuelto a esa escena porque la actitud de Jacques hacia ella se había modificado, porque ya nada fue como antes después de aquello, porque fue entonces cuando comenzó un proceso de destrucción al que le llevaría meses ponerle nombre.
Pero cada vez volvía a la misma pregunta: ¿es que aquello bastaba para que todo se tambaleara?
¿Es que aquello bastaba para que su vida entera fuera tragada por un combate absurdo e invisible, perdido de antemano?
Si le había costado tanto tiempo admitir lo que pasaba, el engranaje en el que habían entrado, era porque Jacques, hasta ese momento, siempre la había apoyado. Trabajaban juntos desde el principio, defendían posiciones comunes, compartiendo la misma audacia, cierto gusto por el riesgo y el mismo rechazo a ceder a lo fácil. Ella conocía mejor que nadie sus entonaciones, el lenguaje de sus gestos, su risa defensiva, la postura que adoptaba cuando estaba en posición de fuerza, su incapacidad para la renuncia, sus disgustos, sus enfados y sus enternecimientos. Jacques tenía la reputación de tener un carácter difícil. Se le sabía exigente, sin matices, y en muchas ocasiones tajante. Los demás le temían, si era posible preferían dirigirse a ella antes que a él, pero reconocían su competencia. Cuando Jacques la había contratado, ella llevaba tres años sin trabajar. La había elegido entre varios candidatos seleccionados por la dirección de Recursos Humanos. Era madre de tres hijos y vivía sola; situación que, hasta entonces, le había valido varios rechazos. Ella tenía una deuda con él. Había empezado a participar en la realización del plan de marketing, en las grandes decisiones relativas a la elaboración de grupos de productos de cada marca, al seguimiento de la competencia. Poco a poco, empezó a escribir sus discursos y a encargarse de la gestión directa de un equipo de siete personas.
Ese día, al final del mes de septiembre, en un lapso de diez minutos, algo se había enturbiado. Algo se había interpuesto en la organización precisa y productiva que regía sus relaciones, algo que ella no había visto ni oído. Había comenzado aquella misma tarde, cuando Jacques se había extrañado en voz alta, delante de varias personas, de verla partir a las seis y media, pareciendo olvidar las numerosas veladas que ella había sacrificado a la empresa para preparar sus presentaciones del grupo y las horas pasadas en su casa terminando informes.
De esa forma se había puesto en marcha otro mecanismo, silencioso e inflexible, que no se detendría hasta aplastarla.