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Cuando Thibault volvió al coche, una multa decoraba su parabrisas y flotaba al viento. Entró en el café más cercano, el ruido le asaltó de golpe, dudó unos segundos si ir un poco más lejos. Después de haber pedido un bocadillo en la barra, envió un SMS a Rose para avisarla de que se concedía una pausa de veinte minutos.

Thibault se ha sentado en el taburete que ha quedado libre. Ha apagado su móvil.

Está cansado. Le gustaría que una mujer le abrazara. Sin decir nada, sólo un instante. Descansar unos segundos, tomar apoyo. Sentir su cuerpo relajarse. A veces sueña con una mujer a quien preguntar: «¿Puedes amarme?». Con toda su fatigada vida detrás. Una mujer que conociese el vértigo, el miedo y la alegría.

¿Podría amar a otra mujer?

Ahora.

¿Podría desear a otra mujer: su voz, su piel, su perfume? ¿Estaría dispuesto a volver a empezar, una vez más? El juego del encuentro, el juego de la seducción, las primeras palabras, el primer contacto físico, las bocas y luego los sexos. ¿Tiene todavía fuerza suficiente?

¿O, por el contrario, está amputada en él esa posibilidad? ¿Acaso a partir de ahora le va a faltar algo, se va a sentir disminuido?

Volver a empezar. Una vez más.

¿Acaso es eso posible? ¿Acaso tiene sentido?

A su lado, un hombre con traje oscuro come de pie mientras hojea el periódico. Siente ganas de cerrar los ojos, de no oír nada, de sustraerse, el tiempo de que algo se calme en su interior, algo que no consigue contener.

—¿Acaso sé yo lo que quiere decir eso, estar juntos, en qué puede convertirse, con la edad que tengo, adónde queremos ir, con todas esas historias miserables a cuestas, lo sabes tú?

Thibault se vuelve hacia la mujer sentada al otro lado. Durante unos segundos ha creído que hablaba sola, después ha visto el auricular colgado de su oreja y el micrófono que bailaba delante de su boca. Se puso a hablar cada vez más fuerte, indiferente a las miradas.

—No, ya no me lo creo. Tienes razón, ¡eso es, exactamente! Ya no me lo creo. No tengo ganas de embarcarme de nuevo, eso es. Porque me mareo, ya ves, me sienta mal la travesía, sí, me da miedo, de acuerdo, si tú lo dices… ¿y qué? El miedo a veces es un buen consejero. Yo… ¿cómo?

Las piernas cruzadas, la espalda recta, se sostiene como por milagro sobre la altura de su taburete, un tacón encajado en la barra de acero. Tiene el móvil colocado ante ella. Mira su vaso vacío y, en la inconsciencia absoluta de lo que la rodea, agita los brazos cuando habla.

Thibault siente ganas de poner la mano derecha sobre el hombro de esa mujer para atraer su atención. De decirle: «Cierre el pico, sólo se la oye a usted».

A sus espaldas, una decena de conversaciones se mezclan con el ruido de los cubiertos y de las sillas arrastradas sobre las baldosas. A sus espaldas se bebe entre carcajadas y lamentos.

Tiene ganas de estar solo. Tiene calor y al mismo tiempo siente frío. No está seguro de tener migraña, pero quizás sí. Siente su cuerpo de forma extraña. Su cuerpo es un solar, un territorio abandonado, ligado sin embargo al desorden que le rodea. Su cuerpo está en tensión, listo pura explotar. La ciudad le ahoga, le oprime. Está cansado de sus azares, de su impudor, de su falsa intimidad. Está cansado de sus estados de ánimo fingidos y de sus mezclas ilusorias. La ciudad es una mentira ensordecedora.