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Miguel Ferrer miraba la televisión con una expresión de total aburrimiento cuando sonó el teléfono. Lo observó de reojo, pero ignoró la llamada y continuó atento a las noticias. En teoría su negocio estaba temporalmente cerrado, era la hora de comer, y no tenía demasiadas ganas de involucrarse en una conversación con algún acreedor que le demandara pagos atrasados.

Tras unos segundos, el teléfono volvió a sonar. De mala gana se incorporó de su habitual posición, apoyado sobre un mostrador donde había grabado su figura a fuerza de horas y horas de presionar la madera con el cuerpo. Descolgó con pocas ganas.

—Dígame... —solicitó desdeñoso con un bostezo prolongado.

—Hola, necesito hablar con un par de tipos que han entrado en su comercio... —le respondió una voz masculina, desagradable y grave. El propietario de aquella voz debía de fumar y abusar en exceso del alcohol.

—Está cerrado, amigo —le interrumpió dando por acabada la comunicación.

—No me venga con tonterías. Tiene que tener ahí a dos tipos, uno con una sudadera roja y otro que parece un profesor de historia.

—¿Quién es usted? —quiso saber. La descripción de la extraña pareja era exacta.

—Papá Noel. Respóndame.

Miguel Ferrer gesticuló una mueca de disgusto y se sintió tentado a invitarlo a que se fuera a la mierda, pero su instinto de supervivencia le detuvo. No sabía quiénes eran aquellos tíos y lo mejor era seguirles la corriente. Cuando acabaran con lo que se traían entre manos se largarían, y él proseguiría con su vida con un sobresueldo de mil euros. Levantó la mirada y buscó al «formalito». Lo halló al otro lado de la barra, dando buena cuenta del segundo bocadillo. El de la sudadera seguía inmerso en su trabajo delante del monitor del PC, petrificado y con la mirada fija en la pantalla. Miguel arrugó la frente al observar sus manos, nunca antes había visto teclear a nadie de forma tan vertiginosa como lo hacía aquel tío.

—Sí, aquí están —le comunicó a su interlocutor.

—Bien, dígales que se ponga uno de los dos al aparato. Gracias, amigo.

—Un momento —respondió de mala gana. Extendió el brazo que sostenía el auricular, al tiempo que realizaba un ademán con la mano al hombre que tenía a su derecha—. ¡Hey, jefe! Es para usted.

El trajeado levantó la mirada de su ágape y, sin inmutarse lo más mínimo, se limpió la comisura de los labios con una servilleta de papel. Se acercó lo suficiente para coger el teléfono.

—Gracias. Dígame...

—Soy Santamaría.

—Le diré lo que tiene que hacer, agente.

El joven de la sudadera roja levantó la mirada hacia su compañero. Éste afirmó con la cabeza mientras comunicaba las directrices marcadas a la persona que tenía al otro lado de la línea telefónica. Detuvo su frenética tarea. Abrió y cerró las manos, se le estaban agarrotando los dedos y percibió que, durante el paso de los últimos años, había perdido la práctica. Consultó su reloj de pulsera. Sonrió. El plan previsto iba según lo planificado.

El legado de Osiris
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