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Beltrán escuchó por enésima ocasión la voz del viejo egiptólogo. No tenía constancia del tiempo que había pasado, cerciorándose a esas alturas que su memoria no era la de un elefante. Por más que lo intentaba, no podía memorizar la fórmula al completo. Se levantó de la silla y trató de hallar una solución. Sabía que siempre existía una alternativa, aunque ésta significara utilizar un truco o una ayuda, pero necesitaba encontrar la manera para poder pronunciar la dichosa fórmula. Le dio un trago a la cerveza y centró la mirada en la pantalla.

—Vamos, Sisí... piensa, joder —se jadeó para animarse.

Y entonces lo vio.

Sobre la mesa del despacho, encontró la solución a sus problemas. Un pequeño reproductor MP3. Lo conectó al portátil y con la ayuda de un programa de conversión, convirtió la voz del viejo, recitando la secuencia de caracteres egipcios, en un archivo MP3. El paso siguiente era copiar el archivo y guardarlo en la memoria del reproductor. Cuando finalizó la operación, se colocó los auriculares en las orejas y oprimió el play. Escuchó atento y tras unos segundos, apretó el puño haciendo un gesto como si acabara de marcar un gol en la final de la Copa de Europa. Se levantó de la butaca y se dirigió a un armario. Abrió un cajón y rebuscó entre diferentes objetos mal ordenados hasta dar con lo que estaba buscando. Un colgante. Se deshizo de la piedra que colgaba de un cordón negro y en su lugar introdujo el Udyat. Genial. La abertura que tenía el ojo egipcio, pese a que no sabía quién había hecho el agujero ni con qué motivo, era lo suficientemente grande para que el cordón penetrara por él. Se lo colgó en el cuello y lo escondió por debajo de su camiseta.

Tenía todo lo necesario. Con aquello podría consumar el conjuro que le devolvería la vida a Silvia.

De pronto, se quedó quieto y pensativo. Había un problema y éste, de momento, parecía insalvable. Bien, tenía todo aquello, pero ¿qué cojones iba a hacer? Pensó en una posibilidad, pero se la sacó de la cabeza al instante. Era con diferencia la estupidez más grande que había pensado en los últimos meses. En su desesperación por hallar soluciones, se había imaginado rondando hospitales, esperando a que una joven guapa y de escultural físico hubiera muerto. Entonces, aparecería él, como un mago de tres al cuarto para pronunciar el sortilegio y conseguir que el espíritu de su mujer poseyera el cuerpo de la difunta. Por más que recapacitaba en esa posibilidad, más se convencía de que no se veía en ese papel. Es más, si lo pillaban cortejando cadáveres de jovencitas, se vería el resto de sus días encerrado en una clínica psiquiátrica atiborrándose de fármacos. Suspiró. Qué difícil era todo aquello. En todo caso, existía otro dato preocupante que lo mantenía en cierta manera intranquilo. ¿Cómo se lo iba a explicar a Verónica? Era cierto que no le había prometido nada, pero si aquello funcionaba, ¿qué? ¿Qué excusa le iba a soltar? Lo cierto era que sólo pensaba en Silvia. No podía mentir a los demás, ni a sí mismo. Verónica había sido un sucedáneo y, aunque en cierta manera sonara cruel, la vida en sí era cruel y el amor no se libraba de aquella realidad.

El timbre de la puerta resonó por todo el domicilio. Beltrán arqueó las cejas. Con suma cautela se aproximó a la puerta y miró por la mirilla. Frunció el ceño. Era Roberto Puigcorbé. Abrió al momento. El policía entró en tromba, sin saludos, ni preámbulos. Inspeccionó el salón con los ojos entrecerrados.

Beltrán, que en un primer momento había esbozado una sonrisa sincera ante la oportunidad de volver a ver a su amigo, cambió su expresión por una de extrañeza. Estudió al policía que parecía olisquear por los alrededores de la casa. Sin abrir la boca, había inspeccionado toda la planta baja, evidenciando una actitud nerviosa. Beltrán pensó irónicamente que quizá lo había confundido con un narcotraficante. Puigcorbé regresó hasta la altura de Marc, que se había quedado alucinando con la actitud del agente y con la mano en el pomo de una puerta que seguía entornada.

—Roberto, esto... yo también me alegro de volverte a ver —dijo sin entender la extraña forma de actuar de su amigo.

—¿Y esa chica, Verónica? ¿Dónde está?

El hacker cerró la puerta y dio unos pasos hacia Roberto.

—¿Verónica? ¿Qué pasa con ella?

Puigcorbé aspiró una bocanada de aire y observó a su alrededor. Un marco de madera con una fotografía de tres jóvenes sonrientes pareció llamarle la atención. Sin responder a la pregunta de Marc, se acercó hasta el estante y cogió el marco. Lo estudió con el rostro tenso.

