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Patricia Lethu hablaba en voz baja, rápida, las palabras entrechocan por culpa de la premura. Patricia Lethu se sentía arrollada por los acontecimientos. Mathilde se la imaginaba en el fondo de su despacho, con la puerta cerrada, acurrucada sobre el auricular del teléfono, una mano delante de la boca para mitigar el volumen de su voz. Mathilde le ha pedido varias veces que se lo repitiese, ha debido de entenderlo mal.
Patricia Lethu ha colgado precipitadamente, la llamaban por otra línea, ha dicho:
—Pasaré a verla dentro de un rato, no haga nada antes de hablar conmigo.
Jacques Pelletier ha pedido a la dirección de Recursos Humanos que envíe a Mathilde, por correo certificado, una carta de advertencia que él mismo ha redactado. Menciona las continuas agresiones verbales de las que es objeto, los insultos que supuestamente ella le ha dirigido y el hecho de que Mathilde le hubiese colgado el teléfono en varias ocasiones. Se queja de su oposición sistemática a las orientaciones y a la estrategia de la empresa, y describe, con varios ejemplos, su aislamiento voluntario y su rechazo a comunicarse con los demás.
Patricia Lethu leía extractos con la voz ahogada, tenía la carta ante ella.
La advertencia, juzgó conveniente precisar, no supone sanción disciplinaria. Pero figurará a partir de ahora en su ficha. Puede constituir un elemento determinante en el marco de un proceso de rescisión de contrato o despido disciplinario.
De hecho, Jacques se opone formalmente a cualquier cambio de destino. La pérdida de un responsable pondría en peligro su departamento. Rechaza plantearse la marcha de Mathilde mientras no se haya contratado y formado para su puesto a un sustituto. Según él, no puede hablarse de ningún cambio de destino antes de cuatro o cinco meses.
Patricia Lethu ha repetido:
—No haga usted nada antes de hablar conmigo.
Al contrario que los peces, que han vuelto a su baile de un lado al otro de la pantalla, el Defensor del Alba de Plata permanece inmóvil. Espera el momento adecuado, afina su estrategia.
El Defensor del Alba de Plata no es de los que se lanzan a la acción sin haberse tomado tiempo para pensar.
Mathilde echa un vistazo al reloj del ordenador. Son las 17.45. Intenta reconstruir los elementos enunciados por Patricia Lethu, anota en su cuaderno cuadriculado las palabras que recuerda, después las tacha y arranca el papel. No puede creérselo.
Todo esto no puede estar pasando sino en un sueño, todo esto no es más que una pesadilla de serie B, un escalofrío en medio de la noche que no significa nada. Una pesadilla como las que tenía de niña, cuando soñaba que había olvidado vestirse y se encontraba desnuda en medio del patio, lo que provocaba la hilaridad general.
Llegará un momento en el que se despertará, o se preguntará por la diferencia entre la realidad y el sueño, o comprenderá que sólo era eso, una larga pesadilla, o sentirá ese intenso alivio que sigue a la vuelta a la consciencia, incluso si su corazón late todavía hasta salirse del pecho, incluso si está empapada en sudor en la oscuridad de su habitación, un momento en el que será liberada.
Pero todo eso ha pasado desde el principio. Todo eso puede ser analizado, diseccionado, paso a paso. Esa mecánica despiadada, su enorme ingenuidad y los innombrables errores tácticos que ha cometido.
Es la adjunta de Jacques Pelletier. El título figura en su última nómina y en el organigrama de la empresa.
Ad-junta: junto a él.
Ligada.
Atada de pies y manos.
No va a dejarla escapar, sustraerse a su poder, tan fácilmente.
Sabe bien que puede reemplazarla. En el punto en donde están. Desde hace meses, se dedica a prescindir de ella, a evitarla. Desde hace meses ha puesto en marcha una organización que funciona sin ella, aunque él mismo tenga que trabajar el doble. No hay más que ver su rostro cansado, las ojeras bajo sus párpados. Sabe perfectamente que encontraría a cien como ella si hiciese falta, más jóvenes, más dinámicas, más maleables, Corinne Santos a patadas, como caídas del cielo.
Ella ha llegado al final de una larga espiral tras la cual no hay nada. En el desarrollo lógico de las cosas, su escalada progresiva e implacable, si lo piensa bien, ya no le queda nada. ¿Qué más puede hacer para aplastarla? ¿Otras advertencias, otras humillaciones?
Haga lo que haga, diga lo que diga, ella saldrá perdiendo.
La mirada de Mathilde vaga a su alrededor, en el espacio inerte. Sus gestos ya no existen. Ni el bolígrafo que corre sobre el papel, ni el vasito que lleva la sus labios, ni su mano que abre el cajón.
Puesto que lo ha perdido todo y ya no tiene nada que perder.
Puesto que Jacques ha demostrado poseer una semántica aproximativa, va a enseñarle el significado del verbo insultar.
Eso es.
Va a entrar en su despacho, va a lanzarle, cubrirle, sepultarle a insultos, hacerle una brillante demostración de la riqueza de su vocabulario, de hecho ya empieza a hacer el inventario.
Va a hablarle en ese tono, y peor aún, va a hablarle en un tono que ni siquiera se imagina, del que ignora la existencia, va a hablarle como nadie le ha hablado nunca. Entrará en su despacho, cerrará la puerta tras ella y las palabras saldrán de golpe, compactas, sin una respiración, sin un tiempo muerto que le permita responder, un río interminable de insultos. Escupirá sapos y culebras en su cara, será esa princesa de los cuentos infantiles, bajo un terrible sortilegio, esperando a ser liberada.
Mathilde se levanta, se dirige hacia el despacho de Jacques. Se imagina el alivio, lo anticipa.
En ese impulso que la empuja hacia él, vuelven las imágenes, la larga cuchillada sobre el cuerpo de Jacques, su pelo pegado a la frente, el miedo en sus ojos, la sangre absorbida por la moqueta.