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Thibault prosiguió con una gastroenteritis en la calle Bobillot, una crisis de tetania en la avenida Dorian y una otitis en la calle Sarrette.

A las 11.00 llamó a Rose para preguntarle si el distribuidor tenía la intención de llevarle durante todo el día de una esquina a otra de los dos sectores. No quería ser demasiado quisquilloso, pero Francis debía intentar racionalizar mínimamente sus desplazamientos, sobre todo cuando se trataba de urgencias clasificadas U4 por el regulador.

Precisamente Francis no estaba. Había caído enfermo. La base había tenido que llamar a un distribuidor para que le reemplazara.

Rose precisó:

—Ha trabajado para SOS.

Thibault estaba de mal humor, no pudo evitar ironizar: el tío quizás encontraba divertido pasear a los médicos de SOS por todo París, pero si ella pudiese explicarle que ése no era el estilo de la casa le haría un gran favor.

La voz de Rose tembló:

—Hoy nos ha caído un marrón, Thibault. Lo siento. Mejor decírtelo ahora mismo: la línea directa del SAMUR no para de sonar, nos endosan pacientes por decenas. De hecho tienes que ir a la calle Liancourt, un hombre de treinta y cinco años se ha encerrado en el cuarto de baño. Está en plena crisis de delirio. Amenaza con abrirse las venas, ya ha intentado suicidarse otras cuatro veces; su mujer quiere ingresarlo en un hospital.

Lo que le faltaba, un «berenjenal». En su jerga, es el nombre que se da a las visitas que nadie quiere hacer. Porque, en general, se emplea medio día. Entre los «berenjenales» figuran los ingresos por terceros, las detenciones policiales y los certificados de defunción.

Thibault dijo que iría. Porque adora a Rose y porque sin duda es uno de los menos preocupados por su rendimiento horario. Colgó.

Unos segundos más tarde escuchó el bip del SMS que le precisaba el código, el piso y el nombre de la persona que había llamado. De todas formas verificó que no se trataba de un mensaje de Lila. Por si acaso.

Sabe lo que le espera. Si no consigue convencer al paciente de que firme el ingreso voluntario, habrá que llamar a la policía y a la ambulancia, y esperar que no acabara todo como la última vez. La joven había conseguido darse a la fuga por los tejados. Y después había saltado. No había cumplido los veinte.

Recuerda que esa misma noche se había citado en casa de Lila. Nada más entrar, había sentido ganas de echarse en sus brazos, de que ella le acogiera, que lo envolviese, ganas de sentir el calor de su cuerpo. De librarse de sí mismo, unos segundos. Había dado ese paso hacia ella, ese movimiento de abandono. Y después, en una fracción de segundo, instintivamente, el movimiento se había interrumpido. Lila no se había movido. Lila estaba allí, ante él, con los brazos pegados al cuerpo.

Desde hace veinte minutos está atrapado detrás de una camioneta estacionada en pleno centro de la calzada, en la calle Mouton-Duvernet.

Dos hombres descargan ropa con parsimonia, arrastrando los pies, con un cigarrillo en la mano. Desaparecen en la tienda, reaparecen varios minutos más tarde. Se toman su tiempo. Thibault mira a su espalda. Se han acumulado varios coches, no puede dar marcha atrás. Tras la sexta ida y venida realizada por los dos hombres con la misma lentitud, vagamente ostentosa, Thibault hace sonar el claxon. Es inmediatamente imitado por los otros coches, como si hubiesen esperado la señal. Uno de los dos hombres se vuelve hacia él, el brazo plegado, el dedo corazón apuntando al cielo.

Por una fracción de segundo, Thibault se ve saliendo del coche, precipitándose sobre aquel hombre y moliéndole a palos.

Entonces enciende la radio, sube el volumen. Inspira profundamente.

Desde siempre, Thibault tiene por norma cambiar de sector cuando solicita sus guardias. Los ha atravesado en todos los sentidos y de todas las formas posibles, conoce su ritmo y su geometría, conoce las casas de okupas y las mansiones, las casas cubiertas de hiedra, el nombre de los barrios marginales con viviendas de protección oficial, el número de los huecos de escalera, las torres envejecidas y las flamantes residencias con aspecto de piso piloto.

Hace mucho tiempo creyó que la ciudad le pertenecía. Sólo porque conocía cada una de sus calles, el callejón más estrecho, los laberintos más insospechados, el nombre de las nuevas avenidas, los pasajes oscuros y esos barrios surgidos de ninguna parte al borde del Sena.

Ha hundido sus manos en el vientre de la ciudad, en lo más profundo. Conoce los latidos de su corazón, sus antiguos dolores que la humedad revela, sus estados de ánimo y sus patologías. Conoce el color de sus hematomas y el vértigo de su velocidad, sus secreciones putrefactas y sus falsos pudores, sus noches de alboroto y sus mañanas de fiesta.

Conoce a sus príncipes y sus mendigos.

Vive encima de una plaza, nunca echa las cortinas. Quería luz, ruido. Ese movimiento circular que nunca se detiene.

Durante mucho tiempo creyó que la ciudad y él latían al mismo ritmo, que eran un solo ser.

Pero hoy, después de diez años pasados al volante de su Clio blanco, diez años de atascos, de semáforos, de túneles, de calles de sentido único, de estacionamiento en doble fila, a veces le parece que la ciudad se le escapa, que se ha vuelto hostil con él. Le parece que precisamente por su grado de intimidad, porque conoce mejor que nadie su aliento almidonado, la ciudad espera el momento adecuado para vomitarle, para escupirle como si fuese un cuerpo extraño.