—Roberto, ¿me puedes explicar qué narices está ocurriendo?

De pronto, el móvil del policía comenzó a sonar. Puigcorbé le hizo un gesto para que se calmara y mantuviera silencio. Abrió el celular y conectó el manos libres.

—Dime, Albert.

—Histerectomía abdominal total, señor. Se le extrajo el útero y el cuello uterino con el cáncer desde el abdomen.

—¿Estéril?

—Sí, con total seguridad, aunque según el hospital, se la intervino a tiempo y se recuperará.

—¿Dónde y cuándo?

—Madrid. El centro MD Anderson España, es un filial del que existe en Houston, considerado el primero en el tratamiento del cáncer. Hace un año —explicó Albert.

Beltrán escuchó atentamente la conversación que mantenían a través del manos libres los dos policías, comenzando a unir ideas. Verónica, cáncer y abdomen. Su pulso se aceleró al recordar la cicatriz en el vientre. Un sudor frío comenzó a recorrerle la frente mientras cabizbajo trataba de asimilar lo que implicaba la investigación policial. Levantó la vista, aterrado, y miró a Puigcorbé. Éste prosiguió cotejando información y miró la fotografía. Dos mujeres y un hombre sonreían abrazados. Reconoció a los tres personajes: Marc, Silvia y una joven corpulenta de cabello rubio. Verónica Vila.

—¿Cuándo cogió el vuelo a Madrid?

—Según su tarjeta de crédito y el registro de Iberia, dos días después del accidente de la periodista.

—¿Y volvió?

—Un par de días antes del asesinato del matrimonio.

—Bien, Albert. Buen trabajo —dijo Puigcorbé felicitando la excelente investigación que había llevado a cabo.

—Subcomisario...

—Dime, Albert.

—Santamaría acaba de llamarme. Ha interrogado a los vecinos de la señorita Vilà. Sus testimonios la incriminan un poco más. Según su declaración, el mismo día del asesinato del matrimonio, la joven salió de su domicilio por la tarde y no regresó hasta altas horas de la madrugada. Una hora después, un joven que acarreaba en brazos a un bebé oprimió el timbre y la señorita Verónica Vilà lo dejó pasar al interior del domicilio. Imagino que se trataba del señor Beltrán.

—Exacto —respondió Puigcorbé, que levantó la mirada y observó cómo Marc se tambaleaba de un lado a otro—. Comenta a Santamaría que les tome testimonio, pero que no hable con nadie de esto hasta que yo lo considere oportuno.

—Así se hará, señor.

—Gracias Albert, eres un buen agente.

Puigcorbé cerró la comunicación y se quedó mirando al informático mientras guardaba el móvil en la americana.

—¿Dónde está? —le preguntó con extrema seriedad.

Beltrán no respondió, sumido en un mar de desconcierto.

—Marc...

—¿Verónica? ¿Fue ella?

Puigcorbé asintió y caminó frente al hacker hasta depositar suavemente el marco de madera en su lugar de origen.

—Eso parece. Todas las pruebas la incriminan.

—¿Por qué? —se preguntó. Con el rostro cabizbajo, intentó poner orden en sus ideas. Puigcorbé consultó su reloj y decidió darle unos minutos para que asimilara la noticia.

—Una mujer es capaz de hacer cualquier cosa por amor.

A Beltrán le costaba creer que Verónica...

—¿Alguna vez le hablaste de formar una familia? Quiero decir... ¿le diste a entender, en alguna ocasión, lo importante que era para ti tener un hijo?

Beltrán dio un respingo, llevándose la mano a la frente. Sintió cómo una creciente sensación de vértigo le punzaba el pecho. Entre maldiciones, recordó parte de la conversación que mantuvo con Verónica en el parador de Cardona.

«En ocasiones envidio a Luis y Rosa, aunque es una envidia sana. Tienen todo lo que deseo. Han fundado un hogar, son felices, y tienen a una niña preciosa. Creo pedir tan poco, pero por lo que parece en la otra vida tuve que ser un verdadero cerdo y en ésta estoy pagando todos mis pecados».

Puigcorbé le concedió unos segundos a solas con sus pensamientos. Contempló a un buen hombre que estaba descubriendo que la vida siempre le puede sorprender a uno y enseñar su cara más maligna. Sin duda, el hacker poseía una prodigiosa mente, pero no tenía mucha suerte con las mujeres.

—Estaba enamorada de ti, ¿verdad? —preguntó Puigcorbé, que sin querer estaba hundiendo el dedo en la herida—. ¿La dejaste cuando conociste a Silvia?

Beltrán le lanzó una mirada desesperada, y en cierta forma, sintiéndose culpable. Tragó saliva mientras asentía.

—Lo suponía.

