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Buscó en Internet el teléfono de Urgencias Médicas. Tiene pensado llamar antes de marcharse para pedir que vaya un médico a su casa después de las siete.
Marcó el número. En el momento en el que respondió la telefonista, Éric pasó por delante de su puerta. Mathilde temió que oyera su conversación desde el servicio. Colgó.
Esperó un poco. Cuando marcó otra vez el número, sonó su móvil. Colgó por un lado, y descolgó por otro. Estaba cansada. Una operadora de Bouygues Télécom quería saber las razones por las que había cambiado de operador un año antes. Ya no lo recordaba. La operadora quería saber hasta qué fecha se había comprometido Mathilde con su nuevo operador y bajo qué condiciones podría volver a ser cliente de Bouygues Télécom. En el momento en que la operadora se disponía a explicarle las diferentes ofertas entre las cuales debía elegir la que le resultaba más atrayente, Mathilde se echó a llorar.
Emilie Dupont leyó a toda velocidad su ficha nº 12, según la cual Bouygues Télécom agradecía a Mathilde su amable participación y la volvería a llamar para proponerle nuevas ofertas en un momento más oportuno.
Llovía cuando Mathilde salió del edificio, una lluvia fina manchada por la proximidad de las fábricas, una lluvia grasienta, una lluvia cargada de las secreciones del mundo, pensó; la acera desaparecía bajo sus pies por tramos, o bien eran sus piernas que cedían bajo el peso de la renuncia. Era un hundimiento hacia el suelo, imperceptible, como si su cuerpo ya no supiese cómo mantenerse en pie. Por un momento pensó que se derrumbaría allí, sobre el asfalto, una especie de cortocircuito. Y sin embargo no.
Recordó la canción, ésa que tanto les gustaba a Philippe y a ella: On and on the rain will fall, like tears from a star, on and on the rain will say how fragile we are, how fragile we are. Pensó que era una silueta gris entre un millón deslizándose sobre el pavimento, pensó que caminaba lentamente. Antaño, habría corrido hasta la estación, incluso con diez centímetros de tacón. Antaño, habría calculado que, dándose prisa, podría atrapar el VOVA de las 18.40.
La cafetería estaba cerrada, desde el exterior podían distinguirse la barra lisa y vacía y algunas sillas vueltas sobre las mesas. Se preguntó si Bernard no se habría ido de vacaciones. Todo parecía tan limpio… Le había visto esa misma mañana, y a la hora de comer, quizás se lo hubiese comentado sin que ella escuchase.
En el mismo momento, un hombre se dirigió hacia ella, descendió de su scooter, se quitó el casco y la miró. Quería invitarla a una copa, o a un café, insistió, dijo: «Por favor. Es usted maravillosa».
De pronto Mathilde sintió ganas de llorar, llorar más, sin ningún reparo delante de ese hombre para que supiese que no, que no tenía nada de maravilloso, al contrario, que no era más que un deshecho, una pieza estropeada rechazada por el conjunto, un residuo. Volvió a insistir, su silueta, su cabello, «me gustaría tanto invitarla a una copa…».
El hombre era guapo, sonreía.
Ella dijo: «No estoy muy animada en este momento», él respondió: «Precisamente por eso. Le sentará bien, le cambiará las ideas».
Ella continuaba avanzando y él la seguía. Por fin le dio su tarjeta, llámeme otro día, cuando quiera, ya la he visto antes, sé que trabaja usted por aquí, llámeme, ahí tiene todos mis números.
Ella se metió la tarjeta en el bolsillo, hizo un esfuerzo para sonreír, y lo dejó allí. Él sostenía el casco en la mano, se quedó mirando cómo se alejaba.
Después de la muerte de Philippe, ha estado con otros hombres. Unos pocos. Quizás sólo se ama una vez. Eso no se recarga. Había leído esa frase en un libro, hacía mucho tiempo, apenas se había detenido en ella. Una resonancia ínfima. Pero la frase había vuelto cada vez que había acabado dejando a los hombres que había creído amar. Desde hace diez años, ha tenido historias, al margen de su vida, justo en el borde, dejando aparte a sus hijos. Y esas historias, en el fondo, le dan igual. Cada vez que se hablaba de juntar los muebles y el tiempo, de seguir la misma trayectoria, se había marchado. Ya no puede más. Quizás eso sólo ha existido en la inconsciencia de sus veinte años, vivir juntos, en el mismo sitio, respirar el mismo aire, compartir cada día la misma cama, el mismo cuarto de baño, quizás sólo suceda una vez, sí, y después nada de esa índole sea posible, ni pueda volver a empezar.
Mathilde entra en la estación, levanta la vista hacia el panel electrónico. Acaba de perder el tren. El siguiente ha sido suspendido.
Del conjunto de líneas de la red metropolitana, la línea D de cercanías ostenta probablemente el récord de averías técnicas, de huelgas, de viajeros locos, de litros de orina, de anuncios incomprensibles, de informaciones erróneas.
Va a tener que esperar media hora. De pie.
Sube las escaleras hasta la vía B.
Desde hace varios meses, la sala de espera ha sido eliminada. En el suelo se distinguen aún las huellas de su emplazamiento.
La compañía de ferrocarriles, la SNCF, ha suprimido todas las marquesinas de la red de Île-de-France para evitar que sirvan de refugio a los vagabundos. Eso le han contado.
Un poco más lejos en el andén, al principio del invierno, han instalado una especie de tostadora gigante. Sus resistencias rojas, ardientes, difunden calor a un metro a la redonda. En épocas de frío, los viajeros se aglutinan allí, extienden sus manos para calentarse. En esa tarde de primavera, por una especie de extraño condicionamiento, se reúnen frente al aparato a pesar de que está apagado.
Acaba de presentar su dimisión. No siente ni arrepentimiento ni alivio. Sólo una sensación de vacío.
Mathilde se mantiene alejada, observa a la gente, la fatiga en sus rostros, ese aspecto contrariado, esa amargura en sus labios. El FOVA ha sido suprimido, va a tener que esperar. Le parece compartir con ellos algo que otros ignoran. Casi todas las tardes, hombro con hombro, esperan trenes con nombres absurdos. Y sin embargo eso no les une, no crea ningún lazo entre ellos.
Mathilde saca la tarjeta que el hombre le ha entregado hace un rato. Se llama Sylvain Bourdin. Es comercial. Trabaja para la compañía Pest-Control. Bajo el logo, en cursiva, se precisa la misión de la empresa: Erradicación de animales dañinos: cucarachas, polillas, ratones, ratas, palomas. Desinsectación, desinfección.
Mathilde siente la risa en el interior de su vientre, como una onda. Se extingue inmediatamente. Si no estuviese tan cansada, se echaría a reír, reiría a mandíbula batiente. El hombre del 20 de mayo es un exterminador profesional que erradica bichos indeseables.
No le ha reconocido, ha pasado a su lado, ha rechazado tomar una copa, no se ha detenido.