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Mathilde llega con más de una hora de retraso; no se apresura, no acelera el paso, no llama para avisar de que está a punto de llegar. De todas formas, a todo el mundo le da igual. Poco a poco, Jacques ha conseguido apartarla de todos los proyectos importantes en los que estaba trabajando, alejarla de toda responsabilidad, reducir al mínimo sus relaciones con el equipo. Mediante un gran esfuerzo de reorganización, de redefinición de misiones y de perímetros, ha conseguido en unos meses despojarla de todas las funciones de su puesto. Bajo los pretextos más diversos y cada vez más oscuros, ha conseguido alejarla de las citas que hubieran podido permitirle mantenerse informada, integrarse en otros proyectos. A principios de diciembre, Jacques le envió un correo para señalarle que debía tomarse imperativamente los dos días de vacaciones de los que no había disfrutado el año en curso. Había esperado al día antes de su partida para fijar para el día siguiente una fiesta informal para todo el personal. Retrasó diez veces la fecha de su entrevista anual de evaluación, terminando por anunciarle que al final no se celebraría, sin otra explicación.

En la calle paralela a las vías, Mathilde se detuvo. Se enfrentó a la luz, el tiempo de sentir el sol sobre su rostro, de dejar que esa tibieza le acariciara los ojos, el pelo.

Son más de las diez y se dirige a la puerta de la cafetería de la estación.

Son más de las diez y le trae sin cuidado.

Bernard, bayeta al hombro, la recibe con una gran sonrisa:

—Bueno, señorita, no se pasó por aquí el viernes, para la lotería.

Ahora juega a la lotería dos veces por semana, lee su horóscopo en Le Parisién y consulta a videntes.

—Me cogí el día para ir a la excursión del colegio de mi hijo al Palacio de Versalles. El profesor necesitaba padres que le acompañaran.

—¿Estuvo bien?

—Llovió todo el día.

Bernard emite un gruñido de compasión, se vuelve hacia la máquina para preparar un café.

Mathilde se dirige hacia una mesa. Hoy es 20 de mayo, así que no se va a quedar de pie. Hoy, 20 de mayo, va a sentarse porque le ha costado más de hora y media llegar y lleva unos tacones de ocho centímetros.

Va a sentarse porque nadie la espera, porque ya no sirve para nada.

Bernard coloca la taza ante ella, aparta la silla del otro lado de la mesa.

—¿Y por qué esa cara tan triste esta mañana?

—Todos los días tengo la cara triste.

—Ah no, la semana anterior, cuando te vimos entrar con tu vestido ligero, nos dijimos que ya olía a primavera. Es cierto, ¿eh, Laurent? Es primavera, Mathilde, ya verás, y la rueda gira como el vuelo de un vestido de flores.

La gente amable es la más peligrosa. Amenazan el edificio, minan la fortaleza, una palabra más y Mathilde podría echarse a llorar. Bernard ha vuelto detrás de la barra, trabaja, le dirige de vez en cuando una sonrisa o un guiño. A esta hora el café está casi vacío, prepara los bocadillos y los sándwiches, la señal de salida para la hora de la comida. Canturrea una canción que conoce sin reconocerla, una de esas canciones de amor que hablan de recuerdos y de remordimientos. Los parroquianos, acodados a la barra, mirando al vacío, escuchan con un silencio sepulcral.

Mathilde mete la mano en su bolso buscando el monedero. Sin éxito. Con un gesto brusco, molesto, vierte el contenido sobre la mesa. En medio de los objetos derramados ante ella —llaves, Nautamina, lápiz de labios, rímel, paquetes de Kleenex, cheques de restaurante— descubre un sobre blanco en el que reconoce la letra de Maxime: Para mamá. Rasga la solapa. En el interior, encuentra una de esas cartas de moda que han invadido los patios de los colegios y que sus hijos compran a precio de oro en paquetes de cinco o diez. Esas cartas con las que organizan peleas a lo largo del día y que no paran de intercambiarse. Mathilde comienza por desplegar el papel que acompaña a la carta. Con letra aplicada, sin ninguna falta de ortografía, su hijo ha escrito: Mamá, te doy mi carta del Defensor del Alba de Plata; es muy difícil de encontrar, pero no importa, la tengo repetida. Ya verás, es una carta héroe que te protege toda la vida.

El Defensor del Alba de Plata lleva una armadura suntuosa y brillante, destaca sobre un fondo sombrío y tormentoso, en la mano izquierda sostiene una espada, mientras que en la otra blande un escudo inmaculado frente a un enemigo que no se ve. El Defensor del Alba de Plata es guapo, digno y valiente. No tiene miedo.

Bajo la imagen puede leerse el número de puntos que representa la carta, así como un texto corto que resume su vocación. El Defensor del Alba de Plata combate sin piedad todas las manifestaciones del mal que infectan Azeroth.

Mathilde sonríe.

En el reverso, sobre un fondo ocre cubierto de nubes opacas, se inscribe el nombre del juego en caracteres góticos: World of Warcraft.

Hace unos días, Théo y Maxime le explicaron que las cartas de Pokemon y Yugi-Ho, en las que habían invertido toda su paga desde hacía meses, se habían pasado de moda. Has been. Relegadas al armario. Ahora «todo el mundo» tiene cartas de World of Warcraft, y «todo el mundo» no juega más que a eso. En consecuencia, sin cartas WOW, sus hijos se habían convertido en unos cutres, en menos que nada, en unos indigentes.

El sábado pasado, Mathilde les compró dos sobres a cada uno; estaban locos de alegría. Hicieron algunos cambios entre ellos, definieron estrategias de ataque y defensa, se entrenaron todo el día para sus próximos combates. Combates virtuales que tenían lugar en el patio del colegio, a ras de suelo, de los que ella no entendía nada.

Mathilde introduce el Defensor del Alba de Plata en el bolsillo de su chaqueta. La carta le ha dado valor para levantarse. Deja el cambio sobre la mesa, guarda sus cosas en el bolso, saluda a Bernard con la mano y abre la puerta del café.

A cientos de metros de altura, bascula, se incorpora, avanza el otro pie. La menor brisa, el más pequeño rayo cegador podría hacerla caer. Ha llegado hasta ese punto de fragilidad, de desequilibrio, en el que las cosas han perdido su sentido, la proporción. Hasta ese punto de permeabilidad en el que el más ínfimo detalle puede llenarla de alegría o reducirla a la nada.