Puigcorbé se aproximó a su amigo y le puso una mano en el hombro. Éste alzó la mirada.

—Ahora lo importante es encontrarla. ¿Dónde está la pequeña?

Beltrán sacudió la cabeza y Puigcorbé leyó la respuesta en sus ojos.

—¿Con ella? Maldita sea. ¿Sabes dónde podemos encontrarla?

—En el Cap de Creus —respondió atropelladamente y con el corazón a mil por hora.

—Vamos —le instó cogiéndole de la camiseta y empujándolo hacia la salida—. Esa niña está en peligro. Verónica está... mentalmente desequilibrada.

Beltrán afirmó con la cabeza. Le solicitó al policía que esperara junto al coche; antes de marchar debía coger su cazadora.

Tras veinte minutos, Puigcorbé detuvo el coche al final de una cuesta. Allí acababa la carretera y el increíble faro de Cap de Creus se alzaba como un gigante a la derecha de ellos. Beltrán se apeó e inspeccionó el lugar. A unos metros, vio el Saab de Verónica aparcado a un lado de la carretera. Por su parte, Puigcorbé, comprobó su revólver con suma discreción. El policía era consciente de que aquella mujer había matado a sangre fría, fueran cuales fuesen sus motivos, a dos amigos suyos, y no tenía intención de darle ninguna clase de ventaja, y mucho menos cometer el error de compadecerla.

Cerró el automóvil y se dejó guiar por Beltrán, ascendiendo por una empinada calle que moría en un suelo rocoso. Los dos, en su desesperada búsqueda, repararon en cómo el viento ululaba con violencia en aquel trozo de piedra gigantesco desde donde se divisaba la costa francesa y la costa catalana.

A unos cien metros de su posición, Beltrán vislumbró la figura de Verónica. Tranquila y sonriente, la joven observaba el precipicio que se presentaba ante sus pies y la maravillosa cala, de un color azul verdoso, que se materializaba debajo de su posición. El hacker la observó mientras caminaba hacia ella en compañía de Puigcorbé. En sus brazos, Verónica sujetaba a la pequeña Lucía, que parecía divertirse con el escenario que la rodeaba. En un principio, Beltrán pensó en la acción como arriesgada y poco más que irresponsable; no obstante, divisó una valla de madera que las separaba del acantilado.

Puigcorbé no abrió la boca. Beltrán tampoco tenía demasiadas ganas de hablar, ni de volver a discutir la jugada. La situación de por sí lo llenaba de sentimientos enfrentados. Viendo la escena, le costaba trabajo asimilar que una joven tan cariñosa fuera en realidad una asesina. Sin embargo, las evidencias así lo probaban, y sólo Dios sabía qué podía llegar a hacer un ser humano en situaciones límites.

El viento seguía soplando con gran intensidad, hecho que no sorprendió a ninguno de los presentes. La tramontana, un viento frío y turbulento, era algo habitual en la zona.

Verónica advirtió que alguien se acercaba. Giró la cabeza y descubrió a dos hombres caminando hacia su dirección. Sonrió al ver que se trataba de Marc, pero instantes después, al centrar su atención en su acompañante, su expresión feliz se transformó en una de absoluta preocupación. Estudió el rostro del hombre que amaba desde siempre y se le agitó el corazón. Inconscientemente abrazó a Lucía contra su pecho. La ansiedad regresó como un fantasma que le había dado una tregua, y la ira y la frustración hicieron acto de presencia en su estado emocional. Verónica arrugó la frente y perdió la mirada en el infinito. Lo sabían. Su secreto había sido descubierto. Su efímera e imaginaria felicidad se esfumó, dejándola a solas con sus demonios, esos que le aconsejaron en las noches de soledad lo que debía hacer para recuperar a su amor.

Veinte metros.

Beltrán esbozó la sonrisa más ruin que jamás hubiera imaginado forzar. Todo tenía una razón. Las órdenes de Puigcorbé fueron claras y escuetas.,—Ocúpate de la niña. Es lo más importante. Intenta hacer ver que todo marcha bien —le explicó mientras apretaba el acelerador. Beltrán cabeceó, sintiendo una oleada de pánico que no le permitía respirar con normalidad. Puigcorbé le dio otro pisotón al acelerador y el coche tomó velocidad por una carretera de interminables curvas que parecían llevarlos hasta el fin del mundo—. Yo me ocuparé de ella —sentenció con el rostro más serio que Beltrán le había visto esgrimir.

El hacker tragó saliva, necesitado de que alguien lo pellizcara para despertar de aquella horrible pesadilla. Su sonrisa no había funcionado y comprobó que Verónica estaba adoptando una posición de alerta. La estudió con detenimiento, al tiempo que sus pasos se ralentizaban y se hacían más agónicos. Le dio la impresión de que Verónica había claudicado y era consciente de que toda su mascarada había sido descubierta.

