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Hoy es un día glorioso para nuestra orden. Nuestro señor, Seth, ha recompensado nuestros esfuerzos y nos ha proporcionado el conocimiento supremo que nos hará vencer a la muerte.
Ieoshúa Rumkowski se dirigía a un público de feligreses entregados a él, alzando la voz tanto como le era posible. El retumbar de tambores de piel de ciervo y de sistros agitándose, creaban una música de ritmo intenso. Unido a la melodía, el cántico continuo de los presentes, con la boca cerrada, hacían casi inaudibles sus palabras. Sus fieles, arrodillados y realizando un movimiento continuado de adelante hacia atrás con el tronco, escuchaban las primeras palabras del sumo sacerdote en un estado de trance a causa de la neblina alucinógena que los envolvían y del continuo canto que apenas los dejaba respirar, conduciéndolos a un estado de hipoxia cerebral.
Ocupando un lugar prominente en la sala, justo en el epicentro del altar, Ieoshúa Rumkowski estaba entregado a pensamientos místicos. Con los brazos alzados, las palabras salían lentas y profundas de su garganta. Su perorata era la culminación de innumerables ensayos que había realizado en la intimidad para el momento oportuno. Ese momento, su momento, al fin había llegado.
A Enric Solé se le erizó el vello al escuchar las palabras del sumo sacerdote de los adoradores de Seth. Conocía la existencia de ceremonias iniciáticas en el Antiguo Egipto, de las que se habían instruido otras sociedades secretas como los francmasones o los rosacruces. Unos ritos que sólo simbolizaban unas ceremonias primigenias en las que se sacrificaban vidas humanas y donde el poder de la palabra, el Heka, alcanzaba su sentido más universal. El egiptólogo presintió que todos sus esfuerzos habían sido en vano y que ahora debían ser testigos de una ceremonia horripilante. El sarcófago, de madera noble y de bellas ilustraciones que dominaba el centro del altar, era un verdadero decálogo de intenciones. La situación amenazaba con convertirse en trágica. No obstante, lo que no llegaba a adivinar era quién iba a ser la víctima expiatoria. Para su desolación, no tardó demasiado en saciar sus dudas. Al tiempo que el sumo sacerdote seguía dirigiéndose a sus súbditos, dos soldados aparecieron por un lateral de la iglesia. Enric se sobresaltó. Los dos encapuchados custodiaban a un hombre joven amordazado y con las manos atadas por detrás de su espalda. El profesor reconoció a su misteriosa víctima expiatoria. Se trataba de Carlos Codina.
Marc Beltrán era quien, aparentemente, sobrellevaba mejor la situación. Con el rostro serio y la mandíbula tensa, no perdía detalle del espectáculo. Con antelación, había observado cómo las pantallas, situadas en la parte superior de las columnas, se habían encendido, y las cámaras, rotado en dirección al altar. Los monitores mostraban en su mayoría pantallas negras. No obstante, en un par de ocasiones había pescado a dos viejos asomarse y retratar su imagen con su Cam. Además, se sentía muy bien. La culpable bien podría ser aquella neblina que envolvía la atmósfera de la iglesia. Al olfatear en un primer momento, no le pareció marihuana, pero seguramente se trataba de alguna droga para sumir a aquellos fanáticos en un estado cercano a un gozo absurdo. Arqueó la ceja y miró a lo lejos al policía. Un miembro de la orden, al lado del agente, captó su atención.
Beltrán no había dicho su última palabra, aunque la aparición de Carlos Codina en la iglesia no estaba en el guión de la película que se había montado. El sarcófago, el papiro y el que lo llevaran prisionero hasta situarlo a la espalda del sumo sacerdote, le daba muy mala espina. Por mucho que le fastidiara, debía comenzar asumir la muerte del ex monje benedictino.
Ieoshúa Rumkowski bajó los brazos y caminó pesadamente a través del altar hasta situarse en la parte trasera de un bloque de piedra. Carlos Codina lo observó, al pasar por su lado, impertérrito. Sedado, parecía estar formando parte de un siniestro sueño. Rumkowski extendió el papito sobre la losa y elevó los brazos. Rezó algo en un idioma extraño para Beltrán, aunque si éste hubiera prestado atención a la cara de los dos hermanos, se habría percatado de lo que el anciano se preparaba para hacer a continuación. Rumkowski reposó las manos sobre la fría piedra con una sensación de cansancio apoderándose de su organismo. La emoción, los nervios y aquel mortífero veneno recorriéndole por dentro lo estaban sobrepasando. Aspiró una bocanada de aire y comenzó a leer los jeroglíficos. La primera pócima era para él, la misma que, presumiblemente, había recitado la periodista y que había permitido a su Ba subsistir en las dos realidades. Con aquella fórmula engañaría a la muerte.
Hannah Solé sintió una oleada de pánico. La pronunciación del anciano al leer los caracteres le hizo comprender lo equivocada que estaba la Egiptología moderna. No sólo estaba contemplando el ansiado papiro, sino que además estaba descubriendo que la idea que se sostenía sobre la lengua egipcia difería un abismo de lo que estaba oyendo.
