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Lila ha dejado el bolso en el maletero y después se ha sentado a su lado. Antes de arrancar, Thibault ha llamado a la base para avisar de que empezaría su guardia con media hora de retraso. Rose ha dicho que se las arreglaría con los otros médicos. La vorágine no había comenzado aún.

Viajaron en silencio. Al cabo de una hora, Lila se durmió, la cabeza apoyada contra la ventanilla; un hilillo de saliva caía de su boca hasta el nacimiento del cuello.

Pensó que la amaba, que amaba todo en ella, los fluidos, la materia, el sabor. Pensó que nunca había amado de esa forma, perdiendo siempre, con ese sentimiento de que nada era aprehensible, que nada podía retenerse.

Al acercarse a París, el tráfico se hizo más denso. A pocos kilómetros de la entrada al Bulevar Periférico, se vieron casi parados. Atrapado detrás de un camión, revivió cada momento de la cena del día anterior. Se vio a sí mismo apoyado sobre la mesa, con el cuerpo echado hacia delante, tendido hacia ella. Y a Lila, echada sobre su silla, siempre a distancia. Se vio, y vio de qué manera se había ido hundiendo poco a poco, intentando responder correctamente a las preguntas que ella no había cesado de hacerle, ¿qué buscas?, ¿qué quieres?, ¿qué necesitas?, ¿cuál es tu ideal? Una ráfaga de preguntas para evitar contar algo de sí misma, de su propia búsqueda, para reconfortarse en su propio silencio.

Él, intentando lucirse, mostrarse divertido, inteligente, simpático y seguro de sí mismo.

Él, desposeído de su misterio, desnudo.

Él: una mosca atrapada dentro de un vaso.

Había olvidado hasta qué punto era vulnerable. ¿De eso se trataba el estar enamorado, de ese sentimiento de fragilidad? ¿Ese miedo a perderlo todo a cada instante, por un tropiezo, una respuesta desplazada, una palabra equivocada? ¿Se trataba de eso, de la inseguridad de uno mismo, tanto a los cuarenta como a los veinte? Y, en ese caso, ¿había algo más lamentable, más vano?

Frente a su casa, paró el motor. Lila se despertó. Se acercó para besarla. Introdujo la lengua en su boca. Una última vez. Posó la mano sobre su pecho, abierta, los dedos separados, acarició su piel, en ese lugar que tanto le gustaba, y después dijo:

—Quiero que dejemos de vernos. Ya no puedo más, Lila, no puedo más. Estoy cansado.

Sus palabras eran de una banalidad insoportable. Sus palabras gastadas eran una ofensa para su dolor. Pero no tenía otras.

Lila abrió la puerta y salió del coche. Fue hasta la parte trasera para abrir el maletero, se acercó a la ventanilla, el bolso colgado de su hombro, se inclinó hacia él y dijo: «Gracias».

Después, tras un silencio: «Gracias por todo».

No había en su rostro ni dolor ni alivio; entró en el edificio sin darse la vuelta.

Lo había hecho.

Avisó a Rose de que se hacía cargo de la guardia, le dio la primera dirección en voz alta: fiebre alta, síntomas gripales. Volvió a llamarle unos minutos más tarde, quería saber si podía encargarse del sector seis además del cuatro, que tenía asignado. Frazera se había roto la muñeca el día anterior, tenía el hueso desplazado. El encargado no había encontrado otro médico para sustituirle.

Thibault aceptó.

Acaba de aparcar en una plaza de carga y descarga, al pie del inmueble donde se le espera. Mira su teléfono, sabe lo que le depara el día. Sabe que va a pasarse el día pendiente de la pantalla de su móvil, esperando un mensaje. Antes, la gestión de visitas se hacía por radio. Ahora, por razones de confidencialidad, el servicio de urgencias disponía de un repertorio de teléfonos móviles y un sistema de números abreviados. Cada vez que la base le envíe a una nueva dirección, no podrá evitar el esperar que el nombre de Lila aparezca en la pantalla. Durante semanas, ese sonido será su tormento.

Espera que le eche de menos, así, de golpe. Un vacío vertiginoso que ella no pueda ignorar. Espera que al cabo de las horas sea vencida por la duda, que tome conciencia poco a poco de su ausencia. Le gustaría que se diese cuenta de que nunca nadie la amará como él la ama, por encima de los límites que ella impone, esa soledad fundamental que impone a los que la rodean pero que sólo evoca en voz baja.

Es ridículo. Él es ridículo. Grotesco. ¿Quién se ha creído que es? ¿En virtud de qué superioridad, de qué excepción?

Lila no volverá. Se tomará sus palabras al pie de la letra. A estas horas, sin duda se estará felicitando de esa salida: fácil, suave, servida en bandeja. Sabe que la gente que ama por encima de lo que se espera de ella siempre acaba siendo una molestia.

Va a visitar a su primer paciente. Abandonar el perfume de Lila que flota en el aire. Dejar las ventanillas entreabiertas.

«Hay que retirar la perfusión», le había dicho una noche Frazera, especialista en fracturas, y no sólo de muñeca. Habían quedado para tomar algo después de un largo fin de semana en el que los dos habían estado de guardia. Ayudado por la tibia onda que el vodka expandía por sus venas, Thibault le había hablado de Lila: esa sensación de abrazar algo soluble, algo que se convierte en polvo. Esa sensación de cerrar los brazos sobre el vacío: un gesto muerto.

Frazera le había aconsejado la fuga inmediata, la retirada estratégica. Y, con la mirada perdida en su vaso, había concluido:

—Hay en cada relación amorosa una especie de ferocidad infusa e inagotable.

Thibault está en el coche, al pie de un edificio sin carácter, mira una última vez la pantalla de su teléfono, por si no hubiese escuchado el bip.

Lo ha hecho. Ha terminado haciéndolo: retirar la perfusión.

Lo ha hecho y puede estar orgulloso de sí mismo.

Ella sonrió. Como si se lo esperara. Como si hubiese tenido todo el tiempo para prepararse.

Había dicho: «Gracias. Gracias por todo».

¿Puede alguien estar tan ciego ante la desesperación del otro?