Ella meditó en las posibilidades que le quedaban. Todos sus sueños sobre compartir la vida con él se desvanecieron con una ráfaga del potente viento que los mecía. Pensó, en su locura, que todo lo había hecho por los dos. Muerta Silvia, a la que bien podría juzgar como una usurpadora que se apropió de lo que amaba, ya no existirían escollos para ambos.

Beltrán, con la mirada fija en el rostro de la joven, se maldijo por su comentario poco afortunado sobre sus ansias de fundar una familia. Dedujo que su nefasto brote de sinceridad, unido a la esterilidad de Verónica y su desequilibrio mental, la había empujado a apropiarse de la pequeña Lucía y eliminar los dos últimos obstáculos que los dejaría por fin solos y juntos. Una maravillosa familia feliz bañada en sangre inocente. Precioso. Beltrán sintió que algo se revolvía en su interior, una mezcla de compasión y rencor. Una sensación extraña que no podía explicar.

Verónica se puso en guardia cuando los tuvo a unos cuantos metros. Alternó la mirada en los dos hombres que se acercaban. Su ansiedad no le permitía respirar, pensar, ni tan siquiera improvisar una excusa lo bastante coherente para ganar tiempo. Ladeó la cabeza y observó el precipicio. Todo estaba perdido y era lo suficientemente cobarde para no soportar el castigo.

Diez metros.

Beltrán extendió los brazos y sonrió a la pequeña. Verónica frunció el ceño, desconcertada y recelosa. Por su lado, Puigcorbé lo miró de soslayo, sorprendido. Se estaba pasando de la raya con su interpretación y daba la impresión de ser todo menos sospechoso.

—Quieto, Marc. No des un paso más —le ordenó Verónica mientras abrazaba con más fuerza a Lucía, como si no quisiera que nadie se la arrebatara. Puigcorbé estudió la expresión de la mujer. Su experiencia le mostraba desequilibrio, seguramente locura—. Déjate de juegos, ¿vale?

Beltrán se quedó petrificado con los brazos extendidos, como si estuviera abrazando al aire. Puigcorbé gruñó. Beltrán era un genio en programación, pero como actor no era James Dean y había interpretado su papel de forma tan nefasta que había desmontado el factor sorpresa. La situación se complicaba.

—Señorita Vilà, tengo que hablar con usted —indicó Puigcorbé alzando la voz por encima del fuerte viento.

—No se acerque, agente —amenazó estirando los brazos y colocando el cuerpo de la pequeña suspendido en el vacío.

Beltrán, con el corazón a máximas revoluciones, sacudió los brazos.

—Detente, Verónica. Hablemos.

Puigcorbé no tenía intención de dejar en manos de Beltrán la situación y desenfundó su revólver. Apuntó a la joven sujetando el arma con ambas manos.

—Señorita Vilà, queda usted detenida por el asesinato de Silvia Méndez, Luis Méndez y su esposa Rosa Bernat. Entregue la niña al señor Beltrán —le ordenó apuntando a la cabeza de la joven. La pequeña y el precipicio próximo lo preocupaban, algo que intentó disimular—. No agrave más su situación. Necesita ayuda.

Beltrán miró al policía mostrando la desesperación en unos ojos desorbitados. Juzgó que se había vuelto totalmente loco al forzarla hasta ese límite. Tenía a la pequeña sujeta, pero en cualquier momento podría soltarla.

—Aléjese o la dejaré caer, señor Puigcorbé —amenazó sin dar muestras de amedrentarse.

—No, por favor. Verónica, mírame —rogó Beltrán realizando gestos con las manos para captar su atención—. Tranquila, ¿vale?

Verónica desvió la mirada del revólver del policía y la orientó hacia el hacker.

—No me importa lo que hiciste, sé que fue por mí. Te quiero, todo se solucionará.

Verónica lo miró con el rostro cubierto de lágrimas. Dudó por unos segundos, sin embargo, sacudió la cabeza visiblemente alterada.

Por su parte, Puigcorbé estudió a Beltrán con atención, sin acabar de comprender a cuento de qué venían aquellas palabras de perdón y amor eterno que estaba compartiendo con una mujer que había matado a su esposa y a sus cuñados, y que ahora se disponía a hacer lo mismo con una criatura inocente. Sospechó que quizá era una especie de estrategia. En cualquier caso, opinó que se trataba de una estrategia estúpida que no se correspondía con su inteligencia.

—No, no te creo —gritó desconfiada—. Tú y yo nunca podremos estar juntos.

—Te equivocas. Todo se arreglará, confía en mí —respondió Beltrán dando un paso hacia delante.

—Quieto.

Beltrán se quedó en su posición, levantando las manos en signo de rendición. Verónica apretó los dientes, mirándolo con el rostro conmovido.

