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El día penetraba por las cortinas entreabiertas. Thibault se sentó en el borde de la cama, con el cuerpo vuelto hacia la habitación. Durante unos minutos observó a Lila dormir, su pelo alborotado, sus manos abiertas, su cuerpo elevándose al ritmo de la respiración. El despertador no había sonado aún. Lila no se había movido. O bien había vuelto a esa posición tranquila, abierta, que él había observado unas horas antes.

Él no había pegado ojo. Se había pasado el resto de la noche dando vueltas, con esa sensación de vacío agarrada al estómago. No eran iguales. Ni en el sueño ni en el amor.

La larga cadena de plata descendía entre sus senos, después, por el peso del colgante, se desviaba hacia la izquierda: el pesado cristal caía entre las sábanas. Lila conservaba esa joya de otra relación, y no evocaba su valor sino con palabras oscuras. Thibault se acercó a su hombro, y después a su cuello, inspiró profundamente. Por última vez: el olor de su piel, el resto tenaz de su perfume. El rostro de Lila estaba plano, tranquilo, sólo él le conocía esa expresión cuando dormía. Tendió la boca hacia la suya, lo más cerca posible, sin rozarla.

Le asaltó la duda. ¿Y si se había equivocado, desde el principio? ¿Y si sólo era una cuestión de ritmo, de lenguaje? Quizás ella necesitaba tiempo. Quizás le amaba en silencio, con esa distancia que sólo cedía a golpes, quizás ésa era su forma de amar, la única de la que era capaz. Quizás no había otra prueba que aquélla: sus cuerpos y sus alientos en sincronía.

Sonó el despertador. Eran las seis. Lila abrió los ojos, sonrió. Durante unos segundos, él dejó de respirar.

Todavía tumbada boca arriba, empezó a acariciarle el sexo, el glande, con la punta de los dedos, muy suavemente, mirándole a los ojos. Su sexo se endureció rápidamente, él le acarició la mejilla con la mano derecha, se levantó y se encerró en el cuarto de baño. Cuando volvió a entrar en la habitación, Lila estaba vestida y había metido desordenadamente sus cosas en el bolso. Quería maquillarse antes de salir, él bajó a pagar la cuenta, se instaló en el coche, con las ventanas abiertas, y se repitió que iba a conseguirlo.

Recordó esa mañana de noviembre en que la había esperado en vano delante de la parada de taxis. Esos minutos que habían precedido a su llamada, las veinte veces que había mirado el reloj, su nombre por fin en la pantalla del móvil y las palabras que ella ni siquiera se molestó en pronunciar. Iban a pasar el fin de semana en Praga, él lo había reservado todo.

Recordó otra vez una de esas noches en que percibía lo lejos que estaba ella, refugiada en uno de esos territorios íntimos a los que él no tenía acceso, cómo él podría no haber estado allí sin que para ella, al otro lado de la cama, hubiese cambiado nada. Se había vuelto a vestir en silencio. En el momento en el que se ponía los zapatos, ella había abierto los ojos. Él había dado una explicación. No conseguía dormirse, se iba a su casa, no importaba, de hecho nada importaba, en el fondo. Ella había hecho una mueca. En el momento de marcharse, él había cogido su rostro entre las manos, la había mirado, había dicho: «Te quiero, Lila, estoy enamorado de ti».

Ella se había sobresaltado, exactamente como si le hubieran dado un guantazo, y había gritado: «¡Ah, no!».

Ese día había comprendido quizás que nada podría vivir ni crecer entre ellos, nada podría extenderse y profundizar, y que permanecían allí, inmóviles, en la blanda superficie de las relaciones extinguidas. Ese día se dijo que quizás un día tendría fuerzas para marcharse y no volver jamás.