18
En su cuartucho, Mathilde verifica que la línea telefónica funciona. Descuelga el auricular, marca el cero, espera tono.
Tranquilizada por la posibilidad de contacto con el exterior, vuelve a colgar.
Se estira en la silla, acaricia la formica con la palma de la mano, busca en el silencio el murmullo del tiempo que pasa. Quedan dos horas para la pausa de la comida.
Hubiera querido ponerse una falda, hacer brillar sus medias satinadas a la luz de la mañana. Por culpa de la quemadura ha tenido que ponerse un pantalón. Como era 20 de mayo, eligió el más liviano, el más ligero.
Si lo hubiese sabido…
Suena el teléfono, se sobresalta. La pantalla muestra el número del móvil de Simon, confirmándole que su línea ha sido correctamente transferida.
Su profesor de Matemáticas no ha venido, quiere saber si puede saltarse el comedor del colegio, comer en casa de su amigo Hugo y volver al instituto por la tarde.
Está de acuerdo.
Le gustaría hablar con él, prolongar el intercambio, ganar algunos minutos al aburrimiento, saber qué aspecto tiene el mundo ahí fuera, hoy, 20 de mayo, si él percibe en el aire algo singular, cierta humedad, alguna languidez, algo que se resista a la ciudad, a sus prisas, que se oponga a su ritmo.
No puede hacerle este tipo de preguntas tan absurdas, le inquietaría.
Por un instante piensa que podría pedirle que volviera a casa ahora mismo, a preparar sus cosas y las de sus hermanos, una bolsa cada uno, no más. Porque se van, sí, ahora, los cuatro, se van lejos, allí donde el aire es respirable, allí donde pueda recomenzar todo.
Detrás de Simon, adivina el rumor de la calle, va a comer en casa de su amigo Hugo, nota que tiene prisa, tiene catorce años, tiene su vida.
Mathilde le manda un beso, y cuelga.
Sus manos descansan al lado del teléfono. Sus manos están como el resto de su cuerpo: inertes.
A lo lejos, una fotocopiadora escupe ciento cincuenta folios por minuto. Escucha la máquina, regular; intenta distinguir cada nota, cada sonido —succión, papel, rodillo de arrastre—, cuenta: ciento doce, ciento trece, ciento catorce. Recuerda que una tarde de invierno, hace mucho tiempo, había tenido que quedarse hasta tarde para terminar, con la ayuda de Nathalie, una presentación de la actividad del servicio. Los despachos estaban vacíos. Antes de marcharse, tenían que hacer cuatro copias del documento. Mathilde había pulsado el botón verde, el ruido de la máquina había llenado todo el espacio, repetitivo, mareante. Y entonces el ruido se había transformado en música, se habían puesto a bailar durante todo el tiempo que aquello había durado, descalzas sobre la moqueta.
Eran otros tiempos. Tiempos de ligereza, de despreocupación.
Hoy había que aparentar.
Mostrar un aspecto ocupado en un despacho vacío.
Mostrar un aspecto ocupado sin ordenador, sin conexión a Internet.
Mostrar un aspecto ocupado cuando todo el mundo sabe que no está haciendo nada.
Cuando ya nadie espera su trabajo, cuando su sola presencia basta para desviar la mirada.
Antes recibía noticias de sus amigos. Llamaba por teléfono. Unos minutos robados a la vuelta de la comida, o al final de la tarde, entre dos reuniones. Cuidaba los lazos, compartía lo cotidiano. Contaba cosas de los niños, los proyectos, las salidas. Lo anecdótico y lo esencial. Hoy ya no llama. No sabe qué decirles. No tiene nada que contar. Rechaza las invitaciones a cenar, las veladas, ya no va al restaurante ni al cine, ya no sale de su casa. Ha agotado todos los pretextos, se ha perdido en excusas cada vez más vagas, ha evitado sus preguntas, no ha respondido a sus mensajes.
Porque ya no puede aparentar más.
Porque siempre llega un momento en el que terminan preguntándole: «¿Y qué tal tu trabajo?».
Ante sus miradas, se siente aún más desarmada. Sin duda piensan que por el humo se sabe dónde está el fuego, que ha debido de cometer un error o tener una metedura de pata. Bajo su punto de vista, es ella la que no está bien. La que tiene problemas. Ya no forma parte de los suyos. Ya no sabe reírse de su jefe, contar cosas de sus compañeros, alegrarse del éxito de su empresa o inquietarse por las dificultades que sufre, con ese aspecto preocupado. El aspecto de alguien que trabaja. Ahora le da igual. Ya todo le importa un bledo. No saben hasta qué punto su tenderete, como dicen ellos, está cerrado a cal y canto. Hasta qué punto el aire que respiran esta viciado, saturado. O quizás sea ella. Ella la que no está bien. La que ya no se adapta. La que es demasiado débil para imponerse, para marcar su territorio, defender su sitio. Ella a la que la empresa ha aislado como medida sanitaria, un tumor descubierto de forma tardía, un amasijo de células insanas amputado del resto del cuerpo. Cuando la miran, se siente juzgada. Entonces calla. Ya no responde. Cambia de acera cuando se cruza con ellos. Les hace una señal de lejos.