—¿Sabes lo que es amar a alguien y no ser correspondido? ¿Ver cómo tu mejor amiga te arrebata al amor de tu vida? Tuve que hacerlo, Marc, y no me arrepiento de ello. Sólo si ella desaparecía podía recuperarte. Cuando se me diagnosticó el cáncer, me volví loca. Aun si me operaba y me recuperaba, seguiría muerta por dentro. ¿Entiendes de lo que te hablo? —le preguntó con la expresión de una mujer rota, desequilibrada, perdida en una depresión durante años que se había convertido en obsesión. Esa obsesión era Marc Beltrán—. Estoy vacía por dentro, no puedo tener hijos.

—No me importa —le respondió tratando de ganar tiempo.

Puigcorbé era testigo ajeno a la escena y a pesar de tener la cabeza de la mujer en el punto de mira, dudaba mucho que pudiera ser tan rápido como para llegar a salvar a la pequeña.

—No me mientas, sé lo importante que es para ti —dijo alzando la voz al tiempo que levantaba una pierna y cruzaba la valla. Beltrán sintió cómo su corazón se detenía. Se le habían acabado los argumentos y su mente era simplemente un solar inhóspito—. No trates de jugar conmigo.

Puigcorbé intentó aprovechar la confusión de la joven para aproximarse más a ella, pero Verónica advirtió el movimiento sigiloso del policía y lo fulminó con una mirada asesina.

—Agente Puigcorbé, tire el arma o le juró que soltaré a la niña —le amenazó desesperada.

La pequeña Lucía comenzó a llorar. Beltrán miró aterrado al policía, consciente de que la situación era tan inestable que bien podía terminar en tragedia. Con un gesto de la mano le indicó que obedeciera. Puigcorbé accedió. Lo último que haría en la vida era jugársela con una niña de por medio, aunque, por otro lado, estaba harto de claudicar a las exigencias de sus enemigos y lanzar cada dos por tres su revólver al suelo. Blasfemó para sus adentros, siendo consciente de que aquello se estaba convirtiendo en un feo hábito. Con suma lentitud se inclinó y lanzó la pistola a unos metros de su posición.

Verónica contempló la operación sin perder detalle. Tras asegurarse de que el revólver estaba lo suficientemente lejos de las hábiles manos del policía, orientó su mirada hacia Beltrán.

—Tienes la oportunidad de demostrarme que me quieres. Marc, coge el revólver.

Beltrán vaciló. Al igual que el policía, aquella historia le había empujado en dos ocasiones a coger un objeto que no encajaba con su condición. Parpadeó incrédulo. No tenía ni idea de lo que se proponía Verónica y eso lo asustaba. Retrocedió y se inclinó para recoger el arma.

—Acércate —le ordenó la mujer. Lucía seguía llorando asustada, pero parecía que aquella circunstancia no le importaba lo más mínimo a una mujer que había perdido los lazos con la realidad.

Beltrán obedeció y se acercó a la valla.

—Es suficiente —le indicó para que se detuviera—. Usted, agente, arrodíllese y ponga las manos por detrás de la cabeza.

Puigcorbé resopló. Tragó orgullo y obedeció. Verónica observó el semblante pálido del hacker, quieto y desconcertado, viendo cómo su amigo se arrodillaba y colocaba las manos por detrás de la cabeza. Miró el revólver que sostenía entre las manos. Sintió un pálpito y notó que todo su alrededor le daba vueltas. Si no se equivocaba, aquella mujer tenía muy claro su siguiente movimiento y por la expresión que mostraba el policía, él también.

—Marc, ¿me quieres? —le preguntó con una calma que hizo que Beltrán se estremeciera.

Se volvió y la contempló sin apenas respirar. Lo que vio no fue a la mujer cariñosa, sino a un monstruo enloquecido. Abrumado por las circunstancias, se limitó a asentir.

—Mátalo.

Beltrán se quedó definitivamente sin respiración y titubeó. ¿Matar? Las manos le comenzaron a temblar con la idea de llevar a cabo la petición de Verónica, notando cómo se le secaba la boca al comprender el curso que tomaba su futuro más inmediato.

—¿De qué serviría?

—Sólo él sabe nuestro secreto. Mátalo. Nos desharemos de su cuerpo y podremos volver a empezar —dijo Verónica esbozando una sonrisa nerviosa. Beltrán contuvo el principio de un suspiro de angustia, al tiempo que experimentaba una oleada de miedo devastador. Juzgó la voz de Verónica como la del mismo Lucifer, una fuerza maléfica que lo estaba empujando al asesinato.