Ieoshúa Rumkowski enmudeció. La primera parte del rito había concluido. Miró con el rabillo del ojo a su joven ayudante y afirmó con la cabeza para anunciarle que le había llegado su infausto turno. Gilgamesh tensó los músculos de la cara. Se aproximó a su mentor, lento, pero firme. Desenfundó su revólver y el arma le pesó en las manos. Respiró profundamente y entornó los ojos hasta cerrarlos. Aquélla era la clase de prueba de fe a la que nunca quiso someterse, ya que dispararle significaba sencillamente matarlo, nada más, por más que su maestro hubiera tratado de convencerlo de lo contrario. El bushi no poseía su fe y tampoco la comprendía. Tras unos segundos de concentración, abrió los ojos y se contempló en los del anciano. Ieoshúa lo miró sonriente, seguro y expectante. Gilgamesh colocó el cañón del arma sobre el pecho del anciano y acercó su dedo índice al gatillo.
Disparó.
Entre un estallido de sangre, el viejo se derrumbó en el suelo. Enric y Hannah apartaron la mirada y cerraron los ojos, incapaces de presenciar la escena.
Dos de los ayudantes del sumo sacerdote tomaron el cuerpo del anciano y lo depositaron sobre el altar bajo el mutismo general que se produjo ante una acción tan violenta. Tras quitarle la ropa, los sacerdotes Am-Khet lo limpiaron con la ayuda de un par de receptáculos con agua mezclada con incienso y varias esponjas.
Los miembros de la orden reanudaron los cánticos conscientes de que el rito no había hecho más que comenzar. Los dos sacerdotes se afanaron en la limpieza de su maestro hasta que el agua de los recipientes adoptó un color rojizo. Gilgamesh se colocó el amuleto en el cuello y se acercó lentamente al cuerpo inmóvil de su mentor, empuñando en su mano derecha un cuchillo ceremonial de hierro meteórico, un metal sagrado que los egipcios entendían como un regalo de los dioses llegados del Ciclo. El PsSkf, un cuchillo en forma de serpiente, presentaba un carnero en su empuñadura. Gilgamesh se posicionó a la altura de la cabeza y realizó las incisiones correctas en el rostro, tal como indicaba el Ritual de la Abertura de la Boca. El acto permitiría al espíritu del sumo sacerdote contar en el Más Allá con todos y cada uno de sus sentidos.
Cuando el guardián acabó de rajarle la cara al viejo, dirigió la atención hacia su segundo objetivo, Carlos Codina. El ex monje benedictino seguía bajo los efectos del sedante y no opuso resistencia. Dos soldados lo llevaron a empujones hasta la altura de Gilgamesh y le cortaron las cuerdas que le sujetaban las manos.
Roberto Puigcorbé se agitó con violencia. Comprendió de inmediato lo que sucedería a continuación y el policía que llevaba en su interior se amotinó. Moviéndose de izquierda a derecha trató de liberarse de las cuerdas. Robson, formando parte del grupo de soldados apostados alrededor de la iglesia que vigilaban la ceremonia, ladeó la cabeza y estampó la culata de su M16 contra el rostro del agente como una dolorosa advertencia para que estuviera quietecito. A Puigcorbé se le abrió una brecha en la ceja izquierda que empezó a sangrar. El tremendo impacto lo dejó atontado.
Codina sintió cómo una sombra negra se acercaba y sonrió. Su cuerpo, sin equilibrio a consecuencia de la droga que le habían suministrado por vía venosa minutos antes, se tambaleaba de un lado a otro. Sin fuerzas en las piernas y con un terrible peso en los párpados, tan sólo deseaba dormir y que todo aquel maldito sueño acabara de una vez. Y no andaba tan equivocado; en pocos segundos iba a disfrutar del sueño eterno.
Gilgamesh tensó los músculos de la cara. Asesinar a un hombre en aquel estado y a sangre fría no era honorable. En realidad, ni se le acercaba al honor con el cual había transcurrido su vida y sus actos. En cierta forma, se sentía frustrado, sucio. En unas pocas horas había echado por tierra toda su pureza, su orgullo y dignidad. No obstante, se preparó para dar un paso más hacia el abismo del Infierno que, con total seguridad, lo estaría esperando con los brazos abiertos.
Colocó las manos sobre el cuello del ex monje, y pidiéndole perdón mentalmente, apretó. Codina, en un movimiento inconsciente, trató de separar aquellas manos con las suyas. Lo estaban estrangulando y sintió cómo se le comprimían las arterias carótidas. Sin embargo, tras unos segundos dejó de luchar. Gilgamesh había decidido darle a ese hombre una muerte rápida y su objetivo, con una técnica extremadamente laboriosa, había sido detener el flujo de sangre oxigenada al cerebro. Codina sufrió una hipoxia que le produjo diferentes estados. Pese a eso, Gilgamesh no permitiría que el pobre desdichado sufriera más de lo estrictamente necesario. El ex monje fue cerrando los ojos paulatinamente, al tiempo que sentía una agradable sensación de sueño. Ya no sentía unas manos apretando su tráquea. Se había separado del sentido del tiempo y de lo que le rodeaba. La piel del joven comenzaba a azularse. Con mucho cuidado, Gilgamesh apartó las manos y lo dejó caer al suelo, acompañando el cuerpo con los brazos. Carlos Codina yacía en el suelo, muerto.
Dos Am-Khet, dos sacerdotes, llevaron en volandas el cuerpo del joven y lo introdujeron dentro del sarcófago.
Los primeros rayos del sol de un nuevo día se filtraron a través de los ventanales de la iglesia. Beltrán, a pesar de ser testigo de una grotesca escena que se le quedaría grabada en la retina durante toda la vida, alzó la mirada y arqueó la ceja. La señal que había esperado hacía acto de presencia en la ceremonia.