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De vuelta a su despacho, miró la carta del Defensor del Alba de Plata: no se había movido de su sitio. Ni un pelo. Se mantenía en la misma posición de firmes, blandiendo su escudo frente al enemigo, de pie, cara al viento. Pensó en el balance provisional de aquel 20 de mayo: Jacques la había trasladado a un cuartucho sin ningún tipo de aviso previo y le había colgado el teléfono tras haber actuado como si ella le hubiese insultado.

Pensó que aquel 20 de mayo era el día del caos y de la violencia y que no se parecía en nada al que le había anunciado la vidente.

Cuando quiso utilizar el ordenador, éste ya no respondía. Ni el ratón ni el teclado.

Los peces se habían ahogado. La pantalla estaba negra.

Mathilde pulsó de forma simultánea las teclas ALT y F4 para reiniciar la máquina. Esperó a que se apagara unos segundos antes de iniciar el sistema. Pensó en los atajos de teclado, estableció mentalmente la lista de los que conocía —a partir de las teclas ALT y CTRL—, que le permitían copiar, pegar, guardar; se preguntó si existían funciones comparables en la vida cotidiana, una forma de ir más rápido, de rodear el problema, de pasarlo por alto.

Pensó que esos minutos perdidos esperando a la máquina —sus humores, sus lentitudes y sus tonterías—, esos minutos que antes la horrorizaban, que la encolerizaban, ahora la reconfortaban.

Esperar a la máquina llenaba el tiempo.

Mathilde está frente a la pantalla, las manos levantadas sobre el teclado.

Aparece un mensaje de error, señalado por una especie de gong, se sobresalta. Lee una primera vez, no entiende nada. Lo vuelve a leer.

La DLL system user 32 ha sido reposicionada en memoria.

La aplicación no se ejecutará correctamente.

La reposición se ha realizado pues la DLL C/Windows/Sistem 32/HHCTRL.OCX ocupaba una zona de dirección reservada para las DLL del Sistema de Windows NT.

Debe ponerse el contacto con el distribuidor que haya proporcionado la DLL para obtener una nueva.

Podría echarse a llorar. Allí, inmediatamente. Al fin y al cabo, nadie la vería. Nadie la escucharía. Podría ponerse a gemir sin retenerse, dejar fluir su pena sobre el teclado, entre las teclas, infiltrarse en los circuitos. Pero ya sabe cómo funciona eso. En esos momentos. Cuando se abre la caja. Cuando uno se deja llevar. Sabe que unas lágrimas llaman a otras, que tienen el mismo gusto salado. Cuando llora, echa de menos a Philippe, la ausencia de Philippe se hace palpable desde el interior de su cuerpo, se pone a luchar como un órgano atrofiado, un órgano de dolor.

Entonces vuelve a leer el mensaje y se echa a reír. Se ríe sola en un despacho sin ventana.

Marca el número de mantenimiento. Esta vez le responde un hombre cuya voz le es desconocida. Pide hablar con el otro, dice: «Un señor alto y rubio que ha venido esta mañana. Con una camisa azul claro. Y gafas».

Ha recibido otra llamada. La avisarán. Llamará en cuanto le sea posible.

Ella espera, de nuevo. En ese espacio de dislocación sorda y de desprendimiento mudo, en la inminencia de su propia caída.

Hoy, cada uno de sus gestos, de sus movimientos, cada una de sus palabras y su risa en el silencio convergen en un solo punto: un fallo en el orden de los días, un fallo del que no saldrá indemne.

Va a llamar a la compañía de ferrocarriles. Mientras espera. Va a reservar billetes de tren para marcharse, no importa dónde, en cuanto acaben las clases, va a tomar el tren hacia el sur con los niños, irán al borde del mar, a Niza, a Marsella o a Perpiñán, no importa, encontrará un hotel o algo para alquilar. Debe reservar los billetes, debe fijarse un punto de anclaje, una fecha que inscribir en su agenda más allá de hoy, más allá de mañana, en la prolongación opaca del tiempo. Verifica la fecha de las vacaciones escolares y marca el número.

Tras unos segundos de música, una voz de mujer le anuncia que está a la escucha. Esa voz no pertenece a nadie, emana de un sistema informático altamente sofisticado. Es la voz que se oye en todas las estaciones, reconocible entre miles, esa voz que pretende escucharla.