Puigcorbé tensó los músculos de la cara. Verónica no había sido capaz de percatarse de un detalle crucial. El policía se había inclinado para lanzar el revólver, pese a que podía haber ejecutado el movimiento en la posición en la que se hallaba. La razón de la maniobra tenía un porqué. Tras lanzar su arma a los pies de la mujer, retrocedió la mano hacia él, llevándola a unos centímetros del suelo. Antes de alzarse, alcanzó su objetivo, una piedra que yacía entre las rocas.

Beltrán se volvió, horrorizado, hacia Roberto. El policía lo miró serio, impasible, realizando un leve movimiento con la cabeza. Beltrán parpadeó desconcertado. No estaba muy seguro de que si aquel movimiento respondía a la bendición del agente para que le metiera una bala en la cabeza. Sus miradas se entrecruzaron por unos segundos.

—Hazlo, amor —insistió Verónica mostrando una dosis de agitación en sus palabras.

La muchacha sonrió y atrajo hacia ella a Lucía. Puigcorbé observó el detalle con el rabillo del ojo. Dedujo que debía actuar rápido, antes de que el programador, empujado en su desesperación por salvar la vida de la niña, se viera ante la tentación de alojarle una bala en la cabeza.

Entonces ocurrió.

Una ráfaga de aire con más potencia los zarandeó a los tres. Beltrán, sujetando el arma del policía con ambas manos, cerró los ojos al sentir una fragancia familiar inundando sus pulmones. Sin embargo, Verónica perdió el equilibrio y por un momento estuvo expuesta ante el policía. Puigcorbé apretó los dientes y se preparó para no desaprovechar la ocasión que se le presentaba. Con un movimiento rápido y efectivo le lanzó la piedra. Impacto en el pecho de la mujer y el golpe la hizo dar un paso atrás. Beltrán, todavía aturdido ante la velocidad que habían tomado los acontecimientos, actuó rápido y se abalanzó sobre ella. Con un tirón fuerte y decidido le arrancó a la pequeña de los brazos. Verónica dio otro paso, agitando los brazos para recuperar la estabilidad, mientras miraba asombrada al hacker. Fue inútil. Su cuerpo se precipitó al vacío y voló en caída libre doscientos metros hasta estrellarse contra el agua.

Puigcorbé soltó el aire de sus pulmones con brusquedad, se levantó y corrió al precipicio. Observó la altura, centrando la mirada en la pequeña cala. Todo había acabado. Con toda seguridad, la muchacha no habría sobrevivido a la caída. Se giró sobre sus talones y observó a su amigo, que trataba de consolar a la pequeña. Sonrió y le dio unas palmaditas en el hombro.

—Quédate aquí —dijo mientras volvía a orientar la mirada al mar—. Voy a echar un vistazo.

Beltrán asintió con una sonrisa y besó la frente de Lucía.

Puigcorbé descubrió un camino estrecho y abrupto que descendía hasta la cala. Comenzó a bajar por el sendero sinuoso.

Mientras, Beltrán agitaba a Lucía para tranquilizarla. Suspiró aliviado. De pronto, reparó en un detalle que había pasado por alto. Con la mirada fija en las aguas cristalinas del Mediterráneo y percatarse cómo éstas eran bañadas por los últimos rayos solares del día, recordó la última ráfaga de aire misterioso. Se convenció de que la esencia que había percibido era el perfume de Silvia. Entonces se dio cuenta de la oportunidad que se presentaba ante él. Sin perder tiempo y llevado por una sensación que desconocía, sacó con una mano el reproductor MP3 que llevaba en un bolsillo de la cazadora y se colocó los auriculares. Se acercó al precipicio y miró el escenario que se presentaba ante él. Escuchó con suma atención el archivo que había grabado en el reproductor y comenzó a mover los labios.

Puigcorbé descendía por un camino rocoso y desigual. Ojeó a su alrededor y dirigió la vista hasta el lugar desde donde minutos antes había saltado la mujer. Abrió los ojos, asombrado. La altura era considerable, pero había algo más que lo desconcertó. Divisó a Beltrán asomado al abismo y con la niña entre sus brazos. Aguzó los ojos para cerciorarse de que su vista no lo estuviera engañando. Lo que contempló le hizo vacilar y cuestionarse un montón de preguntas. El hacker llevaba puesto unos auriculares y tenía la mirada centrada en el mar. A Puigcorbé le dio la extraña impresión de que parecía estar hablando solo. Orientó la mirada hacia la cala y después a Beltrán. Trató de serenarse y decidió que más tarde le preguntaría qué coño estaba haciendo hablándole a la inmensidad.

Tras unos minutos, llegó hasta la cala. Observó el lugar. Las olas rompían contra las rocas y apreció el aroma del mar penetrando en sus pulmones. Sin embargo, no encontró ni rastro del cuerpo de la mujer. Lo más sensato sería llamar a sus compañeros y que un equipo de rescate se encargara de localizar el cuerpo.