Entonces, desde hace semanas, vive en un círculo cerrado con sus hijos, gasta en ellos la energía que ya no tiene. El resto no tiene importancia.
Y cuando su madre la telefonea, se excusa diciendo que la llamará más tarde porque en ese momento está desbordada.
La fotocopiadora se ha detenido, ha vuelto el silencio.
Pesado.
Mathilde mira a su alrededor.
Le gustaría hablar con alguien. Alguien que ignorara todo sobre su situación, que no sintiera por ella ninguna compasión.
Porque tiene tiempo, porque tiene todo el tiempo del mundo, va a llamar a la mutua. Hace varios días que tiene que hacerlo para conocer la cobertura del seguro, qué porcentaje tendrá que pagar del tratamiento de ortodoncia que Théo va a empezar próximamente.
Es una buena idea, la mantendrá ocupada.
Mathilde saca su tarjeta de afiliada del bolso, marca el número. Una voz grabada la informa de que su llamada será facturada a treinta y cuatro céntimos el minuto. El tiempo de espera no se contabiliza. La voz sintética le pide que marque # tras precisar el motivo de su llamada marcando 1, 2 o 3. La voz sintética le propone diferentes opciones entre las que se supone que debe estar su caso.
Para hablar con alguien —una persona de verdad, con una voz de verdad, susceptible de aportar una respuesta de verdad— hay que escaparse del menú. No ceder a las propuestas. Resistir. No marcar ni 1, ni 2, ni 3. Eventualmente 0. Para hablar con alguien, hay que ser diferente, no entrar en ninguna casilla, en ninguna categoría. Hay que reivindicar su particularidad, no parecerse a nada, no ser nada más que otra cosa, precisamente: otro motivo, otra petición, otra operación.
A veces, de esta forma se consigue intercambiar algunas palabras con una persona de verdad. Otras veces el sistema telefónico da vueltas y vueltas, reenvía al menú principal, y es imposible salir de allí.
La voz la informa de que un consejero le responderá en unos minutos. Mathilde sonríe. Intenta identificar la música de espera, le suena esa canción, sólo eso, pero no consigue identificarla.
Espera.
Al menos habrá hablado con alguien.
Ha conectado el altavoz del aparato. La cabeza entre las manos, ha cerrado los ojos. No ha oído a Patricia Lethu, que ha entrado sigilosamente. En el momento en que sus miradas se cruzan, la música se detiene. La voz sintética le anuncia que todos los consejeros están en ese momento ocupados, la mutua la invita a llamar nuevamente en unos minutos.
Mathilde cuelga el aparato.
Patricia Lethu es rubia y está bronceada. Lleva escarpines a juego con sus trajes sastre y joyas de oro. Forma parte de ese grupo de mujeres que saben que una vestimenta no debe combinar más de tres colores y que los anillos se llevan en número impar. En verano viste de blanco, beige o crudo, deja los colores sombríos para el invierno. Todos los viernes, cierra con llave la puerta de su despacho, toma un vuelo para Córcega u otra parte, algún lugar del sur, algún lugar donde hace buen tiempo.
Se comenta que está casada con el número dos de un gran grupo automovilístico. Se dice que ha entrado en la empresa porque su marido es el mejor amigo del presidente de la filial. Se dice que vive en un piso de doscientos metros cuadrados en el distrito decimosexto. Se dice que tiene un amante más joven que ella, un directivo del holding. Circulan algunos nombres. Porque desde hace algunos meses Patricia Lethu viste faldas cada vez más cortas.
En vacaciones, Patricia Lethu parte a isla Mauricio o a las Seychelles con su marido. Vuelve más bronceada aún.
La directora de Recursos Humanos sólo sale de su despacho en las grandes ocasiones: fiestas de despedida a un jubilado, asambleas generales, celebraciones de Navidad. El resto del tiempo, tiene mucho trabajo. Sólo recibe con cita previa.
Esa mañana, un gesto amargo deforma su boca. Mira a su alrededor, se siente incómoda.
Mathilde calla. No tiene nada que decir.
El chorro que lanza un hombre cuando orina se aleja suficientemente de su cuerpo para producir un ruido de salpicadura. Que recubre el silencio.
El torrente de la cisterna no tarda en hacerse oír. En los servicios, alguien tose, después abre el grifo. Es Pascal Furion, Mathilde lo sabe, le ha visto entrar.
Una nube de spray de Frescor de Glaciares invade ahora su despacho.
Patricia Lethu escucha los ruidos procedentes del otro lado del tabique. El aire del secador de manos, un nuevo ataque de tos, la puerta que se cierra. En otras circunstancias, Patricia Lethu forma parte de esas mujeres que saben rellenar el silencio. Pero hoy no. Ni siquiera intenta sonreír. Si se la observa con atención, Patricia Lethu muestra un aspecto vulnerable.
