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El aire silbaba en sus oídos una dulce y leve melodía de calma. Sentado sobre una gran piedra, cerca de la orilla de un riachuelo, donde el agua corría cristalina produciendo un sonido melodioso y embriagador, el samurái observó con el rostro sereno aquel vasto bosque de cerezos, almendros y ciruelos. Su paz era universal bajo una lluvia de colores suaves. Los pétalos caían siendo transportados por la suave brisa en una sinuosa danza que los arrastraba hasta su destino.
«No tengo ni vida, ni muerte. Yo hago eterna la vida y la muerte».
El samurái reflexionaba sobre todo lo que le rodeaba, fascinado con la maravillosa visión del Sakura. El ideal de la vida y de la muerte. La flor de la efímera belleza, de la fragilidad humana. El Hanami, antiguo ritual de observar las flores, mostraba que todo lo que en esta vida es bello también tiene un final. Tarde o temprano, puedes caer del árbol como lo hace una flor.
Unos golpes continuados en la puerta interrumpieron su meditación. Abrió los ojos lentamente, percibiendo que el momento que tanto había deseado estaba próximo.
Un hombre empujó la pesada puerta y caminó hasta él. La habitación, vacía de muebles, se hallaba entre penumbras. El bushi se encontraba en el centro, en la posición de la flor de loto, sentado y con las piernas cruzadas. El mensajero, un joven de cabello castaño, alto y musculoso, se detuvo frente a su señor. En silencio, esperó un gesto suyo para poder hablar.
—Dime —dijo escuetamente, dándole la espalda y en voz baja, tan tranquilo y sosegado que parecía seguir en una profunda concentración.
—Hemos localizado su posición. El maestro quiere que intervengamos. Ha llegado la hora.
—Bien. Ten todo dispuesto —respondió con sus pensamientos en el próximo movimiento—. ¿A qué distancia están?
—Una hora de viaje en coche.
Se incorporó con un movimiento rápido. Ladeó la cabeza de un lado a otro.
—El sumo sacerdote desea conversar con usted —le informó.
—Retírate. Saldremos de inmediato.
Cuando se quedó a solas, tomó su móvil. Debía recibir las últimas indicaciones para finalizar correctamente el trabajo. Tras tres tonos, su interlocutor descolgó su teléfono.
—Maestro.
—Gilgamesh, me complace anunciarte que el momento que tanto estábamos esperando al fin ha llegado. Debes ir y recuperar lo que nos pertenece.
—¿Han encontrado el papiro?
—No, pero estamos seguros de que poseen la documentación que pone en peligro el anonimato de los miembros de la orden. Recupera esos papeles, destruye todas las pruebas y tráeme con vida al marido de la periodista.
Gilgamesh frunció el ceño, extrañado.
—Maestro... ¿Qué ha cambiado en estas horas? Teníamos al sujeto reducido en su propia casa y lo dejamos marchar.
—El colaborador invisible de la periodista ha salido al descubierto. Intuíamos que la mujer contaba con la ayuda de alguien que conocía nuestra existencia y la del papiro, pero hasta esta noche se había mantenido oculto. Ahora, ha decidido revelarle toda la verdad al señor Beltrán. Ve, elimina a los demás y tráeme con vida al informático. A estas alturas, debe disponer de todas las piezas para armar el rompecabezas. De una forma u otra, su mujer le mostrará el lugar donde decidió ocultar el papiro.
Gilgamesh acató las órdenes sin poner ningún inconveniente. No obstante, no sólo ellos estaban al acecho del ansiado papiro.
—Se hará tal como desea, pero, si nosotros sabemos donde están... ellos también pueden estar al corriente.
—He calculado esa probabilidad, no te preocupes. Son demasiado débiles para enfrentarse a nosotros. Su poder reside en su discreción y no se descubrirán tan fácilmente. No hasta que entiendan que está en grave peligro su secreto. Debemos aprovechar nuestra ventaja.
Gilgamesh guardó el celular y cerró los ojos por unos instantes. Los pétalos de Sakura comenzaron a caer otra vez sobre él. Caminó por la sala hasta alcanzar la puerta.
«La vida representa una belleza efímera que tiene un final».
Con ese pensamiento se preparó para el final de sus adversarios.