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Mientras una voz pedía a los pasajeros que se alejaran del borde del andén, el tren ha entrado en la estación lentamente. Mathilde ha montado en el segundo vagón para así bajar al lado de las escaleras mecánicas cuando llegue a Gare de Lyon.
Con la frente pegada al cristal, ha visto desfilar los edificios que bordean las vías, las cortinas entreabiertas, calzoncillos al viento, macetas en equilibrio, un tractor de niño abandonado en un balcón, esas vidas minúsculas, multiplicadas, innumerables. Más lejos, los raíles cruzan el Sena, distingue el hotel chino en forma de pagoda y el humo de las fábricas de Vitry.
En el tren de vuelta los pasajeros hacen balance de su jornada, suspiran, se relajan, se lamentan, intercambian algunas indiscreciones. Cuando la información es realmente confidencial se inclinan hacia el otro, bajan un tono, a veces ríen.
Cierra los ojos. Escucha las conversaciones a su alrededor, escucha sin ver, con los párpados cerrados. Recuerda esas horas que pasaba tumbada en la playa, cuando era niña, sin moverse, arrullada por los gritos agudos y el ruido de la resaca, y esas voces sin rostro, envolviéndola: No dejéis los bañadores mojados en la arena, Martine, ponte el sombrero, quédate a la sombra, venid a buscar los bocadillos, quién ha dejado la nevera abierta.
Antes tenía la costumbre de leer, pero hace varias semanas que no es capaz, las líneas se borran, se entremezclan, no consigue concentrarse. Permanece así, con los ojos cerrados, espera a que los miembros se relajen, a que la tensión se calme, poco a poco.
Pero hoy no. No lo consigue. Algo resiste, en lo más profundo, lo siente, algo que no puede soltar. Una especie de cólera de la que su cuerpo no consigue deshacerse, algo en su interior que por el contrario se infla.
—¿No la conoces? Pues es una crema archiconocida en el mundo del bronceado.
El hombre se parte de risa. Mathilde ha abierto los ojos, varios rostros se han vuelto hacia él. Sentada en el asiento de enfrente, la chica ha respondido con la cabeza, no, no conocía esa crema, por muy increíble que pudiese parecer. Los dos tienen la tez bronceada, tirando a naranja, Mathilde supone que deben de trabajar en un centro de rayos UVA.
Eso existe. Esa gente trabaja en el mundo del bronceado. Otros en el mundo de la noche, de la restauración, en el mundo de la moda o de la televisión. O incluso del acondicionador.
¿En qué mundo trabajan los enterradores?
¿Y ella? ¿A qué mundo pertenece ella? ¿Al mundo de los cobardes, de los sumisos, de los que dimiten?
En el túnel que precede a la llegada a Gare de Lyon, el tren se ha parado. Las luces se han apagado, y después el ruido del motor, el silencio se ha abatido de golpe. Mathilde mira a su alrededor, sus ojos se esfuerzan por acostumbrarse a la oscuridad. Ya nadie habla, hasta el hombre naranja se ha callado. La gente parece en guardia, las pupilas brillan en la oscuridad.
Está atrapada en medio de un túnel, encerrada en la parte baja de un vagón de dos pisos, respira un aire húmedo, saturado de óxido de carbono, está demasiado oscuro para distinguir en el rostro de los demás esa expresión de confianza que quizás la tranquilizaría. Las conversaciones tardan en retomarse.
De pronto, le parece que están allí reunidos ante la inminencia de un drama. Han sido escogidos al azar, esta vez es su turno. Algo grave va a pasar.
Nunca ha tenido miedo en el tren, ni siquiera de noche, ni siquiera cuando tiene que volver después de las nueve, cuando los trenes están casi vacíos. Pero hoy algo flota en el aire, oprime su pecho, o bien es ella la que no está bien, la que pierde pie.
Está en peligro, lo siente, un peligro inmenso del que ignora si está en su interior o en el exterior, un peligro que le corta la respiración.
Diez minutos más tarde, un anuncio informa a los viajeros de que el tren se ha detenido en medio de la vía. Por si acaso no se hubiesen dado cuenta. El conductor les ruega que no intenten abrir las puertas.
La luz vuelve a encenderse.
El hombre del centro de bronceado retoma la conversación. A su alrededor se propaga una onda de alivio.
Por fin, el tren arranca, saludado por un ah general.
En Gare de Lyon, Mathilde baja, hace el mismo camino que por la mañana pero en sentido inverso.
En la interconexión, intenta acelerar el paso, seguir el flujo.
No puede, va demasiado deprisa.
Bajo tierra, las reglas de circulación están inspiradas en el código automovilístico: se adelanta por la izquierda y los vehículos lentos deben mantenerse en el lado derecho.
Bajo tierra, existen dos categorías de viajeros. Los primeros siguen su línea como si estuviese trazada sobre el vacío, su trayectoria obedece a reglas precisas a las que no renuncian nunca. En virtud de una sabia economía de tiempo y de medios, sus desplazamientos están definidos metro a metro, se les reconoce por la velocidad de sus pasos, su forma de abordar los giros y su mirada, que nadie puede sostener. Los demás se retrasan, se paran en seco, se dejan llevar, cogen la tangente sin avisar. La incoherencia de su trayectoria amenaza el conjunto. Interrumpen el flujo, desequilibran la masa. Son los turistas, los minusválidos, los débiles. Si no se echan a un lado ellos mismos, el rebaño se encarga de excluirlos.
Así que Mathilde permanece a la derecha, pegada a la pared, se retira para no molestar.
En las escaleras, se agarra al pasamanos.
De pronto, siente de nuevo ganas de gritar. Gritar hasta romperse la garganta, gritar hasta tapar el ruido de las conversaciones. Gritar tan fuerte que se haga el silencio, que todo se interrumpa, se inmovilice. Le gustaría gritar: «Salid de aquí, mirad en lo que os habéis convertido, en lo que nos hemos convertido, mirad vuestras manos sucias y vuestros rostros pálidos, mirad los inmundos insectos que somos, arrastrándonos bajo el suelo, repitiendo cada día los mismos gestos bajo la luz de los neones; vuestro cuerpo no está hecho para eso, vuestro cuerpo debe estar libre de movimiento».
Mathilde atraviesa los torniquetes que indican la entrada al metro.
En el cruce de varias líneas, reina la anarquía. A falta de señales en el suelo, hay que atravesar el flujo, marcar el camino.
Están los que se apartan para evitar la colisión de cuerpos y los que consideran, en virtud de una oscura prioridad, que son los demás los que deben apartarse.
Esa tarde, Mathilde se dirige al andén con la mirada fija ante sí, golpeada de lleno.
Esa tarde le parece que toda la superficie de su piel se ha hecho permeable. Es una antena móvil ligada a la agresividad ambiente, una antena flexible doblada en dos.