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Vestida con bata de terciopelo, una mujer de unos cincuenta años le abrió la puerta. En cuanto vio a Thibault, su rostro se iluminó.

—¿Otra vez usted?

Ni la dirección ni el sitio, y menos aún el rostro de aquella mujer, le eran familiares.

—¿Perdón?

—Sí, fue usted el que vino hace quince días.

No la contradijo. Pensó que aquella mujer le confundía con otro médico. Entró tras ella, miró a su alrededor. El mueble del salón, las figuritas de porcelana, el espesor de las cortinas de la habitación tampoco le sonaban nada. No más que el delgado cuerpo de aquella mujer, su camisón de nailon rosa, sus inmensas y pintadas uñas. Tras auscultarla, Thibault le preguntó si había conservado la receta anterior para recordar el tratamiento que le había sido prescrito. El papel timbrado estaba firmado por él. Permaneció unos segundos mirando la receta, su propia letra y aquella fecha del 8 de mayo, en la que ciertamente había efectuado una guardia desde las 7.00 hasta las 19.00.

Durante una guardia, no es extraño ver al menos dos o tres pacientes conocidos. Pero normalmente los recuerda.

La mujer presentaba todos los síntomas de una infección bronquial aguda. Redactó un nuevo informe con la mano derecha, como lo viene haciendo desde hace años, a pesar de ser zurdo. Miró una última vez a su alrededor. Hubiera apostado una mano —o lo que quedaba de ella— a que nunca había puesto el pie en ese piso. Y sin embargo había venido doce días antes.

Sólo tiene ocho dedos. Cinco en una mano y tres en la otra. Forma parte de él, esa parte que le falta, algo definido por sustracción. Es un momento de su vida, una fecha, una hora aproximada. Un momento inscrito en su cuerpo. Restado más bien. Es la noche de un sábado, cuando estaba terminando su segundo año de Medicina.

Thibault estudiaba en Caen, volvía un fin de semana al mes a casa de sus padres. Quedaba con sus amigos del instituto a tomar algo, más tarde iban a Maréchalerie, una discoteca de la región, a unos treinta kilómetros de su casa. Se embutían cuatro o cinco en la camioneta de Pierre, bebían licores fuertes acodados en la barra, bailaban sobre la pista, miraban a las chicas. Esa noche, Pierre y él se habían peleado por una tontería, y el tono había ido subiendo, surgió algo entre ellos que venía de lejos. Él estaba en la facultad de Medicina y Pierre había suspendido el bachillerato, él vivía en Caen y Pierre trabajaba en la gasolinera de su padre, él les gustaba a las chicas, que se fijaban en sus manos finas, y Pierre medía cerca de dos metros y pesaba ciento veinte kilos. Pierre estaba completamente borracho. Había empujado a Thibault varias veces, chillaba por encima de la música: «Me importa una mierda tu cara de niño de buena familia». A su alrededor se hizo el vacío. Les habían pedido que se fueran. Sobre las tres de la mañana, subieron a la camioneta, Thibault se sentó en el asiento del copiloto, los otros dos detrás. Pierre se quedó fuera, furioso, se negaba a conducir si Thibault no se bajaba. «Que se largue. Que se las arregle como pueda. Que vuelva andando». La puerta del lado de Thibault estaba abierta, Pierre estaba frente a él y exigía que saliese. Hablaron unos minutos más, la voz de los otros dos protestando por encima de las suyas. Ambos cedieron al mismo tiempo. Thibault se apoyó sobre el marco de la puerta para salir, Pierre la cerró con inusitada violencia. La camioneta tembló, Thibault lanzó un chillido. La puerta había quedado bloqueada, cerrada sobre su mano. Por turnos tiraron, empujaron, dieron patadas. En el interior, Thibault intentaba no desmayarse. No recuerda cuánto tiempo permanecieron así, entre la locura y la confusión, sus gestos ralentizados sin embargo por el alcohol, los insultos que estallaban de un lado y de otro, y él, solo en la cabina, la mano atrapada en la chapa. Media hora, una hora, quizás más. Quizás se desmayó. Cuando consiguieron abrir, la mano de Thibault estaba literalmente aplastada y dos de sus dedos colgaban a la altura de la articulación metacarpofalángica. Se dirigieron a la ciudad más cercana. En el hospital les atendió el cirujano de guardia.

Los dos dedos habían perdido el riego y estaban demasiado estropeados para pensar en una operación reparadora o de reimplante. Días más tarde, hubo que amputarle el meñique y el anular izquierdos: dos cosas muertas y entumecidas de las que apenas quedaba una superficie lisa y blanca por encima de la palma de la mano.

Habían talado su sueño. En seco. Su sueño tirado en el fondo de una papelera de un hospital de provincia cuyo nombre no olvidaría nunca. Ya no sería cirujano.

Tras su interinidad, Thibault empezó a reemplazar al médico del pueblo donde había crecido, una semana al mes y dos meses durante el verano. El resto del tiempo, trabajaba para una red de asistencia a domicilio. Cuando el doctor M. murió, Thibault se hizo cargo de su clientela.

Pasaba consulta por las mañanas en su gabinete y reservaba las tardes para las visitas a domicilio. Cubría un perímetro de unos veinte kilómetros, devolvía un préstamo, comía el domingo en casa de sus padres. En Rai, en la región de Orne, se convirtió en un hombre respetable, al que se saludaba en el mercado y se le solicitaba que formara parte del Rotary Club. Un hombre al que se le llamaba doctor y al que se le presentaba a las jovencitas de buena familia.

Las cosas habrían podido continuar así, seguir la línea de puntos. Hubiera podido casarse con Isabelle, la hija del notario, o con Elodie, la hija del agente de Groupama del pueblo de al lado. Habrían tenido tres hijos, habría ampliado la sala de espera, la habría vuelto a pintar, habría comprado un monovolumen y buscado un sustituto para irse de vacaciones en verano.

Las cosas habrían sido sin duda más suaves.

Al cabo de cuatro años, Thibault vendió su consulta. Puso algunas cosas en la maleta y cogió el tren.

Tenía ganas de ciudad, de su movimiento, del aire saturado al final de la jornada. Quería agitación y ruido.

Empezó a trabajar en Urgencias Médicas de París, primero como sustituto, luego como temporal y después como socio. Continuó yendo y viniendo, aquí y allá, al ritmo de las llamadas de los pacientes y de sus perímetros de guardia. Nunca se volvió a marchar.

Quizás no tenga nada más que escribir una receta con bolígrafo azul en la esquina de una mesa. Quizás nunca llegue a ser nada más que el que pasa y se va.

Su vida está aquí. Aunque no se deje engañar. Ni por la música que se escapa de las ventanas, ni por las señales luminosas, ni por los gritos ante los televisores las noches de fútbol. Incluso cuando sabe desde hace mucho tiempo que el singular gana al plural, y lo frágiles que son las conjugaciones.

Su vida transcurre dentro de un Clio asqueroso, con botellas de plástico vacías y envoltorios de Bounty arrugados en el suelo.

Su vida está en ese incesante vaivén, en esas jornadas agotadoras, esas escaleras, esos ascensores, esas puertas que se cierran tras él.

Su vida está en el corazón de la ciudad. Y la ciudad, con su fragor, cubre las quejas y los murmullos, disimula su indigencia, exhibe su basura y su opulencia, acelerando sin cesar.