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Ha entrado en el puente de Tolbiac. En medio, detenido por el semáforo, se ha girado para ver el río, el color metálico del agua, centelleante bajo la pálida luz. A lo lejos, la geometría de los demás puentes se dibujaba en formas redondas o alargadas, ligeras y puras hasta donde llegaba su mirada.

Había momentos como éste, en los que la ciudad cortaba la respiración. En los que la ciudad daba sin pedir nada a cambio.

Minutos más tarde, sobre el muelle François Mauriac, ha pasado por delante del flamante edificio donde se le esperaba. La dirección era la de un gabinete de asesoramiento internacional. A menos que aparcase en el garaje de la empresa, no tendría ninguna posibilidad de dejar el coche. Ha dado una vuelta, por si acaso, y después ha entrado en el túnel que bajaba al primer sótano. Ha explicado al guardia que era médico y que venía porque le habían llamado. El hombre se negaba a abrirle. No le habían avisado. Sólo las visitas anunciadas y que dispongan de una plaza reservada con antelación tenían acceso al aparcamiento. Thibault se ha explicado de nuevo. No iba a tardar mucho, no había otro sitio donde aparcar en quinientos metros a la redonda. Se ha tomado la molestia de respirar tras cada frase para no enfadarse. El guardia se ha negado.

Entonces a Thibault le han entrado ganas de salir del coche, agarrarle por el cuello de la camisa y pulsar él mismo el botón. De pronto se ha visto haciendo eso, con exactitud: lanzar al hombre al centro de la rampa de cemento.

Ha cerrado los ojos, un segundo apenas, no se ha movido.

Ha parado el motor y ha exigido que el hombre llamase a su paciente, quien, por suerte, ha resultado ser uno de los directivos de la empresa.

Al cabo de diez minutos, cuando ya varios coches estaban bloqueados tras él, el hombre ha terminado por abrir la barrera.

Thibault se ha presentado en recepción. La azafata le ha pedido que rellene un formulario de visitante y que deje un documento de identidad.

Como era muy guapa, no se ha enfadado.

Como se ha dado cuenta de que era muy guapa, se ha dicho que no estaba muerto.

Mientras la joven notificaba al señor M. que su cita había llegado —exactamente como si Thibault fuese un proveedor cualquiera—, ha puesto el móvil en modo silencio. Con una sonrisa amable, la azafata le ha entregado una tarjeta en la que estaba inscrito su nombre.

Un hombre en traje oscuro le esperaba en un despacho inmenso cuyo mobiliario de diseño parecía recién desembalado. La tez pálida con ojeras, el hombre se ha adelantado para estrecharle la mano.

Thibault ha pensado que algunos hombres de su edad tienen un aspecto más desastroso que el suyo. Resulta tranquilizador.

—Buenas tardes, doctor. Siéntese.

El hombre le indicaba que tomara asiento en un sillón de cuero negro, Thibault ha permanecido de pie.

—Tengo un dolor de anginas muy doloroso desde ayer, necesitaría antibióticos. Soporto muy bien la Amoxicilina, o el Zithromax si lo prefiere.

Ejecutivos desbordados que llaman a Urgencias Médicas desde su lugar de trabajo para no perder un minuto tiene todas las semanas. Forman parte de las evoluciones de su profesión, de la misma manera que el aumento incesante de patologías ligadas al estrés: lumbalgias, cervicalgias, problemas gástricos, intestinales y otros desórdenes músculoesqueléticos. Los conoce de memoria, a los sobreadaptados, a los productivos, a los competitivos. A los que no se paran nunca. Conoce también el otro lado, la otra cara de la moneda, el momento en que se desinflan o se ponen de rodillas, el momento en que algo que no habían previsto se insinúa, o algo que han dejado de controlar se dispara, ese momento en el que pasan al otro lado. También los ve todas las semanas, hombres y mujeres agotados, dependientes de somníferos, fundidos como una bombilla, secos como una batería. Hombres y mujeres que llaman un lunes por la mañana porque no pueden más.

Sabe lo tenue, lo frágil que puede ser la frontera entre los dos estados, y que se pasa de uno a otro más rápido de lo que ellos creen.

Él acepta adaptarse. Hacer un esfuerzo.

Acepta perder diez minutos parlamentando con un guardia obtuso para entrar en un aparcamiento, y otros diez minutos para que le hagan una tarjeta de plástico que no se va a poner.

Pero no soporta que redacten las recetas en su lugar.

—Si me lo permite, voy a auscultarle.

El hombre no puede reprimir un suspiro.

—Escuche doctor, ya he sufrido anginas una cuantas veces, y mi próxima reunión empieza dentro de cuatro minutos.

Thibault se esfuerza en permanecer tranquilo. Pero su voz, lo nota, traiciona su irritación:

—Señor, la mayoría de las anginas son de origen viral. Los antibióticos son inútiles. Y no creo que le cuente nada nuevo si le digo que el uso abusivo de antibióticos genera resistencias que plantean graves problemas de salud individual y pública.

—Me importa un rábano. Necesito estar curado en veinticuatro horas.

—No se curará antes con un tratamiento inadecuado.

No ha podido evitar alzar el tono.

La última vez que negó antibióticos a un paciente, el tío tiró su maletín por la ventana.

Thibault mira a su alrededor. En éste, como es un edificio climatizado, las ventanas no se abren.

¿Por qué ese hombre le resulta tan antipático? ¿Por qué ese hombre le provoca querer ser el más fuerte, tener la última palabra, por qué desea ver inclinarse a ese hombre?

A eso se ve reducido a las seis de la tarde: a un exceso de testosterona, a un arranque de gallito.

El hombre se enfrenta a él, le desafía:

—¿Cuánto le debo?

—Treinta y cuatro euros.

—Es un poco caro por una consulta de tres minutos sin receta.

—Escuche, señor, no extenderé ninguna receta sin haberle auscultado.

El señor M. no está acostumbrado a rendirse. Firma un cheque que deja caer sobre la moqueta, a los pies de Thibault.

Sin dejar de mirarle, Thibault se agacha y lo recoge.

Mientras se dirige al ascensor, piensa: «Ojalá reviente».