De pronto, sintió un escalofrío que le erizó el vello de la nuca, obligándole a levantar la mirada del celular. Observó el mar con los ojos sobresaltados. Su olfato le decía que algo no marchaba bien. Se acercó un poco más a la orilla, extremando el cuidado al caminar entre aquel manto rocoso.

Entonces la vio.

La figura de una mujer nadaba hacia la orilla. Resopló sin acabar de creerlo. Levantó la mirada y observó la altura del precipicio, concluyendo que era prácticamente imposible que hubiera sobrevivido a un impacto de tales proporciones. Desenfundó el revólver. Le importaba poco las probabilidades que existían para salir con vida de un salto de tal magnitud. De todas maneras, no tenía escapatoria. La esperaría para ponerle las esposas y llevarla ante la justicia.

La mujer alcanzó la orilla, irguiéndose cuando sus pies tocaron la superficie firme. Puigcorbé contuvo la respiración. Joder, no lo podía creer y le costó un mundo mantener la cabeza fría. Era Verónica, y por todos los demonios, parecía entera y sin ningún rasguño. La mujer, totalmente empapada y con el cabello cubriéndole gran parte del rostro, se acercó lentamente. El policía se sacudió la sorpresa con un cabezazo al aire y le apuntó con el arma. Las manos le temblaban como si padeciera una enfermedad, pero intentó contener los nervios y aquella ansiedad que lo dominaba. Sacudió la cabeza en varias ocasiones, pensando en la posibilidad de ser víctima de una alucinación. Pese a su entrenamiento, la situación le estaba pasando factura y no terminaba de acertar que estuviera viva.

—Alto, señorita Vilà. No me obligue a disparar —gritó en un intento por detener su avance.

La mujer no obedeció y continuó caminando con una sonrisa entre los labios. Puigcorbé gruñó.

—Señorita Vilà, se lo diré por última vez. Deténgase o dispararé.

Nada. La mujer no parecía dispuesta a obedecerle y caminó decidida hacia él mientras se retiraba el pelo de la cara. Puigcorbé estrechó los ojos y apretó con más fuerza el revólver. No quería matarla, pero daba la impresión de que ella lo estaba forzando a hacerlo. Sacó el seguro del revólver y apuntó al cuerpo de la joven. Con la precisión necesaria, podría herirla en la pierna o en algún brazo.

—No lo hagas, Roberto —le ordenó la voz de Beltrán a su espalda.

Puigcorbé se giró, aturdido. Beltrán estaba a unos metros de su posición, con la pequeña entre sus brazos y una mirada tranquila e iluminada.

—¿A qué viene todo esto, Marc? —le preguntó inquieto y alzando la voz por encima del rumor de las olas.

—No es Verónica.

Puigcorbé dio un respingo y dejó caer el revólver, lo que produjo un chasquido al contactar con las rocas.

«¿Que no es Verónica?», se preguntó atónito.

Se volvió hacia el mar y observó cómo la mujer se había detenido a unos metros de él, mirándolo con una expresión sonriente.

—¿Que no es...?

—Se acabó, Roberto.

El policía volvió a mirar a Beltrán, perplejo. Este se sacó de debajo de la camisa un amuleto de oro con la forma de un ojo egipcio. Puigcorbé, con los ojos abiertos de par en par, observó el ojo izquierdo de Horus. Tragó saliva, llevándose las manos a la cabeza. Entonces lo comprendió. Con la mirada clavada en aquel trozo de metal, comprendió que todo aquel enigma era real y que al final el maldito ojo existía.

—¿Quieres decir que ella...? —preguntó mirando a Beltrán rogándole que le diera alguna clase de explicación a lo que acababa de ocurrir.

Beltrán asintió con lentitud y dirigió una mirada a la joven, dedicándole una amplia sonrisa. Puigcorbé se volvió y estudió a la extraña mujer que tenía delante de él. La mujer le tendió la mano mientras le ofrecía una sonrisa amigable. El policía, totalmente superado ante lo que estaba sucediendo, se la estrechó. Abrió la boca asombrado al sentir el tacto de aquella mujer.

—Gracias, agente. Puede regresar con su familia, su misión ha finalizado.

Puigcorbé retrocedió aterrado. Sin alcanzar a comprenderlo, algo en su interior le indicaba que esa mujer era en realidad la periodista, pese a que su apariencia exterior mostrara el cuerpo de Verónica Vila.

Beltrán se aproximó dando unos pasos vacilantes entre las rocas de la cala.

—Hola, Silvia...

—Hola, cariño —respondió la mujer suspirando de felicidad—. Lo has hecho muy bien, Marc. Estoy muy orgullosa de ti.

Puigcorbé estaba en otro mundo. Blasfemó por todo lo más sagrado, persistiendo en su empeño de tratar de asimilar cómo el cuerpo de Verónica había sido ocupado por la mujer del informático.