¿Acaso esa voz la escucharía si dijese «ya no puedo más», si dijese «me he equivocado, sáqueme de aquí»? ¿Acaso esa voz la escucharía si dijese «vengan a buscarme» ?

El sistema de reconocimiento de voz le solicita que precise su petición. Mathilde sigue las instrucciones.

Articula bien, separa las sílabas unas de otras.

En el despacho casi vacío, su voz resuena.

Dice: «Billetes».

Dice: «Vacaciones».

Dice: «Francia».

Desde el fondo de su despacho, habla con alguien que no es nadie. Alguien que tiene el mérito de responderle educadamente, de hacerle repetir sin alterarse, que no se pone a gritar, que no finge que le están insultando. Alguien que le indica qué hacer, paso a paso, que le dice: «No he comprendido su respuesta», con el mismo tono paciente y amable.

Alguien que la informa de que un operador va a hacerse cargo de su petición. Su tiempo de espera estimado es de al menos tres minutos. Mathilde espera.

—Buenas tardes, soy Nicole, ¿en qué puedo ayudarla?

Esta vez es una mujer de verdad a la que apenas oye entre el guirigay producido por sus compañeros, que hacen lo mismo que ella ocho horas diarias. Una mujer de verdad que domina el ordenador y habla de él en tercera persona.

Mathilde reserva cuatro billetes para Marsella que debe retirar en la estación antes del 6 de junio, a las nueve y veinte.

La mujer de verdad deletrea la referencia de su reserva.

—Q de Quentin, T de Thibault, M de Matthieu, F de François, otra T de Thibault, A de Anatole: QTMFTA.

Sus vacaciones llevan nombres de hombres.

Su DLL system user 32 ha sido repuesta en la memoria.

El tipo alto y rubio está ocupado fuera.

El olor a spray Frescor de Glaciares es vomitivo.

Está en el corazón de lo absurdo del mundo, de su desequilibrio.

El hombre de mantenimiento ha entrado en su despacho. Un teléfono móvil cuelga de su cintura, un cúter sobresale del bolsillo de su camisa, su pelo está revuelto, como si se hubiese descolgado desde el décimo piso con una cuerda de escalada. Sólo le falta la capa, una larga capa roja ondeando al viento. El hombre de mantenimiento es alguien necesario, eso se ve en su cara, el pliegue entre las cejas, el aspecto preocupado. Está localizable en cualquier momento, circula sin cesar por las diez plantas, repara, restaura, vuelve a poner en marcha. El hombre de mantenimiento presta ayuda y asistencia. Quizás tenga algún parentesco con el Defensor del Alba de Plata inapreciable a simple vista.

Le han avisado de que Mathilde tenía un problema.

Con gesto cansado, le señala el ordenador. Mueve el ratón, el mensaje de error aparece de nuevo.

La tranquiliza. No es nada.

Va a reiniciar el equipo. Suele pasar.

Mathilde le cede su sitio para que pueda sentarse.

Mientras él se afana, ella duda, y finalmente le plantea la cuestión:

—He bajado a tomar el aire unos veinte minutos, hace un rato. ¿Piensa usted…? ¿Puede alguien haber venido en mi ausencia y estropear…, bueno, quiero decir, intervenir en mi ordenador?

El hombre de mantenimiento la mira, con el pliegue de la frente más marcado.

—No, no tiene nada que ver. Es un problema de configuración. No, no… Yo… le aseguro…

Se calla, continúa su trabajo. Después se vuelve de nuevo hacia ella, su voz es más suave:

—Mi querida señora, si no le importa que se lo diga…, tendría que…, quizás tendría que descansar.

Está ese gesto de él hacia ella, como si fuera a ponerle la mano sobre su hombro, ese gesto interrumpido.

¿Acaso tiene un aspecto tan frágil? ¿Tan cansado? ¿Tan devastado?

Ella mira la mano del hombre, que ha vuelto al teclado, ágil.

El hombre de mantenimiento ha terminado. Ha reiniciado el equipo. Los peces han vuelto a aparecer. Se golpean de nuevo.

En el momento en el que atraviesa el umbral de la puerta, Mathilde le llama.

—En cuanto a la carta, voy a hablar con mi hijo esta tarde, veré si es posible… Quiero decir para dársela al suyo, a su hijo. Voy a ver qué puedo hacer.