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Apenas se ha sentado y su teléfono ha sonado de nuevo. Era el director del centro de investigación. Había estudiado su currículum, querría verla cuanto antes. ¿Sería posible una reunión mañana mismo?

Mediante no sabe qué milagro o qué movilización extrema de sus recursos restantes, qué esfuerzo último, qué sobresalto, ha conseguido responder a sus preguntas con voz calmada, relativamente segura de sí misma, le había parecido, como alguien que no se juega su salud mental, alguien que no se juega otra cosa que un eventual cambio de destino.

Ha sido capaz de describirle cuáles eran sus funciones, sus responsabilidades y sus principales logros, exactamente como si eso existiera todavía, como si nunca se le hubiesen escapado. Se ha abstraído de nueve meses de vacuidad, un vago paréntesis en la continuidad del tiempo, ha encontrado palabras que ya no emplea, el vocabulario profesional, las fórmulas voluntarias y proactivas, ha evocado cifras, el montante de los presupuestos, no se ha equivocado.

El director del centro de investigación la conocía de nombre, apreciaba mucho sus artículos en la revista del grupo.

—Confieso que buscaba su firma. Es una pena que haya dejado de escribir, supongo que ya no tiene tiempo. Estamos todos en la misma situación: con la nariz metida en el volante. En fin, será un placer verla mañana, si usted lo desea. Estaré reunido toda la tarde, ¿sería posible a las 18.30?

Había algo simple en su forma de dirigirse a ella, una especie de bondad.

Ha colocado su plano del metro sobre la mesa para estudiar la forma de ir hasta allí. Ha estudiado la distancia entre el centro de investigación y su domicilio, ha considerado las distintas posibilidades, evaluado los tiempos de trayecto. No está lejos. Media hora a lo sumo.

Se pondrá el traje gris o quizás el negro, realzado con un fular rojo, no beberá café después de la comida, se marchará sobre las cinco y media de la tarde para asegurarse de no llegar tarde, se esforzará por sonreír, no hablará de Jacques, evitará toda alusión implícita o explícita a su relación, contará sus propios éxitos, el reposicionamiento de la marca L., el lanzamiento de complementos alimenticios B., las operaciones recientes de fidelización, planchará su blusa blanca, se levantará antes para lavarse el pelo, evitará los temas que puedan volverla frágil, evocará la creación del panel de consumidores, los productos test que había puesto en marcha hacía unos años, no cruzará las piernas, se pintará las uñas con esmalte transparente, no hablará de sus hijos salvo si le preguntan, empleará verbos de acción, evitará el condicional y toda formulación que pueda revelar alguna forma de inercia o de pasividad. Ah, y se mantendrá erguida.

Hace ya un rato que Mathilde está inmersa en sus reflexiones estratégicas cuando una especie de carillón le anuncia la llegada de un correo electrónico. La ayudante del director del centro de investigación le envía una confirmación de su cita, así como un plano de acceso a la sede. El correo le ha sido enviado con alta prioridad, se ha dado cuenta enseguida, se ha emocionado.

Ha permanecido inmóvil varios minutos frente a la pantalla, algo que parecía imposible se abre ante ella.

Ha pensado que la vida quizás va a retomar su curso, que va a volver a ser ella misma, a recuperar la amplitud de sus gestos, el placer de ir al trabajo y el de volver a su casa. Que ya no pasará horas tumbada en la oscuridad, con los ojos abiertos, que Jacques saldrá de sus noches tan deprisa como entró, que tendrá de nuevo historias que contar a sus hijos, que les llevara a la piscina o a patinar, que volverá a improvisar cenas con restos a las que dará nombres estrafalarios, que pasará las tardes enteras con ellos en la biblioteca.

Ha pensado que va a volver a encontrar esa suavidad. Que nada está perdido.

Ha pensado que va a comprar una pantalla plana para sus veladas con un DVD y que renovará su tarjeta de socia del videoclub. Ha pensado que invitará a sus amigos a cenar, que festejarán su cambio de destino con champaña, que quizás bailarán en su pequeño salón, tras haber apartado la mesa y las sillas. Como antes.

Desea llegar al día siguiente.

Tiene el valor suficiente para ir. Es capaz.

Ha llamado a Théo y a Maxime para asegurarse de que han vuelto bien, y después al móvil de Simon para recordarle que no debe retrasarse porque sus hermanos están solos en casa.

Ha llamado a su madre, que había dejado varios mensajes esos últimos días a los que no había respondido. Ha hablado de los niños, están bien, sí, los gemelos se preparan para ir a clase de vela y Simon había conseguido el cinturón marrón de judo. Su madre ha dicho: «Tu voz suena bien». Ha prometido volver a llamarla el fin de semana.

Esa tarde, a la vuelta, comprará pescado, o quizás un pollo, y tartaletas de fresa para el postre.

Dará a esa noche un regustillo a fiesta, sin decir nada a los niños, sin revelarles nada, sólo por ver brillar sus ojos. Sólo para darse fuerzas.