Beltrán llegó hasta la altura de Puigcorbé. Se deshizo del colgante y se lo ofreció.

—¿Cómo... cómo lo lograste? —preguntó sorprendido, al tiempo que alternaba la mirada entre el amuleto de oro que mantenía en la mano y el rostro de su amigo que reflejaba una felicidad absoluta.

—Guárdalo, ya no me hace falta —le dijo reacio a dar demasiadas explicaciones en esos momentos.

Le dedicó una sonrisa agradecida y le extendió la mano. Puigcorbé se la estrechó, atolondrado. Beltrán hizo una rápida inclinación de cabeza y se alejó de él en dirección a la mujer, mientras trataba de resguardar a la pequeña del fuerte viento.

—Ya hablaremos, Roberto. Gracias por todo —dijo de espaldas al policía y con la mirada centrada en la joven—. Vámonos a casa, Silvia.

La mujer asintió y tras hacerle una carantoña a Lucía, besó a Beltrán con ternura por el espacio de varios segundos. Al separarse, le dedicó una sonrisa cariñosa mientras acariciaba el cabello desordenado de su marido.

—Perdóname.

Beltrán sacudió la cabeza con el rostro envuelto en lágrimas.

—Eso ya no importa. Lo importante es que estás aquí, conmigo.

La mujer se abrazó con fuerza contra su pecho y los tres se alejaron lentamente, abandonando la pequeña cala.

Puigcorbé observó cómo se perdían de su vista, percibiendo en su interior una sensación extraña de no haber comprendido con exactitud lo que había pasado. En cualquier caso, exhaló un suspiro de alivio al saber que todo había terminado. Miró su mano, el Udyat brillaba con los últimos rayos solares. Lo escudriñó detenidamente, sacudiendo la cabeza al percatarse de que todo aquel enrevesado enigma tenía una base firme.

«Es el maldito ojo izquierdo de Horus, el que supuestamente pertenecía a Isis», se dijo a sí mismo.

A grandes trazos, llegó a la conclusión de que Marc había alcanzado su objetivo y, con la ayuda del segundo ojo, se las había ingeniado para pronunciar la fórmula que permitiría al espíritu de su esposa poseer el cuerpo de Verónica. De todas formas, se convenció de que era una teoría descabellada y que era mejor no explicársela a nadie. Aun así, soltó una carcajada, consciente de que Beltrán era un tipo fuera de lo corriente.

La melodía del móvil lo distrajo de aquel momento en el que saboreaba el delicioso sabor de la victoria. Miró la pantalla del aparato, era Albert.

—Dime, Albert —dijo con voz cansada.

—¿Todo bien, señor? —le preguntó con un tono de voz preocupado.

Puigcorbé se permitió un tiempo para contestar. Observó su alrededor por un instante y agitó la cabeza sonriente.

—Sí, Albert. Todo está bien.

—¿Han conseguido detener a la señorita Vilà?

—Olvida eso. El caso está cerrado —respondió escueto.

—¿Señor?

—Ya me has oído, caso cerrado. La pista que teníamos era falsa. Comunícaselo a Santamaría, dile de mi parte que habéis realizado un gran trabajo. Gracias.

—Está bien, señor —respondió el joven—. Entonces, ¿qué hago con el informe?

—Destrúyelo y vete a casa, Albert. Nos vemos mañana en la comisaría.

Puigcorbé cerró la comunicación y buscó un número en la agenda del teléfono. Tras un par de tonos, una voz femenina respondió.

—Cariño, comenzaba a preocuparme...

—Hola, Nuria. Tranquila, estoy bien.

—¿De verdad?

Puigcorbé observó por última vez el amuleto que sostenía en la mano y sonrió. Lo guardó en su americana perdiendo la vista en el mar.

—Sí, cielo. Todo ha acabado. Vuelvo a casa, tardaré unas tres horas a lo sumo.

—De acuerdo, cariño. Te esperaré.

Puigcorbé sintió una gran felicidad y disfrutó al máximo de ese momento de paz interior.

—Llevaré el postre.

Nuria soltó una carcajada. Puigcorbé se unió a ella riendo como un niño, experimentando una sensación fantástica.

—Te quiero, Nuria.

La mujer no respondió de inmediato, pero Puigcorbé alcanzó a oír cómo Nuria emitía un suspiro de felicidad.

—Te quiero, Roberto.

Guardó el móvil y se inclinó para recoger el revólver. Dio un último vistazo a aquel espectáculo natural y esbozó una sonrisa de profunda satisfacción. Tras una auténtica pesadilla, la felicidad volvía a brillar en sus vidas como lo hacía aquel sol en las claras aguas del mar Mediterráneo.

El legado de Osiris
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