—Me han comunicado que usted había cambiado de despacho. Yo… lo ignoraba, no estaba aquí el viernes. Le confieso que…, en fin…, acabo de enterarme.
—Yo también.
—Veo que no tiene usted ordenador. Nos encargaremos de eso. Considere que se trata de una solución transitoria, no se inquiete usted, vamos…
—Ha pasado usted por delante del despacho de Jacques, ¿verdad?
—Esto…, sí.
—¿Estaba allí?
—Sí.
—¿Ha hablado usted con él?
—No, quería verla primero a usted.
—Entonces escúcheme. Voy a llamarle, aquí y ahora. Voy a llamarle delante de usted para pedirle una entrevista. Por décima vez. Porque me gustaría saber qué hacer, ¿sabe usted? Hoy, por ejemplo, en su opinión, ¿qué tipo de trabajo podría realizar sin ordenador, sin haber participado cu ninguna reunión de equipo y sin tener copia de ningún documento interno desde hace más de un mes? Voy a llamarle porque Jacques Pelletier es mi superior jerárquico. Voy a decirle que está usted aquí, que ha bajado usted; voy a pedirle que venga.
Patricia Lethu accede con un movimiento de cabeza, sin pronunciar palabra. Le cuesta tragar la saliva.
Nunca ha visto a Mathilde en ese estado de ánimo, exasperada. Bajando el tono, Mathilde la conforta:
—No se preocupe usted, Patricia, no va a responder. Nunca responde. Pero podrá usted constatar, cuando pase delante de su despacho, que todavía está allí.
Mathilde marca el número de Jacques. Patricia Lethu contiene el aliento. Hace girar su alianza con el pulgar.
Jacques no descuelga el teléfono.
La directora de Recursos Humanos se acerca a Mathilde, se sienta en el borde de la mesa.
—Jacques Pelletier se ha quejado de que tiene la impresión de que usted se ha vuelto agresiva con él. Dice que se ha hecho muy difícil comunicarse con usted. Que usted muestra señales claras de rebeldía, que no comulga usted con las orientaciones del departamento, ni con las de la empresa.
Mathilde está atónita. Piensa en esa palabra, comulgar, hasta qué punto le parece grotesca. ¿Hasta qué punto debería ella, hubiese debido, comulgar, acatar, esposar, no formar más que uno solo, fundirse, confundirse? Someterse. Ella no comulga. Le gustaría saber cómo se mide eso, cómo se cuenta, cómo se evalúa.
—Escuche, debe de hacer tres meses que no he tenido una conversación digna de ese nombre con Jacques Pelletier, y varias semanas que no me ha dirigido la palabra. Salvo esta mañana, para explicarme que mi despacho había sido transferido. Por lo tanto no sé muy bien a qué se refiere.
—Yo…, bueno…, vamos a resolver este problema. Por supuesto, usted sólo está aquí de modo provisional. Quiero decir, esto…, esto no puede durar.
El ruido del mecanismo del soporte de papel higiénico interrumpe su conversación.
De pronto le parece que Patricia Lethu va a derrumbarse. Algo en su mirada. Una pérdida de coraje. Algo que pasa muy rápido, una expresión de disgusto.
La directora de Recursos Humanos se echa el pelo hacia atrás. Ya no se atreve a mirar a Mathilde.
Con un movimiento del pie derecho, Mathilde da un impulso a su asiento. Las ruedas se deslizan, se acerca a Patricia.
—No voy a aguantar, Patricia, ya no puedo más. Quiero que usted lo sepa. He llegado al límite de lo que podía soportar. He pedido explicaciones, he intentado en vano mantener el diálogo, he sido paciente, he hecho todo lo que estaba en mi mano para que la situación se arreglara. Pero ahora, la prevengo, no voy a…
—La entiendo a usted, Mathilde. Este despacho sin luz, sin ventana…, en fin, tan alejado…, lo sé muy bien…, no es posible.
—Sabe usted tan bien como yo que esto no es problema del despacho. Me gustaría trabajar, Patricia. Me pagan tres mil euros netos al mes y me gustaría trabajar.
—Yo… voy a ocuparme de eso. Vamos a encontrar una solución. Voy a empezar por llamar al servicio informático para que envíen enseguida a alguien que le instale un ordenador.
Patricia Lethu se ha marchado. En el momento en que franqueaba la puerta, se ha girado hacia Mathilde, ha repetido: «Voy a ocuparme de esto». Su voz temblaba, su peinado había perdido su amplitud, su movimiento. De espaldas también parecía cansada.
El Defensor del Alba de Plata combate sin piedad todas las manifestaciones del mal que infectan Azeroth. Por el momento, está durmiendo, descansando, reponiendo fuerzas. Mathilde mira la carta. Se pregunta si Patricia Lethu la ha visto. Se acerca a ella, la acaricia con las yemas de los dedos.
Después mira por encima de la carta, en un espacio en el interior de su pensamiento que sin embargo está allí, delante de ella, un espacio transparente, sobre el que nada se refleja ni puede ser proyectado.