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No, nunca hubo ambigüedad entre Jacques y ella. Ni miradas solapadas, ni pies que se rozan bajo la mesa, ni palabras equívocas, ni la menor complicación. Ningún gesto, ningún sobreentendido.
Por supuesto, le han preguntado sobre ello. La animaron a reflexionarlo. Tenía que haber pasado algo. Alguna cosa. Para que se tuerza así, de forma tan súbita, tan radical. Irracional. Algo en la zona de los sentimientos o del deseo, algo que ella no quiso ver.
Mathilde buscó, entre años de recuerdos, algún detalle que se le hubiese escapado. No lo encontró. Todas las veces que se quedaron en el despacho los dos, hasta tarde en la noche, las veces que comieron o cenaron juntos en un restaurante, las noches que pasaron cada uno en su habitación de hotel, las horas en coche, en tren, en avión, tan cerca el uno del otro, todas las ocasiones ideales sin que nunca se rozasen sus pieles, sin que nada surgiese a la superficie, ¿nada pudo alertarla? Es verdad que una o dos veces a Jacques se le había escapado el tuteo, al final de la jornada. Él, que llamaba de usted a todo el mundo. Después de varios años, ¿a qué conclusión podía llegar?
No, Jacques no estaba enamorado de ella.
Se trataba de otra cosa. Desde el principio, él la había puesto bajo su protección, había conseguido para ella un puesto de directivo, había negociado sus aumentos directamente con la dirección. Había hecho de Mathilde su colaboradora más cercana, su brazo derecho, le había concedido la estima que con tanta avaricia guardaba y la confianza que negaba a los demás. Porque en conjunto él y ella sonaban afinados, sin ningún choque ni desvío.
Durante su entrevista de trabajo, Mathilde no había mencionado que era viuda. Tanto a Jacques como a los demás, les había dicho que educaba sola a sus hijos. Era la verdad. Rechazaba la piedad, la compasión, no soportaba la idea de que hubiese con ella precauciones o indulgencias, detestaba esas actitudes.
Se lo había confesado más tarde, sin dar detalles. Un día, en el tren de Marsella, al hilo de una conversación. Trabajaban juntos desde hacía más de un año. Jacques se había mostrado discreto, no había pedido más detalles. Su comportamiento hacia Mathilde no había cambiado. Ella le estaba agradecida.
Jacques parecía ver siempre con más amplitud y más lejos que los demás. Tenía esa capacidad de anticipación, esas intuiciones fulgurantes, ese conocimiento intuitivo de los mercados. Se decía de él que era un visionario. De Jacques lo había aprendido todo. Por encima de los aspectos técnicos y financieros, le había transmitido su concepción de la profesión. Su rigor y sus exigencias.
Laetitia no se equivocaba. Ella era su criatura. Él la había moldeado a su imagen, la había hecho sensible a los combates que eran los suyos, la había convertido a sus compromisos. Había hecho de ella una especie de discípulo.
Pero hasta allí, él había respetado su forma de ver las cosas, y sus escasas divergencias.
Él sabía la admiración que ella sentía por él.
Ella le veía ni como era. A veces Jacques la molestaba. La horripilaban sus enfados repentinos, su ironía, su propensión al exceso.
En Milán, había llamado a la recepción del hotel a las dos de la mañana porque su moqueta estaba sucia. Lo que había ocurrido en realidad era que habían pasado el aspirador a contrapelo. Le había contado él mismo la anécdota a la mañana siguiente.
En Marsella, había devuelto su plato en un restaurante calificado con dos estrellas en la guía Gault et Millau con la excusa de que la presentación le parecía fálica.
En Praga, en un hotel para hombres de negocios, había hecho subir al recepcionista en plena noche porque no conseguía encontrar la CNN entre los ciento veinte canales disponibles.
En coche, Jacques se exasperaba, no soportaba esperar, estar atrapado, insultaba a su GPS en voz alta.
En avión, tenía que ir delante, al lado del pasillo, y estaba dispuesto a desplazar a otro para conseguir el sitio que le convenía.
Jacques se había calmado mucho. Sus enfados habían perdido intensidad. Sonoridad.
Se decía eso.
Antes, hacía temblar las paredes. Antes era peor, en esa época que ella no había conocido, en esa época anterior a ella. Cuando Jacques era director comercial. Cuando sus sarcasmos provocaban los sollozos de las señoras, cuando cerraba la puerta en las narices de sus colaboradores. Cuando era capaz de echar a la calle a un empleado en menos de dos horas. Cuando no se había casado todavía.
Jacques, con la edad, se había apaciguado. Subsistía en torno a él una especie de leyenda, nutrida de anécdotas dramáticas y de rumores más o menos contrastables, conservada por los arranques autoritarios que todavía no conseguía reprimir.
Hasta donde le llegaba la memoria, Mathilde nunca se había dejado impresionar. Los estados de ánimo de Jacques no le interesaban. De hecho, sin duda era una de las razones por las que él apreciaba tanto trabajar con ella.
La empresa había sido el motivo de su renacer.
La empresa la había obligado a vestirse, a peinarse, a maquillarse. A salir de su torpeza. A retomar el curso de su vida.
Durante ocho años había ido a trabajar con una especie de entusiasmo, de convicción. Había ido con el sentimiento de ser útil, de aportar su contribución, de tomar parte en algo, de ser parte integrante de un todo.
La empresa, quizás, la había salvado.
Había apreciado las conversaciones por la mañana frente a la máquina de bebidas, los palillos agitados en el café para disolver el azúcar, los formularios de petición de material, las fichas de actividad, las listas de destinos, había apreciado los portaminas desechables, los rotuladores fluorescentes de todos los colores, la cinta correctora, los cuadernos cuadriculados y sus gruesas tapas de color naranja, las carpetas, había apreciado los olores vomitivos del comedor, las reuniones anuales, las reuniones interdepartamentales, las tablas cruzadas dinámicas de Excel, los gráficos 3D de PowerPoint, las colectas por los nacimientos y las fiestas de despedida a los que se jubilaban, había apreciado las palabras pronunciadas a las mismas horas, cada día, las preguntas recurrentes, las fórmulas vacías de sentido, la jerga propia de su departamento, había apreciado el ritual, la repetición. Necesitaba eso.
Ahora le parece que la empresa es un lugar que tritura.
Un espacio totalitario, un lugar de depredación, un lugar de mistificación y abuso de poder, un lugar de traición y mediocridad.
Ahora le parece que la empresa es el síntoma patético del más vano de los psitacismos.