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Si mirara el reloj sabría cuánto tiempo lleva allí, encerrado en su coche, atrapado detrás de un 4 x 4 de cristales ahumados. Si mirara el reloj, se echaría a llorar.

Está atascado, bloqueado, paralizado. Delante, detrás, por todas partes.

De vez en cuando, un concierto de cláxones tapa el sonido de su lector de CD.

Los coches están parados hasta donde se pierde la vista. Las tiendas bajan sus cierres metálicos, algunos edificios empiezan a alumbrarse. En las ventanas, siluetas furtivas constatan la amplitud de los daños.

En el coche delante de él, el conductor ha apagado el motor. Ha salido del coche, fuma un cigarrillo.

Thibault apoya la frente en el volante, unos segundos. Nunca había visto eso.

Podría encender la radio, escuchar las noticias, sin duda se enteraría de la razón de semejante parálisis.

La ciudad se ha cerrado sobre él como unas fauces.

El hombre vuelve a montar en el coche, avanza unos metros. Thibault levanta el pie del pedal del freno, se deja deslizar.

Es entonces cuando descubre un sitio, casi un sitio, al lado derecho. Un espacio vacante en el que podría introducirse.

Tiene que salir de este puto coche.

Le resbala.

Va a dejarlo allí, va a bajar al metro. Volverá a buscarlo mañana.

Lo intenta varias veces, adelante, atrás, acaba metiéndose, con una rueda sobre la acera. Recoge su maletín, su impermeable y cierra la puerta.

Camina hasta la estación más cercana. Baja las escaleras y consulta el plano de las líneas, determina el trayecto más corto para volver a su casa. Compra un billete en la taquilla, toma las escaleras hasta el andén.

Se acerca a las vías, deja su maletín en el suelo.

Espera de pie.

Frente a él, los anuncios muestran esa iluminación de verano. Frente a él, los anuncios exhiben sus pareos, sus playas doradas y sus mares color turquesa.

La ciudad que tritura a sus habitantes les invita a relajarse.